Publicado en Cuadernos Urgentes: Augusto Higa Oshiro. Ed. Paul Asto Valdez y Edith
Pérez Orozco. Lima: Distopía Editores, 2015. 41-66. (Traducción del tercer capítulo de mi libro The Affinity of the Eye).
Para ver una copia de la versión publicada, pulse aquí
Ignacio
López-Calvo
University of
California, Merced [1]
Este ensayo analiza dos obras de Augusto Higa Oshiro, un
autor nikkei peruano nacido en Lima
en 1946. Tras graduarse de la Universidad de San Marcos con una licenciatura en
literatura peruana y latinoamericana, Higa trabajó como editor del Instituto
Nacional de Investigación y Desarrollo (INIDE). En la actualidad imparte clases
de literatura en varias universidades, incluyendo la Universidad Nacional
Federico Villarreal, y talleres de escritura creativa. Además de las dos obras
que se analizan en este ensayo, ha publicado dos colecciones de cuentos, Que te coma el tigre (1977) y La casa de Albaceleste (1986), y dos novelas Final del porvenir (1992) y Gaijin (2014).1
Este ensayo explora la locura literaria como
vehículo de autorrevelación cultural. Analiza también la autodefinición y las
transformaciones identitarias de un personaje nipoperuano por medio del uso del
kenshō en la novela de Higa La
iluminación de Katzuo Nakamatsu (2008).
Este análisis se complementa con la perspectiva de las experiencias reales de
Higa en Japón, según las narra el autor en su testimonio Japón no da dos oportunidades. Al contrastar las dos obras, se
revelan además las continuidades y cambios en la obra de este autor. Y lo que
es más importante, estas obras son dos de las mejores articulaciones del
proceso de desetnificación y reetnificación que se pueden encontrar en la
producción cultural nipoperuana.
Si bien el testimonio se publicó catorce años antes
que la novela, comenzaré con el análisis de esta última, que es, a mi juicio,
uno de los mayores logros de la carrera literaria de Higa. En una entrevista
con Maribel de Paz, el autor admite que Nakamatsu es su alter ego, un personaje
que lucha contra su propia marginalidad y soledad, tal y como él ha tenido que
hacer a lo largo de su vida. No obstante, lo describe como el típico perdedor,
en contraste con luchadores infatigables que admira Nakamatsu, como, por
ejemplo, el amigo de su padre, Etsuko Unté, y el poeta vanguardista peruano
Martín Adán (1908-1985).[2] Higa
también considera esta novela "una revancha conmigo mismo" (Paz n.p.),
ya que le ayudó, por medio de la perspectiva nisei, a encontrarse a sí mismo. No obstante, independientemente de
los comentarios del autor, es evidente la conexión entre La iluminación de Katzuo Nakamatsu y la decepcionante experiencia como
dekasegui (trabajador temporal) en la
que denuncia los abusos sufridos por los dekasegui latinoamericanos en Japón.
Katzuo Nakamatsu, el protagonista de La iluminación, es un profesor de
universidad suicida y autodestructivo, además de un escritor frustrado que va
progresivamente perdiendo el juicio tras ser despedido de su trabajo como
profesor de literatura a causa de su avanzada edad. Su incapacidad para
identificarse con la realidad peruana que lo rodea también aumenta su angustia
existencial y contribuye a la progresiva pérdida de contacto con la realidad.
Desde el principio de la novela, los comentarios del narrador nos dan pistas
sobre la liminalidad que caracteriza su vida diaria: "pues era un hijo de
japoneses, un niséi, casi un extranjero, y todos aquellos lugares, sus gentes,
le eran ajenos, y solo constituían su proximidad, la zona neutral donde
depositaba su mirada y le estaba vedado ingresar, y ser como ellos, tener
piernas, tener ojos, tener brazos" (15). Las siguientes 127 páginas
muestran el declive psicológico del protagonista, su descenso a la locura y su
preocupación por cómo morirá. Llegado un momento, le pide prestado un revólver
a un amigo, pero nunca llega a tener el coraje de suicidarse; escoge, en su
lugar, una forma más lenta de autodestrucción: deambular por las calles más
sórdidas y peligrosas de Lima. Este tipo de comportamiento muestra puntos de
contacto con otros ejemplos de locura literaria. Como explica Lillian Feder en
su libro Madness in Literature
(1980),
The mad protagonist generally inhabits the familiar world of civilized
people, although in his madness he may
retreat to the savage environment and condition of the traditional wild man. Furthermore, although his aberrant
thoughts and behavior may determine his essential
role, as savagery does the wild man's, madness is still but one aspect of his nature, and it may emerge only in extreme
or extraordinary circumstances. (4)
En la novela, el deambular de Nakamatsu por barrios
inseguros en un estado de profunda angustia es el equivalente al caminar solo
por el campo que se menciona en la cita.
La locura, un tema clave en La iluminación de Katzuo Nakamatsu, es también un leitmotif en la obra de Higa. Feder provee una definición de la
locura que puede relacionarse fácilmente con los problemas psicológicos que padecen
Nakamatsu y otros personajes de la ficción de Higa: "In attempting to
cover persistent and variable characteristics of actual as well as literary
madness, I define madness as a state in which unconscious processes predominate
over conscious ones to the extent that they control them and determine
perceptions of and responses to experience that, judged by prevailing standards
of logical thought and relevant emotion, are confused and inappropriate"
(5). En una novela anterior, Final del
porvenir, encontramos un predecesor de Nakamatsu en el grotesco personaje
de Matías, quien también sufre angustia existencial: "Iluminado,
traspasado por el fervor de la razón, los párpados embotados, sintió que no
existían ni el bien ni el mal, zanjando sus angustias, gritó que la muerte era
la encarnación de la nada en el hombre, y vivíamos abandonados en el espacio
sideral, sin rumbo, sin consuelo, sin perdón. Lo dejaron hablando solo"
(113-14). Como Nakamatsu, Matías padece delirios paranoicos, hace preguntas
metafísicas al azar, deambula por calles marginales, pasa tiempo con mendigos y
se cubre de suciedad. Además, llora sin razón alguna y se vuelve
inexplicablemente trastornado, furioso y violento. La locura abunda asimismo en
los cuentos incluidos en La casa de
Albaceleste. Por ejemplo, Matute, el protagonista de "Sueños de
oro", el cuento que abre la colección, está tan obsesionado con ganar la
lotería que acaba confundiendo la realidad con los sueños. El siguiente cuento,
"Corazón sencillo", cuenta también con un protagonista obsesivo, el
Cholo Berto Vargas, quien sueña con volar, al mismo tiempo que teme romperse
como el cristal. En el tercer cuento, "La boba", es Alderete Gómez
quien tiene delirios de grandeza y está tan obsesionado con una muchacha que
todo el mundo considera limitada intelectualmente que espera a diario, haga sol
o llueva, a que salga de casa tan solo para poder verla un momento.
Puesto
que Nakamatsu solo puede verse a sí mismo y sus desequilibrios psicológicos en
relación a otros, las siguientes páginas analizarán su peculiar relación con
miembros de su propio grupo étnico, así como con indígenas y criollos.
Un nisei se observa a sí mismo y a otros
nikkei
Higa revela un supuesto rasgo de la identidad
nipoperuana por medio de la misma estructura de la novela. Benito Gutti, el
antiguo colega del protagonista cuyo nombre aparece solo a la mitad del
argumento, tiene que narrar las aventuras y explicar los pensamientos de
Nakamatsu, ya que este reservado hombre jamás se habría sentido cómodo
revelándonos sus sentimientos más íntimos: "frecuentaba amigos, incluso
podía conversar, intercambiar impresiones, chismes, dudosas bromas, pero jamás
confidencias, ni expresar sentimientos íntimos, pues se lo impedía su
temperamento asiático, y esa imperturbabilidad de desconfiado, gélido, y tal
vez desdeñoso" (15). La principal función narrativa de Gutti está
íntimamente ligada al hecho de que no es de origen japonés, por lo que carece
de familiaridad con los problemas identitarios de este grupo étnico en Perú. Al
ser ajeno a esta cultura y no ser tampoco un amigo del protagonista, Gutti
narra el viaje físico y mental de este en un mundo desconocido. Sin embargo, en
su "informe" puede contar los más íntimos sentimientos de Nakamatsu
gracias a sus conversaciones con él y a los escritos que Nakamatsu le ha dado.
Estos incluyen archivos, diarios, apuntes sobre sus padres, estudios sobre
familias nipoperuanas y una novela inconclusa sobre Etsuko Unté y otro issei (inmigrante japonés de la primera
generación). Si bien algunos pasajes se dirigen directamente al protagonista,
en la mayoría del texto Gutti se refiere a él en la tercera persona. A veces,
sin embargo, es difícil distinguir las ideas de Gutti de las de Nakamatsu.
Una vez que el protagonista se vuelve paranoico y
esquizofrénico, comienza a llevar ropa de los años 1940 para emular los trajes
que vio llevar a Etsuko Untén en fotos antiguas. Untén fue también una fuente
de inspiración para una novela que Nakamatsu intentó escribir, pero nunca
terminó. Untén y el padre del protagonista, Zentaró, huyeron de una plantación
y consiguieron ganarse la vida retando a otros a luchar con ellos (esta anécdota
también aparece en Final del porvenir).
La razón de las excentricidades de Nakamatsu es que se siente preso en su
propio cuerpo y desea transformarse en una de las dos personas que admira,
Untén o Martín Adán, dos personajes desarraigados, marginados y vilipendiados.
Oye también el canto de pájaros imaginarios en su casa, así como voces resentidas
del pasado que le recuerdan la triste historia de los primeros inmigrantes
japoneses en Perú: cómo se abusó sin piedad de ellos tirándoles piedras,
insultándolos y burlándose de ellos, cómo tuvieron que aceptar los trabajos que
nadie quería y cómo fueron perseguidos, robados y deportados durante la Segunda
Guerra Mundial. Nakamatsu revive en su mente las amargas experiencias de estos
inmigrantes japoneses, mientras los transeúntes se mofan de él y los niños lo
tiran al suelo, intentando quitarle los pantalones. Junto con la voz del
narrador, las voces en su mente proveen información que este introvertido
protagonista nunca ofrecería de forma voluntaria. La tercera manera en que el
reticente Nakamatsu abre su corazón al lector es por medio de los ya
mencionados alter egos. Como me reveló Higa en una entrevista, considera esta
naturaleza taciturna una consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, que hizo a
estos "niños de la guerra" (Niperuanos nacidos en los años 1930 y
1940, como él) vivir como extranjeros en su propio país, guardando siempre
secretos y hablando lo menos posible. Aunque tuvo lugar un proceso de
mestizaje, algunos nisei peruanos continúan teniendo una mentalidad de
forastero: "para las familias peruanas, son herméticos", según el
autor. Por tanto, de alguna manera, Nakamatsu encarna el espíritu de los nikkei
urbanos. La sofocante atmósfera antijaponesa en que vivieron de niños ha hecho
que se encierren en su propio mundo.
En este contexto,
Nakamatsu recuerda a sus tenaces padres y a otros "díscolos e
inexpresivos" (40) miembros de la comunidad nipoperuana que lucharon
infatigable y heroicamente, siempre aguantando el resentimiento y el odio de
los peruanos; habían preservado sus costumbres, su fraternidad, su arrogancia y
su "raza no contaminada" (40). Paradójicamente, poco después de
darnos cuenta de que, según el narrador omnisciente, este pensamiento
aparentemente racista ronda por la mente de Nakamatzu, este acusa a los
peruanos de racismo: "por qué nuestro pellejo, nuestros ojos japoneses,
nuestros humores físicos, generaban suspicacias y rechazos?, ¿por qué éramos
racistas, choleros y pedestres?" (40-41). Por el mismo camino, aunque en
la cita anterior el término "cholero" tiene la connotación de
"mujeriego", la etimología racista del término (por muy común que
sea) no se puede obviar: viene del término "cholo", que significa
"indio" o "mestizo", y se refiere a gente que pasa tiempo
con "cholos," y en particular a hombres que les gustar salir de
fiesta con "cholas."
La novela comienza con la imagen de Nakamatsu
caminando junto a estanques con carpas en el Parque de la Exposición de Lima y
admirando la "secreta espiritualidad" (9) de los sakura o floraciones de cerezo. Consecuentemente, desde la primera
escena de la novela, el protagonista observa ancestrales tradiciones japonesas,
como la de ir a ver las flores en los festivales de Hanami. En la cultura japonesa, las floraciones de cerezos se
asocian con el concepto budista de mono
no aware (traducido a veces como una sensibilidad de lo efímero) y
simbolizan la naturaleza transitoria de la vida, de ahí el matiz melancólico
relacionado con la muerte con que se abre la novela. De repente, Nakamatzu siente
"La eternidad del instante" (10),[3] que se
entiende normalmente como un sentimiento de melancolía positiva en la cultura
japonesa. Esta evocación de una melancolía serena y un anhelo espiritual están
relacionados con el concepto de wabi-sabi
(parte de la cosmovisión japonesa centrada en aceptar la transitoriedad), que
reconoce que nada dura, es completo o perfecto. Sin embargo, lejos de alcanzar
la armonía espiritual, Nakamatsu sigue perturbado: es un viudo de cincuenta y
ocho años sin hijos y se siente agotado, vacío, desolado y solo. Tiritando y cubierto
de sudor, trata de soportar una intensa pulsión de muerte, una primera señal de
su decaimiento físico y existencial. Su instinto lo lleva a deambular por las
calles de la ciudad, incluyendo barrios marginales, hasta que se da cuenta de
que él nunca ha pertenecido al mundo que tiene a su alrededor. Una vez que
llega a casa, se pregunta si ha heredado el fatalismo de sus ancestros
japoneses, lo que puede que lo esté llevando a aceptar pasivamente su destino. Más
tarde, se encuentra paseando por el Campo de Marte, perdido en sus propios
pensamientos, cuando ve un elegante jardín de estilo japonés en el parque. De
repente, lágrimas de nostalgia caen por su rostro, se aceleran sus pulsaciones
y vuelve a sentir una renovada pulsión de muerte. Este puente le recuerda el
cisma cultural de su vida y siente de nuevo vergüenza, culpa, desesperación y
vacío. Estos sentimientos de vergüenza y culpa están intrínsecamente
relacionados al tema de la locura que permea el resto de la novela. La conexión
que Michel Foucault establece en Madness
and Civiliation: A History of Insanity in the Age of Reason (1964), entre la
locura y la represión (o exclusión) se refleja aquí en la represión de estos
sentimientos por parte del protagonista. Como se verá, al reclamar el discurso
de un demente, Higa establece un enlace directo entre la locura y el
conocimiento.
En contraste con Nakamatsu, durante la Segunda
Guerra Mundial el okinawense Etsuko Untén demostró su orgullo japonés y desafió
el prejuicio de los peruanos contra su grupo étnico silbando en público el himno nacional japonés, el Kimigayo, tan alto como podía. Durante su infancia, Nakamatsu
había oído hablar de este altivo amigo de su padre y ahora lo recuerda como un
héroe y como su doble. Untén, un Kachigumi (es decir, un nikkei que estaba
convencido de que Japón había sido victorioso en la Segunda Guerra Mundial),
nunca reconoció la derrota de Japón y creía que, una vez que Japón ganara la
guerra, el emperador Hirohito mandaría
un barco para rescatar a la comunidad japonesa de Perú.
Esta corta novela tiene poca acción, pocos
personajes y casi no hay diálogo. Al igual que en Que te coma el tigre
y Final del Porvenir, en La
iluminación Higa continúa describiendo la vida diaria en los barrios
humildes en los que vivió en su juventud. Sin embargo, los típicos coloquialismos
y el discurso oral tan característico de sus obras anteriores ahora dejan paso
a una narración discursiva y poética de los problemas identitarios étnicos de
la comunidad nikkei, según se ven desde los subjetivos ojos del narrador y el
protagonista. Durante las décadas de 1970 y 1980, influido por la ideología
izquierdista del Grupo Narración, al que perteneció junto con Antonio Gálvez
Ronceros, Gregorio Martínez y Oswaldo Reynoso, Higa trató de escribir
literatura comprometida desde la perspectiva de la clase baja urbana,
incluyendo a personajes como prostitutas y pandilleros. En contraste, tras la
traumática guerra contra la guerrilla maoísta Sendero Luminoso durante la
década de 1980, su perspectiva cambió de forma radical. Si bien en esta novela Higa
reconcilia el mundo aparentemente insular de la comunidad nikkei de Lima como
el del submundo criollo de las barriadas marginales, los problemas estudiados
en La iluminación no son tanto de
naturaleza sociopolítica o económica como étnica, sexual y personal (incluyendo
los demonios que atormentan al protagonista). La novela trata principalmente
sobre la alienación de hoy en día y otros problemas a los que se enfrenta la
humanidad. Nakamatsu solo escribe, pasea y piensa; la mayoría del argumento, de
hecho, se desarrolla en su mente. No obstante, nos enteramos de los abusos
cometidos contra la comunidad nikkei durante el gobierno de Prado por medio de
las analepsis del protagonista. Perdido en sus lucubraciones o hablando consigo
mismo, camina constantemente por la ciudad y en su casa, como si estuviera
tratando de volver a su tierra ancestral.
El protagonista, atrapado entre dos culturas e
identidades, confiesa que padece un sentimiento de desarraigo. Se siente
desplazado culturalmente y no logra sentirse "en casa" en ninguna de
ellas. Sin embargo a veces parece sentirse cómodo con la cultura local que, en
realidad, es la suya. Esto se evidencia, por ejemplo, cuando visita a Masao Uchida, un antiguo compañero
de clase, y demuestran su adaptación a la cultura criolla bebiendo café,
hablando de fútbol y escuchando vals local. Uchida comparte con el protagonista
el resentimiento contra la sociedad en la que viven: tuvo que jubilarse y vivir
de la remesas que le mandaban sus hijos desde Japón porque estaba perdiendo
dinero en su tienda; continuamente la asaltaban y además los drogadictos de la
zona asustaban a sus clientes. Y más adelante, Nakamatsu vuelve
a demostrar su relativa adaptación a la cultura local al buscar protección en
una iglesia donde le reza a la Virgen María. No obstante, el narrador (paradójicamente,
se supone que no está familiarizado con la cultura japonesa) se refiere a la fe
católica del protagonista usando el término japonés equivalente en el budismo, tariki, que significa, más
específicamente, un camino hacia la iluminación y el nirvana.
Nakamatsu mismo explica el desarraigo nikkei, incluyendo el suyo mismo,
como resultado del idiosincrásico comportamiento de los japoneses, que considera
característico de la psique y esencia nacionales. Llega a la conclusión de que
su propia naturaleza apática y distante es parte de su identidad japonesa: sus
padres y otros japoneses del barrio tampoco eran muy comunicativos y siempre
mantuvieron el mismo rencor y la misma arrogancia. En cierto momento, se da
cuenta de que nunca ha amado a nadie y de que nunca nadie lo ha amado. Como si
estuviera tratando de encontrar su identidad siguiendo tradiciones y ritos
tradicionales japoneses, una vez que recobra su armonía espiritual,
Nakamatsu va al cementerio de El Ángel en Lima a despedirse de sus ancestros en
el butsudan (altar familiar) y a
quemar incienso en sus tumbas. Una vez allí, se niega a recordar a su padre, un
hombre autoritario y lascivo que llegó de Yokohama en 1918 y fue uno de los 840
issei enviados
a las haciendas de Cañete. En contraste, no tiene ningún
problema a la hora de recordar la escabrosa relación que tuvo con su esposa
Keiko, quien murió de cáncer veinticinco años antes, a los treinta y nueva
años. Pero, de nuevo, la única manera en que es capaz de expresar sus
sentimientos es por medio de un poema ajeno, en este caso el título de un poema
del novelista y poeta italiano Cesare Pavese (1908-1950), conocido por sus
personajes aislados y solitarios que acaban por traicionar a sus amigos y a sus
ideales: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos" (48). El protagonista
confiesa que siempre ha tolerado "sin desconsuelo su fractura racial"
(45), pero tras la muerte de Keiko, dejó de visitar a sus amigos nisei y
aumentó su vergüenza por sentirse extranjero en su propio país. Quizás
sintiendo la doble marginalidad de ser okinawense (por mucho tiempo, un grupo
étnico minoritario marginado tanto en Japón como en Latinoamérica), no puede
identificarse completamente ni con los criollos ni con los japoneses naichi-jin
(de las islas principales): "Era luchadora sin reservas, realista, gentil,
y en el lado opuesto, Katzuo especulador, intelectual, ambiguo entre su original
mundo niséi, y el mundo criollo, como si no perteneciera a nadie"
(45).
Además de esta cosmovisión dividida entre dos
culturas diferentes, otra fuente de vergüenza para el protagonista es su
pobreza. Como profesor de universidad, recibe un modesto salario y debe residir
en una humilde vivienda heredada de sus padres. En contraste, sus cuatro
hermanos han tenido éxito en el mundo empresarial. Según Feder, estos sentimientos de
vergüenza y culpa están entre los síntomas de una mente alienada:
"Inappropriate pathological guilt, for example, was among the most common
symptoms of mental disturbance prevalent in Western civilization so long as the
authority of state, church, and patriarchal family was assumed" (Feder 5).
Un nisei observa a los cholos
Paradójicamente, si bien Nakamatsu condena la
discriminación que han sufrido los nikkei en Perú, encuentra repulsivo todo lo
que tiene que ver con los indígenas peruanos (salvo la mitología oral quechua).
Por ejemplo, considera irrespetuosas y reprobables sus ceremonias en los
enterramientos populares:
distinguió una
cuadrilla con rostros de ekekos, desfilando a lo largo del jardín, bajo
los sakuras, con sus chullos multicolores y sus zurrones a la espalda. Aquellos
seres contrahechos emitían gruñidos, farfullaban en quechua, enfundados en
sacos y corbatas, los bigotitos acentuaban sus rostros de cera, como si fueran
monigotes, echaban cabriolas, tropezaban entre sí, mientras los festivos
concurrentes aplaudían, y vivaban, y lanzaban monedas. Zafios. Brutales. Groseros.
No lo pudo soportar. (11)[4]
Curiosamente,
Higa escribe ekekos en cursiva, como
una palabra que no pertenece al castellano, mientras que no pone en cursiva la
palabra japonesa sakuras. Y el hecho de
que el enterramiento no se celebre en privado, únicamente para los familiares
del fallecido, le resulta a Nakamatsu tan impactante que sufre una crisis
nerviosa: empieza a temblar a la vez que deambula llorando y jadeando. Tras
esta experiencia, la pulsión de muerte que sintió en la primera escena se hace aún
más intensa. Una situación parecida tiene lugar en el cuarto capítulo: "Al
poco tiempo encontró un cortejo bullicioso, la muchedumbre conducía un ataúd
cubierto de cintillos, y la lluvia de flores descendía sobre el camino.
Aparecían hombres en chalecos bordados, mujeres en faldones negros, escoltados
por músicos ensombrerados, quienes entonaban curiosas mulizas sobre violines y
saxo" (49).[5] El
narrador omnisciente explica que Nakamatsu "detestaba los actos tribales"
(49), que consideraba grotescos y abominables. En esta ocasión, sin embargo, el
protagonista se siente conmovido por el llanto de las muchachas indígenas y la
exhibición teatral de las emociones, tan contraria a su propia personalidad. El
protagonista continua siguiendo a la comitiva algún tiempo y repentinamente
acepta la transformación del dolor en un júbilo "primitivo", ruidoso
y vívido.
Durante uno de sus paseos, los pensamientos íntimos
y nostálgicos de Nakamatsu se ven interrumpidos por el sonido de unos disparos:
un comerciante ha matado a un pandillero de aspecto "chichero"
durante un atraco. El uso de este término peyorativo vuelve a sugerir el
rechazo a la cultura andina.[6] Después,
Nakamatsu recuerda dos tristes versos del poema "Aloysius Acker,"
de Martín Adán: "y por ti no llora el perro; / y por ti no aúlla la madre"
(22). Si consideramos que en este poema inédito Adán ve a Acker como su doble,
como una extensión de su ego, se podría concluir que Nakamatsu podría haber
visto un reflejo de su muerte en la del pandillero. Sin embargo, las siguientes
líneas solo evocan una flagrante indolencia: "encogió los hombros,
atravesó el gentío, sin lástima, sin remedio, al fin y al cabo, no era su
muerto, ni su semejante, ni la extensión de su cuerpo, ni de su sangre, ni de
sus ojos, ni de su raza" (22). Se sobreentiende, por tanto, que el
protagonista no siente empatía porque el joven andino es de otra raza.
En el tercer capítulo, Nakamatsu continúa paseando bajo el
cielo plomizo de Lima, perdido en sus pensamientos, rememorando
melancólicamente su niñez, sus aventuras durante la adolescencia, su familia,
sus amigos y el "mundo derruido con la llegada de los bárbaros" (28).
Estos misteriosos bárbaros que menciona son probablemente los indígenas
peruanos que han descendido de la sierra y habitan ahora en la capital. En el
siguiente pasaje de Final del porvenir,
una mezcla de sentimientos de rechazo y compasión, un estudiante llamado Matías
comparte la aversión de Nakamatsu a los indios y también les llama "bárbaros":
"millares de indiecitos montados en burros poblaban La Parada, sin
zapatos, la piel atezada, descamisados, polvorientos, se adentraban en la
ciudad, ajenos a cualquier lógica, intactos a cualquier razonamiento, bárbaros,
inescrupulosos, sin orden, sin moral" (114-15). Cabe notar, además, que a
lo largo de Final del porvenir, se
sigue describiendo a los indígenas de manera negativa "con el andar
descuadrado y sin estilo de los serranos" (8); "[doña Francisquita]
despotricaba de los burdeleros, las mujeres corrompidas, los chutos que bajaban
de los cerros comiendo máchica" (110).[7]
Un nisei observa a los criollos
Volviendo al
análisis de La iluminación, su
protagonista sufre un proceso de desetnificación a lo largo de su juventud,
pero acaba reetnificándose gracias a los valores japoneses que aprendió de niño:
"Durante años, en su juventud y antes de la muerte de Keiko, como
cualquier hijo de vecino, había sido chambón, perdulario, e improvisador
criollito: tuvo amigos, frecuentó cantinas, amó diversiones, y fue jugador
atarantado. Las experiencias amargas, las crisis y peligros, le hacían regresar
a lo que él consideraba sus naturales raíces asiáticas" (69-70). En
consecuencia, ahora ve la disciplina, el dolor y el sufrimiento como un camino
hacia la purificación, la perfección y la negación de su ego antes de alcanzar
el satori. Igualmente, acepta la
frugalidad, la austeridad y el desapego budista como una valiosa parte de su
herencia cultural japonesa. Nakamatsu, por tanto, sale y entra estratégicamente
de la "japonesidad" según las circunstancias.
Es importante
señalar que el ultranacionalista Etsuko Untén, el issei a quien Nakamatsu
admira e imita, y que es descrito con trazos heroicos al final de la novela (aunque
algunos de sus compañeros piensen que está loco), era un racista que se casó
con una peruana por una apuesta, pero luego se negó a consumar el matrimonio
porque "para Etsuko Untén era imposible el revoltijo de razas, y menos
para un japonés" (89). En 1941, al darse cuenta de la inminencia de la guerra,
abandonó a su esposa, vendió su burdel y se mudó a Lima para apoyar, junto con
otros paisanos, el expansionismo de Japón. Untén, que se niega a admitir que
Japón perdió la guerra, representa, para Nakamatsu, el indomable orgullo
japonés ante la adversidad, aun cuando sus paisanos estaban siendo perseguidos
y deportados a campos de internamiento en Tejas. En cualquier caso, queda claro
que Nakamatsu ha quedado traumatizado por este episodio histórico que vuelve
una y otra vez a su mente: "cuando el gobierno de Prado expropió los
negocios, escuelas, propiedades, fundos e industrias de los japoneses. Fue un
golpe terrible, encarcelaron dirigentes, los deportaron, los interrogaron,
corrieron listas negras, chantajes, robos, expoliaciones . . . no se podía
salir de la casa, pues el vecindario nos tiraba piedras, éramos enemigos,
éramos nihongin, y vivíamos una
guerra que nunca habíamos buscado" (102-03).
Junto con Etsuko
Untén, la otra figura heroica que Nakamatsu ve como su alter ego es Martín
Adán, considerado, junto con César Vallejo y José María Eguren, uno de los
principales poetas peruanos. Identifica a los dos con la marginación y soledad
del poeta, así como con su esteticismo y su incansable búsqueda de belleza. El
protagonista imita la forma de vestir de Adán y va a los mismos bares y barrios
marginales que el poeta. Y pueden hallarse otros ecos de la biografía de Adán
en la novela: como Nakamatsu, se rumoreaba que el poeta era homosexual, se fue
empobreciendo progresivamente y, durante su últimos años, pasó tiempo en psiquiátricos.
Adán también se embriagaba en los bares del centro de Lima, soñando despierto,
como hace Nakamatsu en su novela; además también tenía la doble identidad de
Rafael de la Fuente Benavides y su nombre artístico Martín Adán. Todavía dentro
del marco de su batalla interna, Nakamatsu piensa en su propio deterioro físico
y su insomnio, por lo que recita estos versos existenciales de Martín Adán "Escrito
para una amiga", que tienen que ver con el proceso de escritura: "Yo
no soy el otro / Yo no puedo decirte sino lo de mí mismo / ¿Pero quién soy
entre lo que no soy? / ¿Dónde estará mi destino? . . . La
esperanza es una cosa dura. / Es una tripa humana. / Algo de lo que cuelga, no
sé cómo / Del Alma / Como cuelga el cuerpo. / Como cuelga su nada"
(28-29). Nakamatsu
concibe la poesía de su hermano espiritual como una herramienta útil para
expresar sus propios sentimientos. Curiosamente, en estos pasajes sobre un
poeta peruano al que admira e imita hasta el punto de querer ser él, vemos la
única identificación del protagonista con el mundo criollo, puesto que a la
mayoría de los otros criollos que aparecen en la novela los considera
antagonistas. Según se sugiere en la cubierta de la edición de San Marcos, por
ejemplo, tras ser despedido y expulsado a la fuerza del edifico de la
universidad, el protagonista imagina que sus antiguos colegas se están burlando
de él y lo insultan (nunca queda claro en el texto si son alucinaciones o no).
En cualquier caso, las píldoras de Xanax que toma para la ansiedad y el pánico
no parecen aliviarlo mucho.
Junto con las interacciones de Nakamatsu con
otros grupos étnicos peruanos, la otra relación tormentosa que tiene en la
novela es con Lima, su ciudad.
Un Nisei pasea por Lima
La iluminación incluye descripciones numerosas
y detalladas de paisajes urbanos que a veces reflejan, a la manera de una
falacia patética, el estado emocional de Nakamatsu. En sus visitas a bares y burdeles
tanto en barrios opulentos como marginales (El Agustino,
Breña y El
Porvenir) en La Victoria, intenta seguir fielmente el budismo zen.
Concentrándose en su respiración rítmica mientras que su mente se queda en
blanco, contempla a sus conciudadanos, así como la naturaleza urbana en estos
espacios. Todo lo que lo rodea—excepto el océano, que ve desde una perspectiva
panteísta—le resulta ajeno. Parece hacerse eco de la famosa frase de Huis Clos (A puerta cerrada) de Jean-Paul
Sartre, "L'enfer,
c'est l'Autre" ("El infierno es el Otro"). Los negocios de
desguace, los embotellamientos de tráfico, el hedor que emana de los
restaurantes, microbuses destartalados y repletos de gente y, sobre todo, la
gente que ve (vagabundos, "mestizos arribistas y
pacharacos andinos" [46][8]), todos
ellos contribuyen a aumentar su ansiedad. Este sentimiento de rechazo se transforma en un "pánico
horroroso" (50) cuando ve los asentamientos jóvenes o pueblos jóvenes en
las colinas de Lima, pobladas de gente de "rostros tortuosos y de vientre
prominente" (50) con un "bárbaro sentido del progreso, embistiéndolo
todo" (50). En este pasaje, según se observa, volvemos a encontrar el uso del
término "bárbaro" para referirse a los indígenas campesinos que
emigraron a la capital.
En otros pasajes, en lugar de ser un observador urbano, Nakamatsu pasea
sin prestar atención a nada, feliz de habitar en una nada existencial. En
palabras del narrador, su paseo y sus ejercicios de respiración lo dejan mudo,
ciego y sin ideas ni memorias, sin brazos ni piernas, sin espacio ni tiempo. Solo
entonces logra encontrar la paz interior. Por tanto, Nakamatsu no camina por la
ciudad para sentirla como experiencia (como sería típico del flâneur, según Charles
Baudelaire),
sino más bien para escapar de sí mismo. Aparte de los momentos de
identificación con la naturaleza de los parques de la ciudad, la mayoría de sus
reacciones a la experiencia urbana son de claro rechazo o negatividad. Quiere
evitar atraer la atención sobre sí mismo. Nakamatsu no es un cínico o un dandy
extravagante, desocupado y autoconsciente; al contrario. Y tampoco es un badaud o rubberneck (para usar el término de Walter Benjamin), puesto que
nunca pierde su individualidad en la multitud. Pero al final, parece haber una
luz al final del túnel, para él.
Reconciliación por medio del kenshō
Nakamatsu considera la posibilidad de estar poseído (lo que llega a
sugerirse en las últimas páginas de la novela) y finalmente se da cuenta de que
está perdiendo la razón. Experimenta una sentimiento abrumador de abandono e
inutilidad, hasta el punto de perder toda esperanza: su ansiedad delirante le
hace sentirse perseguido y amenazado por oscuras sombras incluso cuando duerme.
Desesperado, se junta con prostitutas y gigolós de todas las edades, se
embriaga y pasa tiempo con drogadictos, alcohólicos y vagabundos, hasta que su
antiguo colega, Benito Gutti, lo encuentra en la calle, sucio y con
la ropa destrozada. Un día, un amigo de la infancia llamado Juan Miyazaki le
sugiere recurrir a una yuta, una
médium o consejera espiritual okinawense de ochenta años, quien es capaz de ver
el aura amarilla de Nakamatsu cuando sufre convulsiones. La yuta oye voces
japonesas del pasado y observa la guerra personal de Etsuko Untén contra los
peruanos durante la Segunda Guerra Mundial. Además de liderar un grupo de
resistencia y de apoyo al expansionismo japonés, Untén construyó casas en
varias ciudades para ayudar a los japoneses que habían perdido sus puestos
trabajo y estaban siendo acosados por el resto de la población. La yuta oye
también la voz rencorosa de una anciana nisei que ha estado atormentando al
protagonista, recordándole que, durante la represión de Prado, los peruanos
robaron el negocio de su padre; que otros japoneses fueron chantajeados por la
policía, deportados a Estados Unidos o acusados de ser una quinta columna; que
los vecinos chinos los denunciaron a las autoridades peruanas y americanas, y
que ponían banderas chinas en sus negocios para evitar que los confundieran con
los japoneses durante los saqueos. Se revela, por tanto, que estos traumas
atávicos están arruinando la vida de Nakamatsu.
Por otra parte, la actitud de los amigos de Nakamatsu cuando les revela
su intención de suicidarse podría considerarse indolente, en el mejor de los
casos. Así pues, cuando Nakamatsu se encuentra con Paco Mármol y le pide
información sobre la mejor manera de suicidarse sin sentir dolor, este le
recomienda, sin inmutarse, que se pegue un tiro en el témpano. Igualmente,
cuando el protagonista le pide a Masao Uchida
que le preste una pistola, este se da cuenta de sus intenciones y se la presta
sin cuestionamiento alguno. Una vez más, un amigo no presenta ninguna objeción
sobre el posible suicidio de Nakamatsu.
En un punto climático del argumento, Nakamatsu está
paseando por el Parque de la Exposición cuando ve una floración de cerezo, la
flor nacional de Japón. De repente, en una especie de falacia patética, la
belleza del escenario provoca otro deseo de muerte. Está experimentando lo que
en Japón se conoce como mono no aware
(literalmente, "el pathos de las cosas"), un sentido de fugacidad,
una nostalgia provocada por la contemplación de un objeto. Este fuerte
sentimiento de nostalgia lo causa su asombro al contemplar la armonía entre el
espíritu y la forma de la floración de cerezo. Su sensibilidad hacia la belleza
suprema provocó tales sentimientos de tristeza y angustia que lo llevaron a una
pulsión de muerte. Se encuentra una escena paralela al final del capítulo ocho,
donde Nakamatsu, ahora un vagabundo deteriorado mental y físicamente, que ha
visto, inesperadamente, su identidad sexual transformada (quizás de nuevo con
conexión con la homosexualidad de Martín Adán), tiene otro despertar (la
"iluminación" que aparece en el título de la novela) al ver a un
adolescente atractivo y de piel oscura en el mercado del barrio de El Agustino:
"El adolescente apetecido, codiciado, mil veces soñado, infinitamente
presentido en sueños" (107). Más adelante, grita, se quita la ropa, se
pone de rodillas y susurra dos veces: "La belleza existe" (107). Esta
escena se hace eco de la misma experiencia de mono no aware, que en algunos casos, tal y como este, puede también
producir felicidad y euforia. Aunque al principio no se explica la razón por la
que el protagonista siente este tipo de sublimación, la escena revela una
identificación de la belleza con una liberación similar a la del arte como
antídoto contra la angustia existencial, según lo proponían los filósofos
existencialistas franceses. Después, se nos informa de que Nakamatsu ha
experimentado "la visión de la naturaleza esencial" (107), es decir, kenshō, un
término del budismo zen para una experiencia iluminativa en la que uno ve su
propia naturaleza o el verdadero yo.[9] En una
súbita sensación de conciencia adquirida por medio de la meditación, el dolor
purificador y el control constante de su propia respiración (a veces ayudado
por monótonos movimientos al hacer ganchillo), por fin logra entender la no
dualidad de su cuerpo y su mente. El protagonista ha logrado ver la naturaleza
pura, esencial de su mente como un vacío iluminador, una condición que se
considera esencial para alcanzar el nirvana o la condición de Buddha.
La belleza del muchacho criollo también abre la
puerta de la asociación del protagonista con su tierra natal (es decir, con su
propia peruanidad). Por fin, Nakamatsu se ha encontrado a sí mismo, así como su
lugar en el mundo, que se puede entender bien como una manera genuina de ser
nisei en Perú, o como una alternativa a ser peruano. Antes de este momento
iluminativo, rechaza todo lo peruano, con la excepción de su admirado poeta
Martín Adán; en cambio, ahora consigue por fin aceptar su país tal y como es,
con todas sus virtudes y defectos. En consecuencia, Nakamatsu logra aceptarse a
sí mismo. La admiración de la intensa belleza del sakura (floración de cerezo)
y del muchacho criollo le demuestran que vive en un tercer espacio entre las
realidades peruana y japonesa: él es nipoperuano, una nueva entidad híbrida. Ahora
puede reconciliar ambos mundos, pero, lo que es aún más importante, se da
cuenta de que es, primero y ante todo, un ser humano. Esto es precisamente lo
que le ha revelado la "iluminación" que aparece en el título de la
novela. El Kenshō y el satori lo han salvado de sus sentimientos de orfandad. Ahora,
identificarse con cualquiera de las dos culturas ya no es importante. Aunque
acaba siendo internado en un sanatorio (al igual que su ídolo, Martín Adán),
una vez que los terribles pensamientos que lo perseguían como una plaga abandonan
su conciencia, Nakamatsu puede por fin llevar una vida normal hasta que llega
el momento de su muerte en un estado de paz spiritual y habiendo recobrado por
fin su salud mental, dos meses después de salir del hospital: "todas las
dualidades, las contradicciones se resolvían, se unificaban" (110). En
consonancia con la idea japonesa del mono
no aware, el protagonista acepta, con resignación melancólica, su pasado,
así como la persona en que se ha convertido. Con ello, consigue cerrar para
siempre el ciclo de su angustia mental. La locura, después de todo, ha
funcionado como herramienta de autoexploración cultural que lo lleva a la
anagnórisis: al final, el protagonista lleva a cabo un descubrimiento clave que
le proporciona una repentina conciencia de su propia relación con la sociedad supuestamente
antagónica en que vive. Esta autorrevelación le salva la vida y le hace
recobrar la razón. Higa explora preocupaciones similares en otra de sus obras,
esta vez desde un enfoque testimonial.
Japón no da dos oportunidades: El Perūjin contra el Ponja
Un texto que complementa La iluminación es el testimonio Japón
no da dos oportunidades (1994),
en el que Higa describe un doloroso proceso personal de desetnificación. En
esta obra autobiográfica de no ficción, el autor recuerda su experiencia como dekasegui (trabajador temporal) en
Japón, adonde se mudó con la esperanza de escapar de la crisis económica
peruana, para "satisfacer la vanidad derrotada" (107) y para
encontrar su verdadera identidad: "reencontrarme con mi pasado natural,
aquella historia cargada de fantasmas íntimos, que las circunstancias
abruptamente cortaron, al decidir mis padres afincarse en el Perú"
(108). Así pues, Higa confiesa haber
tenido motivaciones tanto personales como económicas para mudarse a la tierra
de sus ancestros. Una vez allí, sin embargo, se dio cuenta, después de ser
maltratado y humillado durante su experiencia laboral en cuatro fábricas
diferentes, de que no era japonés sino peruano: "Una buena tarde Vicente
me acompañó a la estación, nos despedimos en el abrazo, me explicó su ambición
de hacer empresa en Ota, sonreí melancólico, imaginé una mariposa cruzando mi
ventana, estiré la mano, no la pude atrapar, la felicidad apenas dura, es como
Japón, nunca da dos oportunidades…" (255). La mariposa de la cita simboliza
la felicidad que el autor no logró encontrar en un país en el que era
considerado no solo un extranjero, sino también un menor en términos legales.
Al final, las barreras culturales y lingüísticas se hicieron infranqueables; lo
único que encontró en el país de sus padres fue la soledad. Al igual que él,
los otros dekasegui que menciona en la novela se dan cuenta tristemente de que
si bien en Perú los nipoperuanos no son considerados peruanos, en Japón se los
maltrata por ser extranjeros: "Somos los fronterizos, los que estamos en el limbo" (59),
explica otro dekasegui llamado Carlos
Maehira. Higa y sus compañeros de trabajo nipoperuanos se
convirtieron en una "Frontera viva" (Japón no da 12).
Las descripciones que hace Higa de los japoneses que conoció y de las
compañías que lo contrataron son, en su mayoría, negativas. En particular, ni
él ni sus compañeros de trabajo latinoamericanos son capaces de identificarse
con la disciplina y el comportamiento de su empleador, que los hace sentirse
como robots. El idioma, la religión, los gustos culinarios, el sentido del
humor, el individualismo, la orientación familiar y la camaradería de los dekaseguis
peruanos les hace sentirse fuera de lugar en Japón: "Nos considerábamos
productos naturales del Perú, con alguna diferencia de matiz y un particular
colorido" (20). Asimismo, sus compañeros de trabajo japoneses no pueden
comprender el comportamiento festivo y locuaz de los nikkei latinoamericanos.
El autor también condena la xenofobia rampante de la sociedad japonesa. Puesto
que a los japoneses, según el libro de Higa, no les caen bien los dekasegui
latinoamericanos ni confían en ellos, las compañías japonesas no proveen
seguros y, como indica Higa, roban dinero de los trabajadores extranjeros en
cuanto tienen la oportunidad: "Según el che Carlitos desde abril o mayo,
la 'Shin Nihon' reclutaba gente del Perú como si fueran chanchos, bajo la
modalidad de pasaje a crédito. Todo el negocio consistía en enganchar incautos,
los hacían trabajar de tres a cinco meses, explotándolos al máximo a través de
descuentos, multas, cobros indebidos, etc." (Japón no da 92).[10] Tal y como ocurrió en el siglo XIX en
Perú, cuando llegaron por primera vez los culíes chinos, las compañías
japonesas de reclutamiento contrataron como intermediarios a compatriotas de
los reclutados. Estos intermediarios colaboraron voluntariamente en su
explotación: "Su estilo consistía en enganchar braceros, y para ello tenían
cómplices en Lima, naturalmente peruanos de ascendencia japonesa capaces de
vender a sus paisanos so pretexto de brindar ayuda" (93). Este pasaje
recuerda a las descripciones de la llegada de los primeros culíes chinos a los
países del Caribe y Latinoamérica. Ahora, sin embargo, los trabajadores
asiáticos "vuelven a casa" como si fueran nuevos culíes.
En Japón, las brechas culturales entre los peruanos nisei y sansei (es
decir, de segunda y tercera generación) son aún más obvias que en Perú. Los
jóvenes sansei, que se expresan de manera más franca, se ven a sí mismos como
verdaderos extranjeros en Japón, pero aspiran a quedarse una temporada larga. En
contraste, los nisei, de cuarenta años o más, se sienten como si vivieran entre
dos mundos y tratan de imitar el comportamiento local. La mayoría de ellos, sin
embargo, tienen familia en Perú y no se pueden permitir el lujo de quedarse en
Japón mucho tiempo. Higa, por su parte, se pregunta qué tiene en común con
otros nikkei de Brasil y Argentina. Para enfatizar sus diferencias, describe el
comportamiento estereotípicamente argentino, "porteño y compadrito",
del dekasegui Carlitos, a un nikkei que trabaja para la misma compañía.
Al igual que en La iluminación,
en donde el protagonista se queja de la discriminación contra los nipoperuanos
a la vez que se refiere a los indígenas peruanos con términos peyorativos, en Japón no da los nikkei que se resienten
del prejuicio de los japoneses contra ellos ridiculizan a sus compatriotas
indígenas indocumentados que emigraron a Japón fingiendo ser de descendencia
japonesa:
[Agena] identificaba a los
"nikkei" chichas a golpe de la siguiente inspección: "Tienen
cara de verduleros o pinta de zambos de barracón, gente sin rumbo, acostumbrada
a caminar sin camisa por la calle. . . . No respetan las costumbres, ni les
interesa adaptarse, quieren imponer la ley del más vivo. Ahora los japoneses
nos van a odiar más por culpa de los chichas, nos pueden regresar a todos,
legales o ilegales". (153)
Lo que es aún más interesante, Ikeda, un sansei
irreverente de treinta años que detesta a sus jefes japoneses, repite un
insulto que seguramente le habrían dicho a él en Perú: "¡Mueran los
ponjas, hijos de la gran flauta!" [11] En este
contexto, Takeyuki Tsuda ha estudiado la crítica étnica de los
dekaseguis brasileños contra los japoneses: "Although these
'Japan-bashing' sessions are often wide-ranging and sometimes involve negative
commentary on various aspects of Japanese society, they are frequently based on
critical assessments of the manner in which Japanese Brazilians are treated in
Japan" (147). Este rechazo de los japoneses en Japón no da (y que se observa igualmente
en otros testimonios) no es solo una manera de desahogarse y aliviar su
frustración, sino que también funciona indirectamente (al igual que para los
escritores nikkei) para afirmar su esencial peruanidad: son peruanos legítimos
precisamente porque no les caen bien los japoneses de Japón.
La
estancia de dieciocho meses de Higa en Japón terminó cuando se dio cuenta de
que ya no podía soportar el ruido que hacía una mujer nipoperuana, "Flor
sin retoño", por la noche supuestamente para no dejarle dormir. Una noche,
incapaz de soportar el insomnio, se golpeó repetidamente la cabeza contra la
pared, gritando. La situación empeoró cuando un compatriota indígena, "el
chicha Marcelo," le contó el extraño episodio a todo el mundo en la fábrica.
A raíz de este incidente, cuenta Higa en su testimonio, todo el mundo pensó que
Higa se había vuelto loco. Después de estas experiencias traumáticas y
decepcionantes, su conexión emocional con Japón quedó debilitada para siempre. Pero,
en consonancia con La iluminación,
más que encontrar su verdadera condición de latinoamericano, allí aprendió a
verse a sí mismo meramente como un ser humano, independientemente de las
fronteras nacionales: "podemos agregar que en el plano de la conciencia,
el sentido del mundo se ha ampliado para el grueso de la población 'Nikkei,'
puesto que emergiendo del ámbito local, hemos reconocido nuestra dimensión
universal como seres humanos, al margen de los nacionalismos baratos" (Japón no da 13). En La
iluminación, Nakamatsu llega exactamente a la misma conclusión, de ahí el
título del libro: "a Katzuo le bastaba el hecho incontrastable de la
existencia, no el nacionalismo o la intrusión de las costumbres, el dato seguro
era que vivía, el resto lindaba con la metafísica" (La iluminación 40).
Con estas dos obras, La iluminación y Japón no da,
Higa mantiene que los nipoperuanos no son una proyección de Japón en Perú.
Aunque todavía sobreviven algunos lazos, la continuidad con la tierra ancestral
de sus antepasados ha quedado interrumpida: los nipoperuanos han creado una
nueva cultura híbrida, que es una parte inextricable de la cultural peruana
mayoritaria. Su ensayo "Dos visiones sobre los Nisei: Watanabe y
Matayoshi" (2009) revela las tensiones y contradicciones que surgen al
aceptar la peruanidad al mismo tiempo que se adopta un programa cultural
"defensivo": "existe entre los nikkei en general un instinto de
conservación cultural y racial, lo que se llama en antropología la resistencia
cultural. . . . No podemos renegar de lo que aprendimos en el hogar.
Asumamos nuestra peruanidad desde la cultura japonesa a la defensiva, es
nuestra mejor opción" (n.p.). Ambas obras, La iluminación y Japón no da,
se pueden concebir también como una velada disculpa por supuestamente haber
dado la espalda a Perú durante su experimento dekasegui. O se pueden leer como el
reclamo un espacio en el proyecto nacional peruano por parte de un nipoperuano
que, habiendo cambiando alianzas de Perú a Japón, vuelve de nuevo a Perú tras
la decepcionante experiencia dekasegui. Higa, de alguna manera, confiesa en Japón no da que se sintió plenamente
peruano mientras vivía en Japón. Así pues, el concepto de etnicidad queda
matizado—si no determinado—por las circunstancias situacionales. Según señala Jeffrey Lesser en el caso
de los nipobrasileños, "Nikkei does not mean the same thing in Japan as it
does in Brazil; it does not mean the same thing in the factory as it does in
the bank; and it does not mean the same thing for an immigrant to Brazil as it
does for her/his grandchild" ("Introduction" 2-3). Quizás
aún más interesante es el hecho de que la experiencia transnacional lleve al
patriotismo. El caso
individual de Higa puede colocarse en el contexto de la identidad grupal nikkei,
que, como indica Ropp, "emerged out of the contradictions of the encounter
that took place in Japan between the imagined shared ancestry and the 'economic
miracle' and the real demands of subcontractors and assembly lines; and in the
encounter in Peru between a 'revalorized' Japanese heritage and the actual
creolization and Peruvianization of the post-Nisei generation" (121).
La iluminación y Japón no da, por tanto, demuestran que
los procesos transnacionales de ciudadanía flexible no siempre lleva a
resultados emancipatorios, contrahegemónicos y subversivos. Si bien Seiichi
Higashide, en su testimonio Adiós to
Tears: The Memoirs of a Japanese-Peruvian Internee in U.S. Concentration Camps, que publicó inicialmente en japonés en 1981
con el título de Namida no Adiósu: Nikkei Peru imin, Beikoku kyosei shuyo
no ki,
demostró las terribles consecuencias de su aventura transnacional (al emigrar a
Perú evitó el desempleo y el servicio militar obligatorio en Japón, pero acabó
siendo deportado a un campo de concentración en Tejas), tanto Higa en su
testimonio como su personaje ficticio en la novela se hacen eco de las
limitaciones y vicisitudes adversas que a menudo padecen las comunidades
transnacionales: la desorientación y el desarraigo causados por las
dislocaciones de la migración transnacional puede producir también desórdenes
psicológicos. Tsuda ha
estudiado los desórdenes mentales entre los dekasegui brasileños en Japón: "2 to 3 percent of them suffer from
psychological problems, which is notably higher than the rate of mental illness
among the general Nikkeijin population in Brazil. Such individuals usually show
minor psychological symptoms such as mild neurosis, persecutory delusions,
slight paranoia, auditory hallucinations, anorexia, and insomnia" (135). En este
contexto, durante su experiencia dekasegui en Japón, el desclasado Augusto Higa
pierde su sentido del lugar y se siente despojado de sus derechos. Además de sufrir
ansiedad e insomnio porque una nipoperuana no le deja dormir, se da cuenta de que la patria étnica
de sus sueños no es su verdadera patria, al ver que los dekasegui
latinoamericanos son rechazados socialmente como gaijin (extranjeros). Al final, tiene que reconsiderar sus alianzas
nacionales y acaba por definirse a sí mismo como plenamente peruano y
latinoamericano. Y quizás reflejando los sentimientos autobiográficos de su
autor, el protagonista de La iluminación,
Nakamatsu, sufre los efectos profundamente alienantes de la liminalidad y el
desapego social. La ausencia de una patria identificable lleva al personaje a
una búsqueda infructuosa de una fuente de pertenencia social, a sufrir
alucinaciones y paranoia, e incluso a considerar el suicidio.
Bibliografía
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Augusto. La casa de Albaceleste.
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---. Final del porvenir. Lima: San Marcos,
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---. La
iluminación de Katzuo Nakamatsu.
Lima: San Marcos, 2008. Impreso.
---. "La
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---. Japón no da dos oportunidades. Lima: Generación 94, 1994. Impreso.
Higashide, Seiichi. Adiós to
Tears: The Memoirs of a Japanese-Peruvian Internee in U.S.
Concentration
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Washington Press, 2000. Impreso.
---. Namida no Adiósu: Nikkei Peru imin,
Beikoku kyosei shuyo no ki. Tokyo: Sairyusha,
1981. Impreso.
Lesser, Jeffrey. A
Discontented Diaspora: Japanese Brazilians and the Meanings of
Ethnic Militancy,
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Impreso.
López-Calvo, Ignacio. The Affinity of the Eye: Writing
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Ropp, Steven Masami. Japanese
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Transnational
Imaginaries and Alternative Hegemonies. Disertación
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Tsuda, Takeyuki (Gaku). "Homeland-less Abroad:
Transnational Liminality, Social
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Searching
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Brazilians and
Transnationalism. Ed. Jeffrey Lesser.
Durham y Londres: Duke
University Press, 2003. 121-61. Impreso.
Notas
[1] La
versión original en inglés de este ensayo apareció publicada en el tercer
capítulo de mi libro The Affinity of the Eye: Writing Nikkei in Peru.
[2] Martín Adán era el pseudónimo de Rafael de la Fuente Benavides (Lima,
1908-1985), un poeta vanguardista conocido por su poesía hermética y
metafísica.
[3] Esta
frase coincide con el título de una novela de Zoé Valdés publicada en 2004 y
aparece también en la página 110 del libro de Higa Final del porvenir.
[4] El ekeko o equeco
es una deidad sonriente de la fertilidad, la felicidad y la abundancia de
origen a airmara o colla, a la que todavía se rinde culto con ofrecimientos de
cigarrillos y licor en el altiplano andino, sobre todo durante el solsticio de
verano. Los chullos son gorros
tradicionales andinos para varones.
[5] Muliza es un tipo de melodía peruana, que se canta típicamente en las
minas de oro y plata de Cerro de Pasco.
[6] En el último capítulo de La utopía
arcaica, Mario Vargas Llosa usa también este término peyorativo para
describir lo que considera un "Perú informal" o "cultura chica", enfatizando la desindigenización,
confusión y falta de armonía que produce el proceso de hibridación.
[7] En Perú, máchica
es una harina de maíz tostado con azúcar y canela.
[8] El término "pacharaco" también puede tener una connotación
sexual ("pacharaca" significa "prostituta" y viene del
término quechua para vagina) y se puede referir también a un hombre perezoso
que quiere que su esposa lo mantenga económicamente.
[9] Si bien
Higa usa kenshō y satori indistintamente como sinónimos, se supone que una
revelación kenshō es una breve y clara Mirada a la verdadera naturaleza de la
existencia, mientras que el satori se considera una experiencia spiritual larga
y duradera.
[10] En Cuba también se llamaba zhuzai
(cerditos) a los culíes.
[11] Aquí
"flauta" es un eufemismo para evitar el uso de la palabra
"puta".
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