viernes, 21 de septiembre de 2018

Del orientalismo a la orientalización: la representación literaria de japoneses y nipoperuanos como caso de estudio



Ignacio López-Calvo
University of California, Merced


Introducción

La representación literaria de la imagen de los japoneses y nipoperuanos encuentra un caso de estudio paradigmático en la obra del escritor peruano Mario Vargas Llosa (1936-). Mario Vargas Llosa (1936-) ha expresado con elocuencia su admiración por Japón, y en especial por su economía, en El pez en el agua (1993). En la sección XII de estas memorias, recuerda cómo antes de la campaña presidencial, hizo un viaje por cuatro países que consideraba los modelos perfectos para Perú: Japón, Taiwán, Corea del Sur y Singapur. De los cuatro, explica, Japón es el mejor ejemplo de un país que logró resurgir de sus cenizas para acabar compitiendo con las economías más poderosas en los mercados internacionales. No obstante, la imagen de los japoneses ha sufrido una interesante evolución en sus novelas, desde el personaje de Fushía, el despiadado protagonista de La casa verde(1965) que, de alguna manera, acaba redimiéndose al final de la novela, al victimizado Señor Osaka de Historia de Mayta(1984), seguido por el sumamente negativo e irredimible Fukuda en Travesuras de la niña mala(2006). A fin de explorar dicha evolución, en este capítulo me centraré en el análisis de las obras de Vargas Llosa en las que aparecen personajes japoneses, nipoperuanos y nipobrasileños, con el objetivo último de exponer lo que considero un giro del antiorientalismo a la orientalización en la representación literaria de sus personajes.

1. La casa verde
Uno de los personajes asiáticos más memorables de la literatura peruana y latinoamericana es Fushía, el protagonista nisei que nace en Brasil y luego se peruaniza en La casa verde, la segunda novela del Vargas Llosa.Si bien Fushía es solamente uno de los tres protagonistas de La casa verde, junto con Anselmo y Bonifacio, Luys A. Díez lo ve como la piedra angular de la narrativa: “In this intravenous mesh of meandering narratives, Tushía’s story should be viewed as the main artery where all the others (Jum, Bonifacia, Lalita, Nieves, Lituma) converge at a certain moment to veer away again toward new unhappy junctions” (43). A lo largo de la obra, otros personajes lo conciben como japonés y se refieren a él como “El japonés” o “Japonesito.” Sin embargo, al principio él se considera brasileño y más tarde, de manera pesimista, un apátrida: “—Ni brasileño ni peruano—dijo Fushía—. Una pobre mierda, viejo, una basura, eso es lo que soy ahora” (41). Curiosamente, su identificación más intensa con una “patria” se da con la isla de un río amazónico en la que vive algún tiempo: “—Voy a extrañarla más que a Campo Grande, más que a Iquitos—dijo Fushía—. Me parece que la isla es al única patria que he tenido” (446). Es posible que los buenos recuerdos que tiene Fushía de aquel lugar estén ligados al hecho de que ese fue el único lugar donde logró ocupar la posición de autoridad más alta en la estructura de poder. Asimismo, aunque había logrado asimilarse a otras costumbres y lenguas en el pasado, sólo los shuar(como los huambisas y los aguarunas) lo aceptaron siempre sin reservas sobre su etnia. Además, se identifica plenamente con el espíritu indomable de los huambisas, de quienes se hizo amigo gracias al intercambio de aguardiente y otros productos.

En las conversaciones que tiene con su viejo amigo Aquilino, Fushía recuerda
amargamente cómo se le trataba como un forastero o extranjero incluso en su propia patria
brasileña. Así, se mofa de la reacción de los periódicos locales, que recurrían a estereotipos
asiáticos para explicar su violencia injustificada contra los guardas cuando escapó de la
prisión en Campo Grande, su ciudad natal: “En los periódicos decían crueldad de japonés,
Aquilino, venganza de oriental. Me daba risa, yo no había salido nunca de Campo Verde y
era más brasileño que cualquiera” (40). Unas páginas más tarde, la misma correlación
esencialista entre el sadismo asiático resurge en una conversación entre Julio Reátegui y
don Fabio Cuesta, el gobernador de Santa María de Nieva, cuerdo recuerdan cómo mató a
un gato en Iquitos: “Y también cosa de asiáticos, don Julio, tenían unas costumbres más
canallas, nadie podía saber y él había averiguado y, por ejemplo, los chinos de Iquitos
criaban gatos en jaulas, los engordaban con leche y después los metían a la olla y se los
comían, señor Reátegui” (66). Del mismo modo, la madre de Lalita, a lo largo de una conversación con el doctor Portillo, el abogado de Reátegui, primero elogia el
temperamento de Fushía, “—Parecía muy decente y muy elegante a pesar de su raza” (89),
y luego se pregunta si los rumores de que era un espía del imperio japonés son ciertos. En
contraste, su amigo Aquilino ignora los factores raciales y establece su “pertenencia” a un
nivel lingü.stico, arguyendo que el hablar castellano con soltura ya lo hace un verdadero
peruano: “—Ahora eres un peruano, Fushía—dijo Aquilino—. Cuando te conocí en
Moyabamba, todavía podías ser brasileño, hablabas un poco raro. Pero ahora hablas como
los cristianos de acá” (41). Como indica Rebecca Tsurumi, el personaje nisei ha logrado
asimilarse completamente a las culturas criollas de Brasil y Perú, y no se identifica en
absoluto con la cultura japonesa:
Since it is his singular nature rather than his features that set him apart as an
individual, Fushía’s physical appearance is mostly left to the reader’s
imagination. It is his rebellious temperament that attracts attention because it
flies in the face of the traditional stereotype of the Japanese in Latin
America as a reticent, hard-working, respectful person who keeps a low
profile and maintains close ties with the Japanese community. (108)
La prosa fragmentada y experimental de la novela establece un contrapunto entre
varias líneas narrativas, sin seguir una secuencia cronológica y alternando entre el desierto
de Piura y dos lugares de la selva amazónica: Santa María de Nieva y la selva del Alto
Marañón. La historia de Fushía se narra normalmente en los segundos fragmentos de cada
subcapítulo. El hecho de que conozcamos al personaje por medio de sus propios recuerdos,
además de por la impresión que causa en otros, crea un aura de vaguedad en torno a su
persona que acaba por elevar más aún su estatura mítica, ya señalada por varios críticos. Y
como anota Raymond L. Williams, “El marco temporal en que aparece Fushía también lo
hace un personaje mítico, ya que el tiempo y el espacio en que se mueve son
indeterminados” (140). Vargas Llosa intensifica este aura mítico de Fushía por medio de
sus “diálogos telescópicos” (como los llama José Miguel Oviedo), que funcionan a dos
niveles temporales diferentes y quedan yuxtapuestos sin previo aviso. Otro factor que aviva
su leyenda es el hecho de que mucho de lo que dicen otros personajes de él parece ser mera
especulación. Este perspectivismo queda, además, matizado a medida que Fushía va
reconstruyendo su historia en el viaje fluvial, pues no sería extraño que estuviera
manipulando la información con su interpretación subjetiva. Como postula Sara Castro-
Klarén,
The life stories of Fushía, Lalita, Lituma, Bonifacia, Jum, inasmuch as they
are autobiographies, seem reduced to the status of fabrication or speculation.
No matter how much memory, fantasy, dreams, myth, magic, or even
history is woven together in the characters’ portrait, lives nevertheless,
appear dispersed and alienated from the very persons who live the
experience. In the end none of the takes is endowed with greater authority
than the others. A movable ambiguity is set in circulation throughout the
novel. (75)
Al igual que varias otras obras de Vargas Llosa, La casa verderepresenta una
crítica de la sociedad peruana. La victimización de los indígenas, y en particular de las
niñas y mujeres, a manos de los caucheros, el clero y los soldados es una sinécdoque de la
barbarie, el atraso y la injusticia a nivel nacional. En este contexto, Efraín Kristal mantiene:
“One of the main themes in The Green Houseis the wretchedness of human beings who
live on the margins of civilization” (43). Cabe anotar que Vargas Llosa escribe la novela en
el París de los años sesenta (cabe mencionar aquí que el protagonista de Travesuras de la
niña mala, quizás reflejando la perspectiva del autor, considera París la ciudad de sus
sueños y una especie de antítesis de su Perú natal) y se enfoca en la omnipresencia de la
barbarie y la degeneración en la Amazonía peruana, que queda personificada en Fushía.
Junto con el gobierno local, los soldados y las monjas, Fushía es uno de los principales
victimizadores de las tribus amazónicas. En su “Crónica de un viaje a la selva,” Vargas
Llosa ya había condenado la corrupción en la selva peruana, así como la explotación
inhumana de sus aborígenes.
Más tarde, en su libro Historia secreta de una novela(1971), ofrece información
sobre el referente real de su protagonista. Durante su primer viaje a la región del Alto
Marañón en 1958, oyó hablar de un hombre de origen japonés llamado Tushía que,
haciendo caso omiso de los avisos que le daba la gente sobre la ferocidad de las tribus
huambisas, había subido el río Santiago. Vivía desde hacía varias décadas en una isla en
una región inaccesible cerca de la frontera con Ecuador, gobernando el lugar como si fuera
un verdadero señor feudal. Pronto se convirtió en una leyenda local, principalmente por su
harén de adolescentes huambisas y aguarunas capturadas por su ejército personal de
forajidos. El autor se sorprendió al ver cómo, en cada ciudad del Alto Marañón, la gente
daba información contradictoria y contaba rumores que agrandaban la leyenda de Tushía,
incluso añadiendo aventuras fantásticas al mito. Si bien todos coincidían en considerarlo un
demonio, añade Vargas Llosa, no podían disimular su admiración.

Según algunos, Tushía había llegado huyendo de la persecución contra los
japoneses en el Perú de la Segunda Guerra Mundial; otros, en cambio, aseguraban que
andaba por allí escapando al castigo por los crímenes que había cometido en Iquitos. El
ejército privado de Tushía, explica Vargas Llosa, era una mezcla de aguarunas y huambisas
expulsados de sus tribus, soldados que habían desertado de sus puestos fronterizos y otros
criollos aventureros. De vez en cuando, saqueaban los poblados aguarunas y huambisas,
robando el caucho y los cueros que luego vendían a comerciantes criollos. En la ciudad de
Chicais, una niña aguaruna de doce años que había conseguido escapar del harén de Tushía
le contó al autor, por medio de un intérprete, cómo el japonés había vivido tres décadas en
la isla de espaldas a las leyes peruanas. Años más tarde, durante el viaje de Vargas Llosa a
la selva en 1964, oyó en la ciudad de Nazaret el testimonio de uno de los pocos hombres
que habían conocido a Tushía en persona. Había visto en acción al aculturado nisei cuando
invadía un poblado indígena:
Era una ceremonia barroca y sensual, algo más complejo y artístico que un
simple pillaje. Ocupado el pueblo, vencida la resistencia de los indígenas,
Tushía se vestía de aguaruna, se pintaba la cara y el cuerpo con achiote y
rupiña como los nativos y presidía una gran fiesta en la que danzaba y se
emborrachaba con masto hasta caer inánime. Había aprendido aguaruna y
huambisa a la perfección y le gustaba danzar, cantar y embriagarse con
aquellos a quienes arrebataba el caucho y la mujer. (Historia 13)
Vargas Llosa leyó también una carta que había enviado el agonizante Tushía a la misión de
Santa María de Nieva antes de morir de viruela negra, en la que solicitaba la absolución y el
matrimonio con una indígena (a la que describía en detalle para evitar la confusión) por
correo. El texto, recuerda el autor, parecía lleno de remordimiento y estaba escrito con un
lenguaje prácticamente incomprensible (Historia 20).
Vargas Llosa explica, en Historia secreta de una novela, cómo transformó a Tushía
en el personaje ficticio de Fushía, un hombre cuya obsesión patológica con hacerse rico
(cuando era joven incluso se quedaba sin comer para poder ahorrar dinero y empezar un
negocio) y competir con el poderoso Reátegui lo había llevado a la ruina. Al igual que su
referente real, Fushía comete todo tipo de crímenes para apaciguar su incontrolable deseo,
pero acaba consumido por la enfermedad, la envidia y la soledad. Durante el largo viaje
fluvial de camino a la colonia de leprosos, Aquilino (quien actúa como la voz de su
conciencia) trata de tranquilizar al rabioso Fushía por medio de preguntas que recuerdan a
una confesión católica. Para animarlo, Aquilino lo intenta distraer varias veces hablando de
los peces voladores que siguen la embarcación, pero Fushía no para de hablar
obsesivamente de su enfermedad y de lo que él considera traición y falta de lealtad por
parte de su ex concubina Lalita. Ante una muerte inminente, el protagonista nisei se ve
forzado a viajar en el espacio y en el tiempo: recuerda su pasado y reflexiona sobre la
futilidad de su vida. Al final, llega a la triste conclusión de que todos los esfuerzos (o
sacrificios, como los llama él) han sido en vano y reconoce que casi todos los que lo
conocen lo odian. Esta evolución psicológica termina con un Fushía que se pregunta
nostálgicamente si alguien lo recordará todavía en su ciudad natal de Campo Grande. Ha
recuperado, por fin, su humanidad al reconocer tanto su propia mortalidad como su
necesidad de amor y compañía.
Inspirado por doble partida en una mezcla de los recuerdos que tenía el autor de las
aventuras de Lucho, uno de sus tíos bolivianos, y en las memorias de una escala de dos días
que hizo en Campo Grande en 1958, las aventuras juveniles de Fushía como bandido y
contrabandista de caucho tienen lugar en el estado brasileño de Matto Grosso durante los
últimos días del boom del caucho (Historia 67). Los hitos principales de su progresivo
declive moral coinciden con varias traiciones de las que fue víctima. Primero, asegura que
fue encarcelado injustamente en los años veinte cuando el dueño turcode una tienda en la
que trabajaba lo acusó injustamente de robar dinero. Según recuerda, logró escaparse de la
cárcel brasileña con la ayuda de dos reclusos a los que luego traicionó. Después de un
tiempo, aprendió en Iquitos todos los trucos del contrabando de caucho cuando trabajaba
como contable para Julio Reátegui. Pero cuando las autoridades descubren las ventas
ilegales de caucho a gente que comerciaba con los países del Eje, Reátegui recurre a sus
contactos y al final acusa a Fushía de ser el cerebro de la operación. Tras esta segunda
traición, Fushía se va a vivir con su concubina blanca, Lalita, a una isla del río Santiago,
ubicada en la selva amazónica cerca de Ecuador. Allí, lleno de resentimiento y cinismo, el
protagonista crea su propio feudo y se convierte en una especie de caudillo con la
colaboración de renegados huambisas. Juntos, atacan poblados aguarunas y roban su
caucho, sus mujeres y sus niñas. Al final, Fushía enferma de lo que parece ser lepra, una
enfermedad casi anacrónica (como la viruela negra de su referente en la realidad, Tushía)
que muestra el atraso y la barbarie que gobiernan la vida más allá de los límites de la
civilización occidental.5
Tanto Lalita como Aquilino, su colaborador, usan la palabra “demonio” para
describir a Fushía. Aunque Aquilino critica constantemente la tendencia de Fushía a
escoger negocios sucios y peligrosos, éste se justifica arguyendo que todos los negocios son
sucios y señalando lo injustamente que ha sido siempre tratado por el sistema judicial. El
protagonista nisei mantiene, además, que no tuvo más remedio que ganarse la vida de esa
manera porque, a diferencia de otros, siempre lo había buscado la policía. Igualmente, no
muestra el menor arrepentimiento por haberle robado a Reátegui, pues, como explica, éste
había usado ese mismo método para enriquecerse. Su inclinación al mal, que, según él,
nació durante su encarcelamiento en Brasil, se enfatiza por medio de varias escenas de
violencia injustificada y por su absoluta falta de respeto a las mujeres y, en especial, a las
indígenas amazónicas. Así pues, cuando Aquilino trata de animarlo recordándole todas las
mujeres que ha tenido en su vida, Fushía muestra abiertamente su racismo: “–Chunchas,
Aquilino, aguarunas, achuales, zarpas, pura basura, hombre” (193). Este tipo de reacción
podría explicar el lugar tan especial que Lalita ocupa en su corazón: es la única de sus
concubinas que es blanca. De hecho, Aquilino parece compartir su punto de vista, si
tenemos en cuenta el comentario que hace tras recordar cómo, de joven, sus amigos y él
solían violar a las esposas de los quechuas lamistas sin importarles su edad ni su apariencia
física: “Pero nunca puede ser lo mismo con una chuncha que con una cristiana” (219).
La naturaleza agresiva de Fushía llega al paroxismo cuando se embriaga y empieza
a pensar en su impotencia sexual, hasta el punto de que, en una ocasión, sus hombres
tuvieron que atarlo para evitar que prendiera fuego a las cabañas de unos huambisas.
Además de ser despiadado con la gente, también es cruel con los animales. Dos personajes,
Julio Reátegui y don Fabio, describen cómo mató a un gato blanco llamado simbólicamente
Jesucristo, que parecía tenerle mucho afecto al nisei. Aunque Fushía asegura que el animal
se había orinado en su cama varias veces, don Fabio describe la acción como “La maldad
por la maldad” (66).
Su extremo machismo y su relación de amor y odio con Lalita también lo revelan
como un hombre insensible y cruel. Fushía nunca cumple su promesa de casarse con ella y
de llevarla a Ecuador. En su lugar, destruye la lancha que los lleva hasta la isla y, sin
consultar con Lalita, decide que se van a quedar allí con los huambisas. Asimismo, a
menudo amenaza a Lalita con matarle o regalarla a los huambisas, y la humilla
recordándole que ha perdido varios dientes, que tiene problemas cutáneos y que se está
haciendo vieja. Cuando Lalita se queja de que lleve jóvenes amazónicas a vivir a su casa
como sirvientes y concubinas, Fushía la ignora. Lalita llega a ponerse tan celosa que
incluso trata de matar a una niña shapra de doce años de la que Fushía se había enamorado.
Cuando Fushía se da cuenta de que tiene un revólver en la mano, la golpea brutalmente y la
deja inconsciente. Más tarde, cuando Lalita está dando a luz, Fushía se muestra totalmente
desconectado; cuando la oye gritar de dolor, simplemente le pide que deje de gritar y le
pide que aprenda de las huambisas: “Y Fushía aprende de las huambisas que se van al
monte solas y regresan cuando ya han parido” (325). Una vez que ve a su hijo, no muestra
la menor emoción; tan sólo le pregunta a Aquilino si está vivo y luego decide celebrar su
paternidad bebiendo aguardiente. Hacia el final de la novela, compensa su impotencia
sexual (otra consecuencia de la lepra) comportándose de una manera aún más violenta con
Lalita. Por el mismo camino, cuando Aquilino le cuenta que Adrián Nieves la ha dejado
embarazada, desea que mueran tanto Lalita como su hijo. Fushía también confiesa que si
tuviera que vengarse de Nieves o de Lalita, elegiría a esta última.
A pesar de esta conducta, Fushía es un hombre culto e inteligente que se desenvuelve sin problemas en portugués, castellano y dos lenguas y culturas indígenas del
Perú. Prueba de su habilidad es que nada más llegar a Iquitos, sabe convencer a don Fabio
de que es un honrado hombre de negocios que planea abrir un aserradero para su negocio
maderero, aun cuando apenas puede comprender el castellano. Más tarde, es lo
suficientemente astuto como para aceptar a Jum en la isla—a pesar del rechazo de los
huambisas—porque sabe que es un buen contacto con los aguarunas y que su odio a los
criollos que lo torturaron podría llegar a ser útil. Al mismo tiempo, sus mal disimulados
celos (ni siquiera permite que Pantacha y los huambisas la miren) y su amor por Lalita (a
pesar de todos los insultos con los que refiere a ella) muestran su cara más humana.
Además, aunque la madre de Lalita lo acusa de haberse llevado a Lalita sin su permiso (otra
más de las traiciones de las que tanto se queja Fushía), en realidad Lalita confiesa en una
carta a su madre que se ha ido con él por su propia voluntad y que espera casarse pronto.
Fushía adjuntó doscientos soles en el sobre, que la madre de Lalita aceptó gustosamente
como compensación.
En sus conversaciones con Aquilino durante el viaje en lancha, se refiere a Lalita
frecuentemente como “esa puta” y la acusa—siempre siguiendo su manera idiosincrásica de
concebir la justicia—de ser una ingrata y de haberlo abandonado cuando estaba enfermo y a
punto de morir. No obstante, Fushía también admite que la lleva constantemente en sus
pensamientos y se queda triste y callado en su última conversación con Aquilino cuando
éste menciona su nombre. Si bien se pone de mal humor cuando piensa en ella, Fushía tiene
muy buenos recuerdos de su relación, especialmente cuando la conoció: se enamoró de ella
al verla tratar de cruzar la calle mientras llevaba agua. Fushía era por aquel entonces un
hombre refinado y pagó a un hombre para que la ayudara. Más tarde, mostró su lado más
romántico al llevarle regalos a su casa, tales como un canario para que la despertara con su
canto. La madre de Lalita, a la que Fushía considera una proxeneta, le cuenta al doctor
Portillo que cuando conoció al nisei, “—Parecía muy decente y elegante a pesar de su raza”
(89). Le explica también al doctor Portillo que por aquel entonces ella pensaba que sería
bueno para sus finanzas y para el futuro de su hija si ésta empezaba a trabajara en la oficina
de Fushía.
Cuando Aquilino le pregunta si estaba enamorado de Lalita por aquella época,
Fushía lo niega o le da respuestas ambiguas y toscas: “—La agarré virgencita—dijo
Fushía—, sin saber nada de nada de la vida. Se ponía a llorar y, si yo estaba de malas, le
daba un sopapo, y, si de buenas, le compraba caramelos. Era como tener una mujer y una
hija a la vez, Aquilino” (90). A pesar de todas las acusaciones, sed de venganza e insultos
que usa Fushía contra Lalita, Aquilino la defiende y asevera que era una buena mujer que
siempre lo apoyó y aguantó sus infidelidades y violencia doméstica, siguiéndolo en todas
sus aventuras por la selva. Aquilino le insiste a Fushía que él cree que ha de haber estado
enamorado cuando aceptó el enorme riesgo de llevarse a una jovencita a la selva, pero
Fushía responde ambiguamente que hizo un buen negocio con ella en esa zona. Como
inmediatamente después de estos comentarios, Vargas Llosa cambia a otro “diálogo
telescópico,” nunca llega a quedar claro si Fushía la prostituyó en la selva o si sólo tentaba
con su belleza a los hombres con los que hacía negocios para que cedieran más fácilmente: “—Selva adentro la Lalita valía su peso en oro—dijo Fushía—. ¿No te he dicho que era bonita entonces? A cualquiera lo tentaba.” . . . “—Hice un buen negocio con ella—dijo
Fushía—. ¿Nunca te contó esa puta? El perro de Reátegui no me lo habría perdonado
nunca, seguro. Fue mi venganza de él” (92). En cualquier caso, dado que antes de
convertirse en la amante de Fushía, Lalita había sido la concubina de Reátegui, la
afirmación de que lo hizo para vengarse de su antiguo jefe parece sugerir que, en efecto, la
prostituyó. En su última visita a la colonia de leprosos, Aquilino informa a Fushía de que el
hijo que tuvo con Lalita, Aquilino Jr., ya es un hombre, y que ya no tiene los ojos rasgados,
y por tanto no se le puede distinguir de los otros hijos de Lalita. Aun cuando Fushía no
muestra ningún interés por su hijo e incluso se pregunta si verdaderamente él es el padre, la
modificación de su fenotipo simboliza la pérdida total de influencia y poder sobre su
antigua concubina.
Al igual que el personaje del dictador dominicano Rafael Trujillo en otra de sus
novelas, La fiesta del chivo(2000), Fushía parece asociar su energía sexual a su poder de
manipular a la gente que lo rodea. Consecuentemente, una vez su deterioro físico culmina
en impotencia sexual, se vuelve depresivo y suicida. Durante el viaje fluvial, incluso llora
al recordar la frustración sexual que sentía en esa época. Por ende, sabe que tanto la policía,
como el ejército y varias tribus amazónicas no ven la hora de vengar sus afrentas. Como se
mencionó anteriormente, la soledad, nostalgia del hogar y la melancolía que lo rodean en
sus últimos días lo convierten en un personaje patético: ya no puede remar ni caminar, ha
perdido los dientes y grita constantemente, en vez de hablar. Aquel personaje orgulloso que
no conocía el miedo o que escondía su lepra de todo el mundo y se quedaba en silencio
durante el viaje, ahora no para de gritar y de saltar alrededor de Aquilino en cuclillas,
obligándolo a ver u oler sus heridas o a escuchar descripciones de ellas. Igualmente, el
bandido irreducible que secuestraba niñas y hostigaba a las tribus amazónicas ahora le
ruega humildemente a Aquilino que vaya a visitarlo, se pregunta si alguien lo recordará en
su pueblo natal y lamenta el que nadie vaya a llorar su muerte. Y de nuevo dando prueba de
su nivel de aculturación, le pide a Aquilino que cuando muera, lo envuelva en una manta y
lo cuelgue de un árbol, siguiendo la tradición huambisa. En sus últimos días, Fushía, ya con
parte de su cuerpo paralizado y produciendo un horrible olor que impide que la gente se
pueda acercar a él, cuenta ansiosamente los días desde la última visita de Aquilino,
marcando líneas en el suelo con los pocos dedos de los pies que le quedan, mientras los
otros enfermos se mofan de su impaciencia. Como apunta Efraín Kristal, 
Fushía hates society because of the injustice he has suffered. His hate is rooted in the indignation he feels for the abuse he endured as a child
and in his ensuing conviction that ‘justice’ is merely an instrument of exploitation. Fushía has no misgivings about his criminal schemes for making money (‘all business is dirty, old man’), and he has no qualms about the ruthlessness with which he treats other people” (54).
En efecto, si bien Fushía tiene algunos rasgos psicopáticos, también trata de justificar sus maldades quejándose de toda la injusticia que ha tenido que padecer en su vida. Sobre todo, sigue resentido por su injusto encarcelamiento en Campo Grande. En el marco de su particular noción de justicia, considera también injusto el hecho de que, después de todos sus esfuerzos para enriquecerse, haya acabado perseguido por la policía, enfermo, odiado, pobre y abandonado por casi todo el mundo. Envidioso del poder y el éxito económico de Reátegui, su modelo a imitar, se pregunta por qué Dios le ayudó a éste y no a él. Señala también que, en contraste con Reátegui, quien tuvo un padre acaudalado, él nunca pudo disponer del capital para empezar un nuevo negocio. Al final, Fushía tiene que aguantarse su envidia, como le confiesa a su amigo Aquilino: “Ah, ese perro de Reátegui, suertudo de mierda. Siempre le tuve una envidia, viejo” (65). En cualquier caso, a pesar de todas sus transgresiones, es de admirar su capacidad de recuperación y resistencia de cara a la adversidad, la traición y la injusticia.
Haciéndose eco de los sentimientos que su modelo en la vida real expresó en la
carta enviada a la misión, un aspecto de la personalidad de Fushía que, de alguna manera,
sirve de contrapeso a su carácter diabólico es el remordimiento que siente en sus últimos
días por las fechorías cometidas, aun cuando en otros segmentos encuentra justificaciones.
En sus conversaciones con Aquilino, por ejemplo, se arrepiente de haber traicionado a todo
el mundo, incluyendo a los huambisas, a Jum, el jefe aguaruna, y al drogadicto Pantacha
(un serrano de Cuzco que lo había cuidado desde que enfermó), al marcharse de la isla por
la noche y sin despedirse de nadie. Otro factor que contribuye a su humanización es lo
agradecido que se siente por toda la ayuda que le prestaron los huambisas6y especialmente Aquilino, quien nunca le robó nada y es el único amigo que le queda: “—Me ayudaste porque eres buena gente—dijo Fushía—. Lo mejor que he conocido, Aquilino. Si fuera rico te dejaría todo mi dinero, viejo” (164). Su autopercepción negativa y su debilitante incapacidad física en los últimos capítulos también suscitan la compasión del lector.
Hacia el final de la historia, es obvio que Vargas Llosa (como le pasó a Gabriel
García Márquez con su protagonista en El otoño del patriarca[1975]) siente compasión por el envejecido, deprimido y patético antihéroe que, de camino a la colonia de San Pablo,
le narra su propia historia a Aquilino. En Historia secreta de una novela, el autor confiesa
la compasión que empezó a sentir por él en este punto de la novela:
Recuerdo mucho que el momento en el que me conmoví más, mientras escribía el libro, fue cuando trabajaba ese episodio final en el que Fushía, ya un escombro humano, charla con el viejo Aquilino que ha venido a visitarlo después de mucho tiempo y, sin duda, por última vez. Nunca he sentido tanta ternura por un personaje como en este episodio. Alguna vez tuve que levantarme de la máquina, descompuesto por la emoción. Fushía es, además, uno de los pocos personajes que he visto en sueños. (18)
Por consiguiente, aunque a lo largo de la novela se le ha retratado como un ladrón,
violador, proxeneta y el principal causante de lo que podría haber sido un genocidio,el
triste y nostálgico rememorar del moribundo protagonista durante el viaje llega, de alguna
manera, a redimirlo. Incluso antes del viaje, se describe a Fushía como un personaje
decrépito: “Su voz, que carecía de convicción, se extinguió en una especie de aullido.
Aquilino se levantó de la hamaca, fue hacia él y Fushía se cubrió la cara: era un bultito
tímido y amorfo” (447). Después de que Aquilino lo deja en el asilo para leprosos
prometiéndole volver al año siguiente, se da a entender implícitamente que no se volverán a
ver, pues no parecen quedarle muchos días al protagonista: se ha convertido en un
“Montoncito de carne viva y sangrienta” (477). La lluvia y el progresivo alejamiento físico
de Aquilino difuminan su imagen hasta que llega a ser irreconocible. Michael Moody
indica que esto es un efecto extra al ya producido por su origen desconocido. A su juicio,
este tipo de final contribuye a la creación de una figura arquetípica: “The transition that
Fushía undergoes to a new state of being places his mode of existence outside the scope of
time and action. His story, framed in such a context, takes on the timeless quality of myth.
His voyage toward the dominion of death imparts to his life the special resonance and
expressiveness of a prototype” (19).

2. Historia de Mayta
Otra novela de Vargas Llosa que incluye a un personaje japonés es Historia de
Mayta(1984). En este texto el autor nos recuerda la cíclica victimización de lo asiáticos en
Perú cada vez que hay una revuelta social:
¿Se reproducirán en Lima los linchamientos y Matanzas de cuando entraron los chilenos en la guerra del Pacífico? . . . mientras los voluntarios peruanos se hacían despedazar resistiendo el ataque chileno en Chorrillos y Miraflores, el populacho de Lima asesinaba a los chinos de las bodegas, ahorcándolos, acuchillándolos y prendiéndolos fuego en la vía pública, acusándolos de ser cómplices del enemigo (227).
La minirrevolución descrita en la novela no victimiza a los tenderos chinos, como vimos en
la cita anterior, sino a un tragicómico sansei (japonés peruano de tercera generación)
llamado señor Onaka, cuya tienda atacan los revolucionarios nada menos que ocho veces.
Su desmoralización queda descrita por varios personajes: “La amargura tuerce su cara
amarilla” (271); “—Al regresar a mi trabajo, había un par de autos y reconocí en uno al
chino de la bodega, ese Onaka, ese carero—dice al señora Adriana Tello, viejecita arrugada
y menuda, de voz firme y manos nudosas—. Tenía tal cara que pensé se ha levantado con el
pie izquierdo o es un chino neurótico” (276). Para evitar nuevos ataques a su propiedad, se
hace taxista, pero ahora Vallejos, Mayta y los otros revolucionarios deciden usar su coche
para llevar a cabo la revolución socialista. Cuando Onaka sufre un accidente
automovilístico, los revolucionarios lo acusan de haberlo hecho a propósito y lo golpean,
abriéndole una ceja. Por si fuera poco, al final acaba siendo encarcelado con ellos.

Aunque los Osaka son de origen japonés, en Jauja todos llaman “Los Chinos,” lo
que no parece importarle mucho (como era el caso de Alberto Fujimori, que se llamaba a sí
mismo “El Chino” durante las elecciones presidenciales). Los comentarios sarcásticos de
Onaka sirven principalmente para mofarse de una revolución sin sentido que además ha
sido pésimamente planeada por unos pocos hombres que ni siquiera saben conducir un
coche: “La revolución socialista! ¿Qué? ¿Qué cosa? Creo que es la primera vez que oí la
palabrita. Ahí me enteré que cuatro viejos y siete josefinos habían escogido mi pobre Ford
para hacer una revolución socialista. ¡Ay, carajo!” (273-74). Por tanto, a pesar del tono
tragicómico, el señor Onaka es la voz de la razón en estos pasajes e incluso se percibe cierta
conmiseración por parte del narrador.

3. Travesuras de la niña mala
Pero, sin duda, el personaje japonés más negativo de Vargas Llosa es Fukuda, un
hombre sumamente malvado que vive en Tokio y aparece en Las travesuras de la niña
mala. En este caso, ni el narrador ni el autor conceden ningún tipo de conmiseración u
oportunidad de redención. La fecha tardía de publicación de esta obra me tienta (al igual
que ha tentado a otros críticos)a ver a este personaje como la catártica venganza ficcional
de su autor contra el primer presidente Nikkei del Perú, Alberto Fujimori (1938-; Presidente
1990-2000). Como es sabido, el partido de Fujimori, Cambio 90, venció al partido de
centro-derecha de Vargas Llosa, el Frente Democrático, en las elecciones presidenciales de
1990. Diecinueve años más tarde, el 7 de abril de 2009, Fujimori fue sentenciado a
veinticinco años de cárcel por corrupción y violaciones a los derechos humanos (asesinato,
secuestro y daños corporales). Curiosamente, el secretario de gobierno japonés que habló
por el gobierno japonés cuando éste se negó a arrestar a Fujimori, como exigía la Interpol,
se llamaba Yasuo Fukuda.9
El narrador de Las travesuras de la niña mala, un peruano expatriado que vive en
París, llevaba ya décadas obsesionado con “La Chilenita” Lily, a quien había conocido en
1950 (cuando él sólo tenía quince años) en el opulento barrio limeño de Miraflores. Un
nuevo encuentro muchos años después en París, en donde La Chilenita ha adoptado el
pseudónimo de Camarada Arlette, cambiará su vida. La historia de amor (si es que se puede
llamar así) entre Ricardo Somocurcio y la exótica chilena, quien en realidad es una peruana
de un barrio bajo, se expande cuatro décadas y por cinco países: Perú, Francia, Inglaterra,
Japón y España. La casi sádica protagonista, quien adopta varios nombres y personalidades
a lo largo de la narrativa (Lily “La Chilenita,” Camarada Arlette, Madame Robert
Arnoux,10 la mexicana Mrs. Richardson, Kuriko, Madame Ricardo Somocurcio y su verdadero nombre, Otilia), usa a Ricardo como amante en los intermedios entre (y durante)
sus romances y matrimonios con hombres ricos y poderosos de diferentes nacionalidades,
sólo para acabar deshaciéndose de él cuando ya no lo necesita. Uno de estos hombres es el
mencionado Fukuda, un contrabandista de afrodisíacos hechos con polvo de marfil de
elefante y rinoceronte, y de otras mercancías ilegales, que reside en Tokio. Si bien Fukuda
es un personaje secundario que apenas habla en la novela, sigue siendo memorable por su
naturaleza implacablemente malvada. Una vez que logra destruir la fuerte personalidad de
Kuriko, la usa para pasar mercancías ilegales de contrabando y manipula su cuerpo en
orgías sadomasoquistas, hasta el punto de causarle lesiones que al final acabarán con su
vida:
La azotaba con unos cordones que no dejan marcas. La prestaba a sus amigos y guardaespaldas, en medio de orgías, para verlos, porque era también un voyeur. Lo peor, quizás, lo que ha dejado una marca más fuerte en su memoria, eran los vientos. Lo excitaban mucho, por lo visto. La hacía beber unos polvos que la llenaban de gases. Era una de las fantasías con que se gratificaba ese excéntrico señor: tenerla desnuda, a cuatro patas, como un perro, soltando vientos. (265)
Como le explican los médicos a Ricardo, “No fue una simple violación, sino, para que lo
entienda, una verdadera masacre” (236). Incluso después de que Kuriko reúne la fuerza
para dejar a Fukuda, se pasa el resto de su vida temiendo la venga de éste. Aun así, se
inventa una historia de encarcelamiento en África probablemente para exculpar a Fukuda.
En resumidas cuentas, el deterioro físico y mental que padece Kuriko como resultado del
sistemático abuso sexual y psicológico, junto con la apariencia prácticamente inhumana del
japonés (un “enano, ese aborto de hombre” [189], según Ricardo), dan a este personaje una
imagen irredimible que quizás perjudica su verosimilitud.
El primer personaje que describe a Fukuda de manera negativa es Salomón “El
Trujimán” Toledano: “un ‘ente’ que tenía mala fama y peor aspecto, alguien al que bastaba
ver para sentir escalofríos y decirse: ‘A este sujeto no quisiera tenerlo yo como enemigo’”
(164-65). A su vez, la amante de Ricardo, a la que se conoce como Kuriko en Japón,
primero describe al siniestro hombre de negocios japonés como alguien sumamente celoso
y luego como su “vicio” o su “enfermedad.” Después de oír estas descripciones, Ricardo
especula que debe de ser uno de los jefes de la Yakuza, la mafia japonesa: “La niña mala ya
se habría mandado mudar con la música a otra parte, o me evitaría para que el jefe Yakuza
no la cortara en canal y echara su cadáver a los perros, como hacía el malvado en una
película japonesa que acababa de ver” (167). Sin embargo, Mitsuko, la novia de El
Trujimán, le explica más tarde a Ricardo que esas descripciones no son acertadas: Fukuda
es un hombre extraño y celoso con oscuros negocios en África, pero no un delincuente.
Aunque Kuriko confiesa que no ama a Fukuda (de hecho, más tarde le asegura a Ricardo
que lo odia y lo teme), siente una inexplicable atracción que le hace sentirse viva y útil; esto
le impide dejarlo. Más tarde, el lector se da cuenta de que la relación tiene un fuerte
componente sadomasoquista. Kuriko reconoce que Fukuda la convirtió una de sus queridas
en la misma noche en que llegó a Japón y que, desde entonces, la ha tratado como si fuera
una prostituta. Sólo sus viajes, en los que trabaja como contrabandista para él, han
impedido que se vuelva loca de soledad, amargura y claustrofobia. Aunque Kuriko sabe
que Fukuda no le ama ni a ella ni a nadie, se siente “poseída” por él, habla de él con
reverencia y, después de escapar, siente remordimientos por haberlo abandonado.
En la novela, Fukuda emblematiza una imagen orientalizada de Japón que queda
marcada por la perversión sexual. Oscuros y sórdidos hoteles llenos de vídeos
pornográficos y parafernalia sadomasoquista, como el Château Meguru, son los espacios
descritos con mayor detallismo. A espaldas de Ricardo, Fukuda satisface sus instintos de
voyeur orquestrando una escena sexual entre Kuriko y él. Cuando, de repente, Ricardo
reconoce la silueta de Fukuda masturbándose en las sombras, se da cuenta de que ha sido
manipulado una vez más por el amor de su vida: “Estaba medio cubierto por las sombras,
junto a un gran aparato de televisión, como segregado por la oscuridad de ese rincón del
dormitorio, a dos o tres metros a lo más de la cama donde Kuriko y yo hacíamos el amor,
sentado en una silla o banquito, inmóvil y mudo como una esfinge, con sus eternos anteojos
oscuros de gángster de película y con las dos manos en la bragueta” (195). Esta humillante
escena, que se convertirá en una de las pesadillas más recurrentes del protagonista, muestra
el nivel de sumisión en el que ha caído Kuriko: Fukuda ha destruido su personalidad, su
orgullo y su autoestima. Convertida en una esclava sexual, hace todo lo que se le mande
para satisfacer sus fantasías sexuales. En contraste, una vez que confronta a Ricardo, lo
insulta despiadadamente.
Mientras que Fukuda coincide con los prejuicios orientalistas sobre la crueldad
asiática, el otro personaje japonés de la novela, Mitsuco, se encuadra, al menos en las
primeras descripciones que tenemos de ella, en la visión orientalista de la mujer asiática
erotizada y sumisa al hombre. Tenemos noticia de ella por primera vez gracias a las
descripciones de Salomón Toledano, el intérprete de origen sefardí conocido como El
Trujimán: es bella, inteligente, delicada, sensual y conoce todos los secretos del placer
sexual. En sus cartas semipornográficas, El Trujimán le dice al protagonista que las
destrezas sexuales y los secretos encantos de Mitsuco (menciona incluso una inofensiva
vagina dentata) lo han rejuvenecido. De acuerdo con la erotización orientalista de la mujer
asiática, El Trujimán asegura que a Mitsuko le encanta que él le recite poemas eróticos en
varios idiomas, tras cada cita en hoteles que tienen todos los productos que puedo uno
comprar en un sex shop:
el más famoso de los cuales era el Château Meguru, un verdadero paraíso de los placeres carnales, donde se había volcado a manos llenas el genio japonés para combinar la tecnología más avanzada con la sabiduría sexual y los ritos ennoblecidos por la tradición. Todo era posible en los aposentos del Château Meguru: los excesos, las fantasías, los fantasmas, las extravagancias tenían un escenario y un instrumental para materializarse. (164)
No obstante, más tarde llegamos a conocer a la verdadera Misuco: una mujer joven
y moderna que trabaja de abogada y a la que no le interesa la oferta de matrimonio de El
Trujimán. De hecho, lleva tiempo intentando deshacerse de él pero no se atreve a
confesárselo, lo que podría concebirse como el estereotípico comportamiento sumiso y
pasivo. Ricardo, a su vez, la describe como una mujer agradable y atractiva con “una carita
de porcelana en la que titilaban unos ojos grandes y vivarachos” (170). Al final, Mitsuko
acaba pidiéndole a Ricardo que le ayude a romper con su amigo Salomón, ya que se siente
incapaz de hacerlo por sí misma. Según confiesa, tanto le molestan las muestras de afecto
en público (algo inaceptable en Japón) y su costumbre de tocarla en todo momento, que se
siente encarcelada cuando está en su compañía. Cuando Mitsuko reúne el coraje para
informar a Salomón de su decisión, éste se siente tan decepcionado que se suicida. De
alguna manera, a pesar de haber causado indirectamente la muerte de El Trujimán, la
función narrativa de Mitsuko, como el otro personaje japonés de la novela que es, es la de
contrarrestar la naturaleza extremadamente negativa del personaje de Fukuda.
Por otra parte, si tenemos en cuenta las descripciones que hace Ricardo del fenotipo
de Lily/Kuriko, así como la imitación que hace ésta del comportamiento japonés y su gusto
por la indumentaria tradicional japonesa, se podría afirmar que también ella puede
considerarse un personaje “japonés”:
Una de aquellas tardes, como yo le había pedido, se trajo en una bolsa varios
kimonos11de su colección y me hizo una exhibición, andando y moviéndose por el cuarto, con sus piececitos muy juntos y la sonrisa estereotipada de una geisha. Siempre noté, en su cuerpo menudo y en el viso ligeramente verdoso de su piel, una huella oriental, herencia de algún ancestro del que ella no tenía noticia, y que aquella tarde se me hizo más evidente que nunca. (132)
Antes de que Lily se mudara a Japón, Ricardo ya había notado ciertos rasgos asiáticos en ella: “Su piel, olivácea, de reminiscencias orientales, era suave y fresca” (38). Pero una vez en Japón, todo lo de Kuriko (su peinado, ropa, movimientos, rasgos, color de piel) le recuerda, casi de manera fetichista, a una delicada japonesita. Desde este ángulo, como personaje “asiático,” Kuriko comparte con Fukuda—si bien a otro nivel—su frialdad y su reconocida incapacidad para a amar a nadie (incluso bromea pidiéndole a Ricardo que se deshaga de su marido). El único objetivo y la única motivación real que parece tener son
los de escapar de la pobreza de su familia en Perú por medio de romances y matrimonios
con hombres adinerados. Con este fin, Lily/Kuriko adopta distintas identidades inventadas,
según sus necesidades. Reconoce también que trata a Ricardo de una manera sádica: en la
mayoría de sus encuentros, se comporta de una manera indolente, brusca y despiadada
(aunque, también cabe anotar que Ricardo exhibe una baja autoestima y ciertas tendencias
patológicamente masoquistas). Además, su pasividad e indiferencia durante sus encuentros
amorosos quedan matizados por su necesidad de que la adoren y le digan frases adulatorias
o huachaferías, como las llama Ricardo. Como Ricardo, Lily/Kuriko también muestra
tendencias masoquistas, incluso en sus encuentros con el protagonista: la primera vez que
besa y abraza apasionadamente a Ricardo es después de que éste salte sobre ella y la haga
rodar por la cama; igualmente, su reacción a la única instancia en que Ricardo la abofetea
es la de comentar que está aprendiendo a tratar a las mujeres. De hecho, sus médicos creen
que fue una víctima voluntaria de Fukuda.

Conclusión
La imagen de los japoneses y de los japoneses de Latinoamérica en la
obra de Vargas Llosa ha evolucionado desde la burla que hace Fushía de las percepciones
orientalistas que tienen otros personajes de él en La casa verde, a la representación de la
opresión histórica de los asiáticos en Perú por medio del personaje del señor Osaka en
Historia de Mayta, para acabar con la recreación estereotípicamente orientalisa de la
crueldad, sadismo y perversión sexual asiáticas, según se personifican en Fukuda, que quizá
reflejen la saña del autor tras haber perdido ante Alberto Fujimori las elecciones
presidenciales. Como ya se indico, si bien Mitsuco parece al principio otro ejemplo de
erotización y exotización de la mujer asiática, más tarde se la describe como una mujer
moderna e inteligente (pese a su dificultad para hacerle cara a El Trujimán), lo que quizás
sea una estrategia narrativa para contrarrestar lo que, en líneas generales, es una imagen
sumamente negativa de los japoneses en Las travesuras de la niña mala.



Bibliografía
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Notas
Más tarde, Vargas Llosa explica que en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, Alberto Fujimori
se aprovechó de esta visión, arguyendo que un japonés habría de tener mucho más éxito a la hora de llevar a
cabo ese tipo de política.
Una de las principales figures del llamado Boom literario latinoamericano de los años sesenta, Vargas Llosa
nació en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936, pero se nacionalizó español, por lo que ahora tiene doble
nacionalidad. En 1966 La casa verdeganó el Premio de la Crítica en España y en 1967, la primera edición del
premio internacional de novela Rómulo Gallegos en Venezuela y el Premio Nacional de Novela de Perú. El
autor volverá a mencionar, esta vez de pasada, la leyenda de este nisei rufián (79) en El hablador (1987). La
otra referencia que se hace a los japoneses en la novela es la traducción del juego Piedra, papel o tijera, o
Yan-Ken-Po (11).
El pueblo shuar considera el término jívaro un insulto.
Como es bien sabido, en muchos países latinoamericanos a los árabes de todas las nacionalidades se les
llama “turcos,” lo que se debe en parte a que muchos de ellos emigraron a Latinoamérica con pasaportes
turcos en tiempos del Imperio Otomano.
De acuerdo a Vargas Llosa, la lepra todavía existía en la selva peruana en los tiempos en que escribía la
novela.
Aquilino acusa a Fushía de haber explotado a los huambisas. En efecto, el nisei les proveía de armas y se
aprovechaba del carácter belicoso de esta tribu que, más que en el dinero, estaba interesada en vengarse de las
tribus enemigas. Aquilino recuerda también lo ansiosos de venganza contra Fushía que estaban algunas tribus,
pero reconoce al mismo tiempo que los huambisas lo adoraban: “Se hicieron grandes amigos con Fushía, ya
has visto cómo lo ayudan, es dios para los huambisas” (323).
En Historia secreta de una novela, Vargas Llosa comenta las acciones del personaje real, Tushía: “Los
huambisas no lo mataron, pero fue un verdadero milagro que él no matara a todos los huambisas” (12-13).
En su reseña de la novela, Stephanie Merritt parece coincidir con esta percepción: “At one point, Fukuda
asks Ricardo if he knows anyone in the Peruvian Japanese community; Ricardo replies that he has never met
any Japanese Peruvians, though he knows there are many. This is a sly dig at former Peruvian President
Alberto Fujimori, who ended Vargas Llosa’s brief political career by defeating him in the 1990 presidential
elections after an acrimonious campaign in which the issue of race was prominent. It’s also tempting to think
that the nationality of the novel’s nastiest villain is no coincidence” (n.p.). Igualmente, Linda Morales
Caballero concibe esta “educación sentimental” como una alegoría nacional: “me pregunto si Lily en
condición de personaje alegórico no podría representar a la patria y la sociedad peruana marginal y enorme
(en números reales) y de paso sus potenciales electores quienes como la niña mala eligieron al rival de Vargas
Llosa en la vida real” (n.p.).
Yasuo Fukuda llegaría más tarde a ser Primer Ministro de Japón (2007-2008).
10 Vargas Llosa probablemente toma prestado el apellido Moreau de la última novela que publicó Gustave
Flaubert en vida, L’Éducation sentimentale (1869; La educación sentimental).
11 Curiosamente, en El pez en el agua Vargas Llosa elogia la apariencia de la escritora Nancy Ying, quien
llegó “envuelta en un kimono de seda bellísimo, con flores estampadas y abanicos de papel pintado” (269) a
una recepción que le ofrecieron en el centro coreano de PEN.

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