Publicado en Ínsula 699 (March 2005): 17-19
Ignacio López-Calvo
El sentimiento anticlerical está presente en la obra de varios modernistas latinoamericanos. Así, el argentino Leopoldo Lugones lo exhibe en su libro El imperio jesuítico (1909) y el uruguayo Julio Herrera y Reissig, en las dos series de “eglogánimas” incluidas en su libro Los éxtasis de la montaña (1904, 1910). En el caso de Rubén Darío, la crítica se ha concentrado principalmente en su anticlericalismo juvenil, que suele considerarse pasajero, y en los numerosos textos hagiográficos y de alabanza de la vida monacal. Asimismo, son numerosos los estudios que han tratado la espiritualidad, la religiosidad y la duda religiosa en su obra poética. Por lo general, se concentran en su tendencia al sincretismo y en su admiración por los cultos esotéricos (platonismo, pitagorismo, ocultismo, gnosticismo, hermetismo, teosofismo y otras corrientes filosófico-religiosas). En realidad, es más que probable que—al igual que Jorge Luis Borges—en lugar de afiliarse a ellas, el poeta las viera con curiosidad como el eterno esfuerzo del ser humano por responder a las grandes preguntas, o simplemente como una fecunda fuente de inspiración para su poesía. Críticos como Pedro Salinas, Joseph A. Feustle Jr., Saúl Yurkievich e incluso el propio Rubén (en su novela autobiográfica inconclusa El oro de Mallorca) han enfatizado la lucha que se da en su obra entre lo irracional (Pan y Dionisio) y lo racional (Apolo), entre lo faúnico y lo angélico, entre lo profano y lo sagrado. La crítica ha estudiado, igualmente, la importancia del catolicismo como subtexto en la poesía dariana. Así, Kathy L. Jrade aclara que, más allá del vocabulario religioso y las referencias a la liturgia divina, existe un trasfondo de esperanza en un dios personal y, “though often overtaken by doubts and despair, Darío appears unable to reject out of hand the basis of hope provided by Catholicism”. No obstante, si bien pocos críticos han dudado de su anticlericalismo durante su época juvenil, se ha prestado menos atención a las distintas representaciones directas de la Iglesia Católica que aparecen tanto en la poesía como en la prosa en su época de madurez. En cierto modo, estas imágenes sorprendentemente contradictorias (no en vano, también Rubén se hizo masón y pocos años más tarde hizo declaraciones sumamente críticas de la masonería) forman parte de la unión de contrarios que es, en sí, una de las claves de su cosmovisión poética. Desde esta perspectiva, en este ensayo se analizará la complejidad de su postura con respecto a la visión de la Iglesia, el Vaticano y lo clerical, particularmente en su obra de madurez.
Algunos de sus biógrafos y críticos, en su afán de glorificar o santificar al nicaragüense, han construido la imagen de un Rubén Darío piadoso y ultracatólico, minimizando al mismo tiempo la importancia de sus textos decididamente anticlericales o bien encuadrándolos en una etapa de su obra juvenil supuestamente breve y transitoria. En este sentido, Sandro Abate celebra la literatura de tema hagiográfico en la que Rubén se aparta “de las falsas actitudes antirreligiosas”. Igualmente, Catalina Tomás McNamee lamenta: “la retórica jacobina—fugaz, por dicha—de aquel librepensador adolescente; los altisonantes versos anticlericales escritos bajo la explotación de ‘protectores masones’ y de políticos liberales”. De manera similar, Guerrero y Soriano, tras citar poemas anticlericales de Rubén como “El libro”, “A la razón” y “El Jesuita”, hacen hincapié en su piedad religiosa y sus alabanzas al Papa, a los obispos y a la Iglesia Católica en general: “En cada ocasión propicia, sus versos sellan como en el Libro de los Misterios del visionario de Patmos, el evangelista Juan, su devoción altísima por cuanto habla de Cristo y de su Iglesia” ; “Le resulta inolvidable ver, primero, al Papa León XIII; y más tarde postrarse a sus pies para besarle la mano y el anillo del Pescador, con piedad sin límite”. En la misma línea, Guerrero y Soriano mencionan otros poemas de esa época como “Charitas”, dedicado a San Vicente de Paúl, el panegírico al obispo de Córdoba, “En elogio del Ilmo. Sr. Obispo de Córdoba, Fr. Mamerto Esquiú, O.M.”, o el soneto “Creer”, escrito en San Salvador, donde se ensalza el ritual de la Iglesia Católica para luego entrar en el terreno de esa duda religiosa tan unamuniana: “Del sacerdote el canto funerario,/ los acentos del místico salterio/ y las cruces del triste cementerio/ y el humo que expide el incensiario./ Y la esquila del alto campanario/ y la oración envuelta en el misterio,/ la quietud del oculto monasterio/ y la lámpara que arde ante el Santuario;/ todo esto da consuelo, luz y vida,/ las esperanzas del creyente escuda/ y levanta a la fe desfallecida,/ con elocuencia conmueve, muda,/ y el bálsamo es del alma que está herida/ por el hierro candente de la duda...” Finalmente, Guerrero y Soriano cierran el resumen biográfico con la visita de un obispo a Rubén Darío en su lecho de muerte (también mencionada por Catalina Tomás McNamee), exaltando cómo tomó la comunión agradecido y cómo en la misma catedral de León se tributaron ocho días de honras fúnebres “para príncipes y nobles” al poeta muerto.
No cabe duda de que son mucho más numerosos los textos de Rubén Darío en los que, de alguna manera, se ensalza la herencia católica que los que la ponen en tela de juicio. Así, para citar sólo algunos ejemplos, vemos una anécdota del “mínimo y dulce Francisco de Asís” en el poema “Los motivos del lobo”; al casto ex soldado San Martín, obispo de Tours, en el cuento “La leyenda de San Martín, Patrono de Buenos Aires”; la humilde ofrenda al Niño Jesús del organista franciscano Longinos de Santa María en “Cuento de Noche Buena”; al fraile Liborio y a Santo Tomás en “Historia prodigiosa de la princesa Psiquia”; al ambicioso científico fray Tomás de la Pasión en “Verónica” y, en la otra versión (en donde la “terrible mirada” en los ojos de Cristo al final del cuento se convierte en una “dulce mirada”), a fray Pedro de la Pasión en “La extraña muerte de fray Pedro”; a la bondadosa hermana Adela en el cuento “El Dios es bueno”, en el que la niña Lea le pide a Dios que no sea malo cuando una bomba hiere a la religiosa; a la antigua cantante Eglantina Charmat que, tras la muerte de su prometido, se convierte en la piadosa Sor Filomena en el cuento homónimo; a Fra Domenico Calvalca en el capítulo homónimo incluido en Los raros (1896) ; a Santa Judith de Arimatea y a San Félix Romano en el cuento “Voz de lejos”; y al viejo y generoso capuchino Fray Juan en “La nube de verano”. Como explica Sandro Abate, la aparición de textos de inspiración hagiográfica medieval coincide con el momento su plena madurez estética; es decir, la última etapa en Buenos Aires, el viaje a París y los años entre Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905).
Uno de sus escritos más elogiosos de la Iglesia Católica es el ensayo “Roma”, del libro Peregrinaciones, donde habla en términos sumamente elogiosos del Papa León XIII, como se mencionó anteriormente. En efecto, allí elogia la diplomacia del Sumo Pontífice por haber sabido evitar guerras, admira su mecenazgo del arte, lo considera justo, poeta y filósofo y, en definitiva, el “Santo Tirano” del poema “Al Papa” se convierte ahora en un “Beatísimo padre y querido colega”: “El viejo feo de Zola, el avaro de los decires de antecámara..., el papa de los periódicos, despareció, se borró por completo de mi memoria, para dar lugar al Papa columbino, al viejecito sagrado que representa veinte siglos de cristianismo, al restaurador de la filosofía tomística, al pastor blanco de la suave sonrisa, el anciano paternal y al poeta”. Además de los textos mencionados anteriormente, Rubén cuenta con otros aparentemente devotos en su obra de madurez. Uno de los que, en principio, contrasta más con su línea antagónica es “La Cartuja”, incluido en Cantos a la Argentina y otros poemas e inspirado por su estancia en La Cartuja de Mallorca desde finales de 1913 a principios de 1914. En una primera lectura de este poema (uno de los más citados e incluidos en antologías) se observa su aparente admiración por la pobreza, obediencia, castidad, santidad y humildad de los monjes. Coincidiendo con el poema “Creer”, el autor implícito expresa la envidia que siente por esos dichosos “callados hijos de Bruno” (v 4) que saben triunfar ante las tentaciones satánicas y que en el día del juicio final se verán salvados por la luz celestial. Quisiera matar, como ellos, su “orgullo perverso” (v 49) y frenar su concupiscencia, “el palpitar de la carne maligna” (v 50). Según vemos, sin renunciar a su conocida admiración por la idea pitagórica de la armonía cósmica, Rubén confiesa que desearía “oír como un Pitágoras cristiano/ la música teológica del cielo” (vv 55-56). Por eso, envidia el consuelo y la armonía que encuentran los monjes en Dios. No obstante, aunque cansado ya de su infructuosa búsqueda del orden y la armonía del universo, sabe que nunca podría entregarse a esa vida de mortificación, oración, ayuno, soledad y silencio; a esa erásmica “locura de la cruz” (v 5) de los místicos y los santos. Si bien es consciente de que esa soledad y ese silencio (la riqueza, la mina de diamantes del monasterio) lo pueden encaminar también a él hacia la armonía espiritual que tanto echa de menos, no se siente con la fortaleza necesaria para emprender tan tortuoso camino. Aun así, la aparente ansia de emular sus virtudes y de acceder a la salvación va más allá del poema, pues Rubén llega a hacerse retratar con el hábito de los cartujos de San Bruno.
Sin embargo, a pesar de que este poema se ha citado varias veces como ejemplo de la profunda devoción del poeta, como se observa a partir de la duodécima estrofa, toda esta profesión de fe y admiración por los monjes se queda, a la postre, en un mero contraste retórico para realzar la descripción del “furor sexual” (v 12) de “fauno” (v 57) de la propia voz poética. En otras palabras, a pesar del título, el tema de “La cartuja” no es otro que la sexualidad culpable del yo poético. La descripción de los devotos monjes aparece como un recurso poético para la autorreflexión, o quizás para ese mal encubierto alarde de la desenfrenada libido del poeta que también aparece en “Canción de otoño en primavera”. De repente, la palabra “darme” abre anafóricamente todas las estrofas desde la dieciséis hasta la diecinueve, rogándole a Dios—aunque probablemente sólo a efectos retóricos—que le conceda otra boca, otras manos, otra sangre y otros ojos menos libidinosos para así refugiarse del demonio, el mundo y la carne en la vida ermitaña o en el mundo de silencio de los monjes de la Cartuja. Es en estas cuatro estrofas donde llegamos al paroxismo de su aparentemente desenfrenado deseo sexual. Allí el poeta se presenta a sí mismo como un sátiro loco y medio chivo que persigue la sensualidad de los “labios rojos” y las “redondeces de nieve” (v 64) de los senos femeninos. Desde el pulcro ascetismo de los primeros versos viajamos, por tanto, al culto dionisiaco por el que se rigen “sus manos lúbricas de amante” (v 71), su pecaminosa vida de “vinos y besos” (v 67) y su sangre desbordada de apetito sexual que le “hace arder las venas,/ vibrar los nervios y crujir los huesos” (vv 75-76). El poeta implícito comulga, por tanto, con la imagen negativa y pecaminosa de la sexualidad que presenta la Iglesia tradicional. Como es de esperar, dicha postura nos lleva, en la decimoquinta estrofa de “La Cartuja”, al reflejo de una velada misoginia marianista, por la que la mujer queda reificada como tentanción y relegada al ominoso mundo del pecado y de las diablesas quevedescas: “Por la oración y por la penitencia/ poner en fuga a las diablesas malas” (vv 59-60).
La visión del monasterio de la Cartuja le inspira culpabilidad al comparar la quietud y la paz de los clérigos con su naturaleza epicúrea y proclive al pecado. Este sentimiento podrá ser sincero o una mera pose poética, pero no hay duda de que, en contraste con varios otros poemas, en este caso su erotismo no apunta ni hacia lo divino ni hacia la armonía cósmica. En definitiva, si bien en las conclusiones de su libro Louis Bourne resume una de las fases de la poesía de Rubén Darío explicando que “la reverencia por los dioses del mundo pagano estimulaba su imaginación, sobre todo en el caso de Venus y Pan, porque le permitieron dar una visión divina con las características humanas de su erotismo personal” , es evidente que, como vemos en “La Cartuja”, también la religión católica y en concreto el mundo monástico le sirvieron para evocar—aunque por contraste—el propio instinto sexual del poeta. Ese católico remordimiento por el pecado que se hace tan obvio en “La Cartuja” es de nuevo el tema central de otros poemas como “La dulzura del ángelus” y “Spes” de Cantos de vida y esperanza, poema este último donde la voz lírica le habla directamente a Jesucristo: “Jesús, incomparable perdonador de injurias,/ óyeme. Sembrador de trigo, dame el tierno/ pan de tus hostias; dame, contra el sañudo infierno,/ una gracia lustral de iras y lujurias./ Dime que este espantoso horror de la agonía/ que me obsede, es no más de mi culpa nefanda;/ que al morir hallaré la luz de un nuevo día/ y que entonces oiré mi ‘¡Levántate y anda!’.” En cualquier caso, en contraste con la presencia de la tiara papal en sus poemas de juventud, en “La Cartuja” la Iglesia aparece representada por el apóstol San Pablo; por el palestino San Hilarión (290?-371), un monje eremita y anacoreta; el ermitaño egipcio San Antonio (251?-350), famoso por sus tentaciones y considerado el primer monje de la cristiandad (v. 29); y por los lamentos del profeta hebreo Jeremías (“profesor del llanto” v. 13) de los siglos seis y siete a.C. Todos ellos parecen haber hallado “el concepto más profundo” (v 27): que un día habrán de morir y, por tanto, tienen que prepararse resistiendo casi heroicamente las “mil visiones de fornicaciones” (v 32) con que les tienta el Demonio. Gracias a las enseñanzas que reciben de la epístola del apóstol San Pablo a los Efesios, saben protegerse con “corazas evangélicas” (v 42): “Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo” (Ef 6:11); “tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Ef 6:13). Frente al deseo sexual que parece dominar a la voz poética, el espíritu de los monjes arde de amor sacro en el momento de la comunión. Paradójicamente, la profunda admiraci¬ón que se respira en este poema puede contrastarse con la visión opuesta de esta misma orden religiosa que aparece en un poema en el que Rubén ser burla del periódico El Centro-Americano: “Es el cartujo con capucha alzada/ Que combate el Derecho y la Razón,/ Que canta oremus y que tiene el fondo Casi... casi... de libre pensador”.
En línea con su compleja y contradictoria postura con respecto a Iglesia Católica en su obra, veamos ahora la evolución de su otra postura, la anticlerical, desde sus primeros versos hasta los últimos libros de su producción tanto poética como narrativa. Como explica Louis Bourne, el liberalismo y la masonería pronto minaron la base de la fe de Darío y acabaron con su afiliación católica: “tanto por la afiliación liberal como estudiante del liberal polaco Leonard, así como por su admiración hacia los intelectuales franceses, entre otros, Hugo, Lamartine y Renan, adoptó, después de su inicial educación católica, una postura anticatólica, antijesuita y antidogmática que, pese a que se atenuó en su madurez, no fue acompañada por un retorno a las directrices de la Iglesia”. Por el mismo camino, David E. Whisnant subraya las influencias anticlericales que tuvo Darío en su juventud: “Leonard’s influence on fourteen-year-old Darío appears to have been substantial. Darío began to write poems against the Jesuits and the Pope and to read nineteenth-century liberal French writers along with the Romantic, anticlerical Ecuadorian Juan Montalvo”. En efecto, junto a las pruebas de su devoción católica mencionadas anteriormente, ya a los quince años Darío contaba con poemas anticlericales e incluso se había atrevido a criticar al Papa en un largo poema de mil versos en cien décimas titulado “El Libro” que leyó ante el gobierno nicaragüense el 24 de enero de 1882: “Ven a mí, musa querida;/ mi lira dame: levanta/ y únete a mi voz y canta/ la humanidad rediminda./ Redimida con la vida;/ no con Gólgota ni cruz,/ ni martirios de Jesús;/ sino con la fuerza inmensa.../ fuerza que bulle y que piensa/ ¡Con el libro, que es la luz!”. A causa de este poema, el presidente del Congreso Nacional Pedro Joaquín Chamorro le negó al poeta-niño una beca para continuar sus estudios en letras en Europa. Por el mismo camino, en el poema “Al Papa”, del libro Poesías desconocidas, el joven Rubén tilda de “Santo Tirano” al Pontífice y le acusa de ensuciar a Cristo: “No vayas al Altar, Santo Tirano/ que profanas de Dios la eterna idea./ Aun la sangre caliente roja humea/ en tu cáliz, en tu estola y en tu mano”.
Las enseñanzas liberales, krausistas y masónicas—con toda su carga anticlerical y antimonárquica—del profesor hispano-polaco de Rubén, José Leonard, que había sido miembro de la Institución Libre de Enseñanza de Madrid, reaparecen en el poema “A los liberales”, donde Rubén ensalza a los liberales por romper “la tiara y la corona” (2). Esta postura se refleja, asimismo, en los dos tercetos del soneto “A la razón”, en los que se enfatiza la dicotomía entre dos sistemas axiológicos opuestos, el positivo, representado por la razón del progreso liberal, y el oscurantista, emblematizado por la fe de la Iglesia Católica: “Ya tu poder gigante y soberano/ que el Orbe en otro tiempo no admirara,/ contra el altar del Sacro Vaticano/ el Papa quiebra con dolor su tiara;/ y aterido y helado, cual la escarcha/ grita con Pelletán: ‘El mundo marcha’” (vv 9-14). En la misma línea, en “El Jesuita”, compuesto por dos décimas, el poeta no sólo se rebela contra los mismos jesuitas de la parroquia de la Recolección que lo habían educado durante su niñez en León, sino que adjudica un valor satánico a la Compañía de Jesús y augura el fracaso de su lucha contra el progreso liberal: “¿Qué es el jesuita? –Bolívar/ preguntó una vez a Olmedo./ Es el crimen, el enredo;/ es el que da al pueblo acíbar/ envuelto en sabroso almíbar./ Bien: ahora hablaré yo./ Juzga, después, lector, tú:/ el jesuita es Belcebú/ que del Averno salió./ ¿Vencerá al progreso? No!”. Cathy L. Jadre ha indicado, asimismo, esta vena anticlerical de la poesía dariana: “The receptive and restless youth followed the model set for him. In his poems, Darío denounced the mystery of the trinity, the dogma of papal infallibility, and the sacraments” (Rubén Darío 11). Paradójicamente, en su autobiografía Rubén habla con cariño de algunos de sus profesores jesuitas e incluso afirma, en el sexto capítulo, que le encantaban los ejercicios espirituales, si bien aclara que eso se debía a las deliciosas vituallas y el chocolate que allí se ofrecían.
Ahora bien, ¿será cierto que esta postura abiertamente anticlerical se atenúa en su madurez, como afirma Bourne, o que llegue a desaparecer para siempre tras una suerte de arrepentimiento que condujo al poeta a la apología de lo eclesiástico, como apuntan varios críticos? Teniendo en cuenta el anticlericalismo radical y contestatario de sus primeros versos, sorprendería que su obra posterior abriera los brazos incondicionalmente a la misma Iglesia a la que tanto había criticado. Por el contrario, cabe esperar que estas mismas influencias liberales y masónicas se vean traducidas, de alguna manera, en un nuevo discurso denunciatorio contra esa misma institución o sus miembros durante su época de madurez poética, tal y como ocurre en las obras de otros poetas modernistas como Lugones y Herrera y Reissig. En efecto, según señala Carlos Ruiz Ortiz, su postura anticlerical sigue observándose en los artículos periodísticos que escribió el nicaragüense en su época de madurez: “con el Darío de los años maduros de su vida coexiste un fenómeno político, que es la Revolución Liberal de 1893 del general José Santos Zelaya, quien sin ser marxista ni ateo, trastoca los intereses políticos y económicos de la Iglesia Católica ... Darío como periodista y prosista apoya a la Revolución Liberal de Zelaya”. Así, Diego Manuel Sequeira recoge varios artículos de Rubén que iluminan esta postura. Por ejemplo, bajo su conocido pseudónimo de Ursus, el poeta comenta en un artículo titulado “El siglo XX” y publicado en El Porvenir de Nicaragua el 11 de junio de 1885: “¡Ah, el siglo XX! ... ni habrá tanta devoción ni tanto clérigo, ni tanta gente llena de piedad ganando indulgencias en vez de ganar otra cosa”. En el mismo número de ese períodico Rubén alaba de la siguiente manera al ecuatoriano Juan Montalvo: “luchan por elevar al Ecuador a un puesto alto, por arrancarla del poderío de esos hipócritas inquisidores que se rodean de frailes y curas creyendo hallar fortaleza en esos martirizadores de la conciencia popular”. De manera similar, critica al periódico clerical El Republicano de la siguiente manera: “Es un pedazo de sotana vieja/ Que huele a incienso pero está podrido./ Párate pluma, deja, deja, deja,/ No toques a un follón y mal querido”. El mismo tono sarcástico aparece en las críticas a otro diario, El verdadero estandarte, dirigido por el cura de la parroquia de Granada: “Que ha de ganar mucha parte/ Con sus frases en latín”; y a La Tribuna: “Puf! qué hedor, santo Varuna!/ ¡Por los jesuitas: qué hedor!”
Muchas otras son las pruebas que nos han quedado de la postura anticlerical por la que optó en algunas etapas de su vida. Así, en reacción a la noticia que aparece en el semanario La República con respecto al hecho de que el poeta Juan José Bernal recibiera las últimas órdenes, Rubén escribe un soneto cuyo primer cuarteto lamenta: “Bernal ya es sacerdote. –¡Desgraciado!/ Bernal ya es sacerdote. –¡Qué espantoso!/ —En labrarse su ruina qué afanoso!/ —En huir de sus laureles qué porfiado!” Una de sus críticas más abiertas a la Iglesia Católica española se resume en el artículo “Semana Santa”, donde Rubén dedica varias páginas a exponer la falta de religiosidad del obrero español, el nefasto fanatismo religioso sin fe profunda del español en general, lo medieval de la mortificación pública del penitente y “la idolatría católica de figuras también primitivas”. Se adentra, incluso, en una crítica a la historia de la Iglesia en donde recuerda las motivaciones políticas de la Inquisición y el valor de divertimento popular, al estilo de las corridas de toros, que tenían los autos de fe. En este marco se encierra la denuncia más directa contra la Iglesia contemporánea: “En Andalucía, en Castilla, buena parte del clero ha contribuido, con su poco cuidado de los asuntos espirituales, a debilitar las creencias ... en las regiones inferiores no es un mirlo blanco el sacerdote de sotana alegre, amigo de juergas, de guitarras y mostos. La navaja no es tampoco, en ciertos ejemplares, desconocida. El sacerdote sanguinario y cruel no ha sido escaso en las guerras carlistas. En cuanto a la moralidad, es éste el país en donde el ‘ama del cura’ y las ‘sobrinas del cura’ son tipos de comedia y cantar” (Gullón 234).
Pero volviendo a su producción poética, si bien, como explica Jrade, la anarquía del mundo moderno hace que en poemas como “Canto de esperanza”, “Spes”, “¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello...”, “¡Oh, terremoto mental!” y “El verso sutil que pasa o se posa...” Darío exprese su añoranza por la fe católica de su infancia , vuelve a jugar irónicamente con consignas anticlericales en “Agencia...”, un poema incluido en El canto errante que se caracteriza por su inclinación a un prosaísmo más contemporáneo y que, en cierto modo, anuncia el vanguardismo. Así, en un determinado momento vemos que “en la iglesia el diablo se esconde/ Ha parido una monja... (¿En dónde?)” (v 13-14); más tarde, el poeta hace una nueva referencia un tanto burlesca al Sumo Pontífice cuando afirma que “Ya no tiene eunucos el papa” (v 20); y al final advierte: “La fe blanca se desvirtúa/ y todo negro continúa./ En alguna parte está listo/ el palacio del Anticristo” (226). Ese tono un tanto irrespetuoso, con esporádicas proclamas anticlericales, continúa en la segunda parte de la excepcional “Epístola” dedicada a la esposa de Leopoldo Lugones: “¡Y he gustado bocados de cardenal y de papa!...” (v 14). Del mismo modo, en el poema “Ite, missa est”, de Prosas profanas, que Ricardo Gullón tilda de “casi sacrílego” (20), vuelve a mencionar de manera tangencial e irónica motivos religiosos, mezclando de vez en cuando el léxico erótico con la terminología religiosa para hablar de sus amores: “su espíritu es la hostia de mi amorosa misa” (v 3). Finalmente, como apunta Alberto Acereda, en “Impresiones de salón”, incluido en Parisiana (1908), una colección de crónicas que Rubén envió al diario porteño La Nación, enumera algunas de las causas de la ausencia de artistas latinoamericanos en los museos parisinos: “el utilitarismo, el mammonismo, por un lado, y el socialismo y el clericalismo, por otro, han dado mucho y están para dar por completo a todos los diablos el sentimiento aristocrático de lo bello”. El clericalismo, por tanto, es una amenaza para la “aristocracia del pensamiento” y la lucha contra la mediocridad artística por las que aboga el nicaragüense. Queda claro, por tanto, que la postura anticlerical, si bien se hace menos recurrente, está lejos de atenuarse y mucho menos de desaparecer. Lo que sí ocurre, en cambio, es que se producen al mismo tiempo dos discursos contradictorios: uno de aparente profesión de fe y alabanza a lo cristiano, y otro que continúa en los parámetros de su anticlericalismo juvenil.
En líneas generales, en la poesía de Rubén Darío vemos un extraño conflicto ideológico en el que dialogan dos posturas opuestas: la sagrada y la profana, la proclerical y la anticlerical. Mientras que en la primera se aprecia una clara admiración por la Iglesia Católica y una comunión con el concepto pecaminoso de la sexualidad típico del catolicismo, en la segunda, aparece una crítica agresiva contra el Papa, el Vaticano y la Iglesia en general. En cualquier caso, según se ha demostrado, no cabe duda de que la denuncia y el ataque anticlerical no desparecen misteriosamente de la obra madura de Rubén, como han señalado varios críticos.
Ignacio López-Calvo
University of California, Merced
El sentimiento anticlerical está presente en la obra de varios modernistas latinoamericanos. Así, el argentino Leopoldo Lugones lo exhibe en su libro El imperio jesuítico (1909) y el uruguayo Julio Herrera y Reissig, en las dos series de “eglogánimas” incluidas en su libro Los éxtasis de la montaña (1904, 1910). En el caso de Rubén Darío, la crítica se ha concentrado principalmente en su anticlericalismo juvenil, que suele considerarse pasajero, y en los numerosos textos hagiográficos y de alabanza de la vida monacal. Asimismo, son numerosos los estudios que han tratado la espiritualidad, la religiosidad y la duda religiosa en su obra poética. Por lo general, se concentran en su tendencia al sincretismo y en su admiración por los cultos esotéricos (platonismo, pitagorismo, ocultismo, gnosticismo, hermetismo, teosofismo y otras corrientes filosófico-religiosas). En realidad, es más que probable que—al igual que Jorge Luis Borges—en lugar de afiliarse a ellas, el poeta las viera con curiosidad como el eterno esfuerzo del ser humano por responder a las grandes preguntas, o simplemente como una fecunda fuente de inspiración para su poesía. Críticos como Pedro Salinas, Joseph A. Feustle Jr., Saúl Yurkievich e incluso el propio Rubén (en su novela autobiográfica inconclusa El oro de Mallorca) han enfatizado la lucha que se da en su obra entre lo irracional (Pan y Dionisio) y lo racional (Apolo), entre lo faúnico y lo angélico, entre lo profano y lo sagrado. La crítica ha estudiado, igualmente, la importancia del catolicismo como subtexto en la poesía dariana. Así, Kathy L. Jrade aclara que, más allá del vocabulario religioso y las referencias a la liturgia divina, existe un trasfondo de esperanza en un dios personal y, “though often overtaken by doubts and despair, Darío appears unable to reject out of hand the basis of hope provided by Catholicism”. No obstante, si bien pocos críticos han dudado de su anticlericalismo durante su época juvenil, se ha prestado menos atención a las distintas representaciones directas de la Iglesia Católica que aparecen tanto en la poesía como en la prosa en su época de madurez. En cierto modo, estas imágenes sorprendentemente contradictorias (no en vano, también Rubén se hizo masón y pocos años más tarde hizo declaraciones sumamente críticas de la masonería) forman parte de la unión de contrarios que es, en sí, una de las claves de su cosmovisión poética. Desde esta perspectiva, en este ensayo se analizará la complejidad de su postura con respecto a la visión de la Iglesia, el Vaticano y lo clerical, particularmente en su obra de madurez.
Algunos de sus biógrafos y críticos, en su afán de glorificar o santificar al nicaragüense, han construido la imagen de un Rubén Darío piadoso y ultracatólico, minimizando al mismo tiempo la importancia de sus textos decididamente anticlericales o bien encuadrándolos en una etapa de su obra juvenil supuestamente breve y transitoria. En este sentido, Sandro Abate celebra la literatura de tema hagiográfico en la que Rubén se aparta “de las falsas actitudes antirreligiosas”. Igualmente, Catalina Tomás McNamee lamenta: “la retórica jacobina—fugaz, por dicha—de aquel librepensador adolescente; los altisonantes versos anticlericales escritos bajo la explotación de ‘protectores masones’ y de políticos liberales”. De manera similar, Guerrero y Soriano, tras citar poemas anticlericales de Rubén como “El libro”, “A la razón” y “El Jesuita”, hacen hincapié en su piedad religiosa y sus alabanzas al Papa, a los obispos y a la Iglesia Católica en general: “En cada ocasión propicia, sus versos sellan como en el Libro de los Misterios del visionario de Patmos, el evangelista Juan, su devoción altísima por cuanto habla de Cristo y de su Iglesia” ; “Le resulta inolvidable ver, primero, al Papa León XIII; y más tarde postrarse a sus pies para besarle la mano y el anillo del Pescador, con piedad sin límite”. En la misma línea, Guerrero y Soriano mencionan otros poemas de esa época como “Charitas”, dedicado a San Vicente de Paúl, el panegírico al obispo de Córdoba, “En elogio del Ilmo. Sr. Obispo de Córdoba, Fr. Mamerto Esquiú, O.M.”, o el soneto “Creer”, escrito en San Salvador, donde se ensalza el ritual de la Iglesia Católica para luego entrar en el terreno de esa duda religiosa tan unamuniana: “Del sacerdote el canto funerario,/ los acentos del místico salterio/ y las cruces del triste cementerio/ y el humo que expide el incensiario./ Y la esquila del alto campanario/ y la oración envuelta en el misterio,/ la quietud del oculto monasterio/ y la lámpara que arde ante el Santuario;/ todo esto da consuelo, luz y vida,/ las esperanzas del creyente escuda/ y levanta a la fe desfallecida,/ con elocuencia conmueve, muda,/ y el bálsamo es del alma que está herida/ por el hierro candente de la duda...” Finalmente, Guerrero y Soriano cierran el resumen biográfico con la visita de un obispo a Rubén Darío en su lecho de muerte (también mencionada por Catalina Tomás McNamee), exaltando cómo tomó la comunión agradecido y cómo en la misma catedral de León se tributaron ocho días de honras fúnebres “para príncipes y nobles” al poeta muerto.
No cabe duda de que son mucho más numerosos los textos de Rubén Darío en los que, de alguna manera, se ensalza la herencia católica que los que la ponen en tela de juicio. Así, para citar sólo algunos ejemplos, vemos una anécdota del “mínimo y dulce Francisco de Asís” en el poema “Los motivos del lobo”; al casto ex soldado San Martín, obispo de Tours, en el cuento “La leyenda de San Martín, Patrono de Buenos Aires”; la humilde ofrenda al Niño Jesús del organista franciscano Longinos de Santa María en “Cuento de Noche Buena”; al fraile Liborio y a Santo Tomás en “Historia prodigiosa de la princesa Psiquia”; al ambicioso científico fray Tomás de la Pasión en “Verónica” y, en la otra versión (en donde la “terrible mirada” en los ojos de Cristo al final del cuento se convierte en una “dulce mirada”), a fray Pedro de la Pasión en “La extraña muerte de fray Pedro”; a la bondadosa hermana Adela en el cuento “El Dios es bueno”, en el que la niña Lea le pide a Dios que no sea malo cuando una bomba hiere a la religiosa; a la antigua cantante Eglantina Charmat que, tras la muerte de su prometido, se convierte en la piadosa Sor Filomena en el cuento homónimo; a Fra Domenico Calvalca en el capítulo homónimo incluido en Los raros (1896) ; a Santa Judith de Arimatea y a San Félix Romano en el cuento “Voz de lejos”; y al viejo y generoso capuchino Fray Juan en “La nube de verano”. Como explica Sandro Abate, la aparición de textos de inspiración hagiográfica medieval coincide con el momento su plena madurez estética; es decir, la última etapa en Buenos Aires, el viaje a París y los años entre Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905).
Uno de sus escritos más elogiosos de la Iglesia Católica es el ensayo “Roma”, del libro Peregrinaciones, donde habla en términos sumamente elogiosos del Papa León XIII, como se mencionó anteriormente. En efecto, allí elogia la diplomacia del Sumo Pontífice por haber sabido evitar guerras, admira su mecenazgo del arte, lo considera justo, poeta y filósofo y, en definitiva, el “Santo Tirano” del poema “Al Papa” se convierte ahora en un “Beatísimo padre y querido colega”: “El viejo feo de Zola, el avaro de los decires de antecámara..., el papa de los periódicos, despareció, se borró por completo de mi memoria, para dar lugar al Papa columbino, al viejecito sagrado que representa veinte siglos de cristianismo, al restaurador de la filosofía tomística, al pastor blanco de la suave sonrisa, el anciano paternal y al poeta”. Además de los textos mencionados anteriormente, Rubén cuenta con otros aparentemente devotos en su obra de madurez. Uno de los que, en principio, contrasta más con su línea antagónica es “La Cartuja”, incluido en Cantos a la Argentina y otros poemas e inspirado por su estancia en La Cartuja de Mallorca desde finales de 1913 a principios de 1914. En una primera lectura de este poema (uno de los más citados e incluidos en antologías) se observa su aparente admiración por la pobreza, obediencia, castidad, santidad y humildad de los monjes. Coincidiendo con el poema “Creer”, el autor implícito expresa la envidia que siente por esos dichosos “callados hijos de Bruno” (v 4) que saben triunfar ante las tentaciones satánicas y que en el día del juicio final se verán salvados por la luz celestial. Quisiera matar, como ellos, su “orgullo perverso” (v 49) y frenar su concupiscencia, “el palpitar de la carne maligna” (v 50). Según vemos, sin renunciar a su conocida admiración por la idea pitagórica de la armonía cósmica, Rubén confiesa que desearía “oír como un Pitágoras cristiano/ la música teológica del cielo” (vv 55-56). Por eso, envidia el consuelo y la armonía que encuentran los monjes en Dios. No obstante, aunque cansado ya de su infructuosa búsqueda del orden y la armonía del universo, sabe que nunca podría entregarse a esa vida de mortificación, oración, ayuno, soledad y silencio; a esa erásmica “locura de la cruz” (v 5) de los místicos y los santos. Si bien es consciente de que esa soledad y ese silencio (la riqueza, la mina de diamantes del monasterio) lo pueden encaminar también a él hacia la armonía espiritual que tanto echa de menos, no se siente con la fortaleza necesaria para emprender tan tortuoso camino. Aun así, la aparente ansia de emular sus virtudes y de acceder a la salvación va más allá del poema, pues Rubén llega a hacerse retratar con el hábito de los cartujos de San Bruno.
Sin embargo, a pesar de que este poema se ha citado varias veces como ejemplo de la profunda devoción del poeta, como se observa a partir de la duodécima estrofa, toda esta profesión de fe y admiración por los monjes se queda, a la postre, en un mero contraste retórico para realzar la descripción del “furor sexual” (v 12) de “fauno” (v 57) de la propia voz poética. En otras palabras, a pesar del título, el tema de “La cartuja” no es otro que la sexualidad culpable del yo poético. La descripción de los devotos monjes aparece como un recurso poético para la autorreflexión, o quizás para ese mal encubierto alarde de la desenfrenada libido del poeta que también aparece en “Canción de otoño en primavera”. De repente, la palabra “darme” abre anafóricamente todas las estrofas desde la dieciséis hasta la diecinueve, rogándole a Dios—aunque probablemente sólo a efectos retóricos—que le conceda otra boca, otras manos, otra sangre y otros ojos menos libidinosos para así refugiarse del demonio, el mundo y la carne en la vida ermitaña o en el mundo de silencio de los monjes de la Cartuja. Es en estas cuatro estrofas donde llegamos al paroxismo de su aparentemente desenfrenado deseo sexual. Allí el poeta se presenta a sí mismo como un sátiro loco y medio chivo que persigue la sensualidad de los “labios rojos” y las “redondeces de nieve” (v 64) de los senos femeninos. Desde el pulcro ascetismo de los primeros versos viajamos, por tanto, al culto dionisiaco por el que se rigen “sus manos lúbricas de amante” (v 71), su pecaminosa vida de “vinos y besos” (v 67) y su sangre desbordada de apetito sexual que le “hace arder las venas,/ vibrar los nervios y crujir los huesos” (vv 75-76). El poeta implícito comulga, por tanto, con la imagen negativa y pecaminosa de la sexualidad que presenta la Iglesia tradicional. Como es de esperar, dicha postura nos lleva, en la decimoquinta estrofa de “La Cartuja”, al reflejo de una velada misoginia marianista, por la que la mujer queda reificada como tentanción y relegada al ominoso mundo del pecado y de las diablesas quevedescas: “Por la oración y por la penitencia/ poner en fuga a las diablesas malas” (vv 59-60).
La visión del monasterio de la Cartuja le inspira culpabilidad al comparar la quietud y la paz de los clérigos con su naturaleza epicúrea y proclive al pecado. Este sentimiento podrá ser sincero o una mera pose poética, pero no hay duda de que, en contraste con varios otros poemas, en este caso su erotismo no apunta ni hacia lo divino ni hacia la armonía cósmica. En definitiva, si bien en las conclusiones de su libro Louis Bourne resume una de las fases de la poesía de Rubén Darío explicando que “la reverencia por los dioses del mundo pagano estimulaba su imaginación, sobre todo en el caso de Venus y Pan, porque le permitieron dar una visión divina con las características humanas de su erotismo personal” , es evidente que, como vemos en “La Cartuja”, también la religión católica y en concreto el mundo monástico le sirvieron para evocar—aunque por contraste—el propio instinto sexual del poeta. Ese católico remordimiento por el pecado que se hace tan obvio en “La Cartuja” es de nuevo el tema central de otros poemas como “La dulzura del ángelus” y “Spes” de Cantos de vida y esperanza, poema este último donde la voz lírica le habla directamente a Jesucristo: “Jesús, incomparable perdonador de injurias,/ óyeme. Sembrador de trigo, dame el tierno/ pan de tus hostias; dame, contra el sañudo infierno,/ una gracia lustral de iras y lujurias./ Dime que este espantoso horror de la agonía/ que me obsede, es no más de mi culpa nefanda;/ que al morir hallaré la luz de un nuevo día/ y que entonces oiré mi ‘¡Levántate y anda!’.” En cualquier caso, en contraste con la presencia de la tiara papal en sus poemas de juventud, en “La Cartuja” la Iglesia aparece representada por el apóstol San Pablo; por el palestino San Hilarión (290?-371), un monje eremita y anacoreta; el ermitaño egipcio San Antonio (251?-350), famoso por sus tentaciones y considerado el primer monje de la cristiandad (v. 29); y por los lamentos del profeta hebreo Jeremías (“profesor del llanto” v. 13) de los siglos seis y siete a.C. Todos ellos parecen haber hallado “el concepto más profundo” (v 27): que un día habrán de morir y, por tanto, tienen que prepararse resistiendo casi heroicamente las “mil visiones de fornicaciones” (v 32) con que les tienta el Demonio. Gracias a las enseñanzas que reciben de la epístola del apóstol San Pablo a los Efesios, saben protegerse con “corazas evangélicas” (v 42): “Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo” (Ef 6:11); “tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Ef 6:13). Frente al deseo sexual que parece dominar a la voz poética, el espíritu de los monjes arde de amor sacro en el momento de la comunión. Paradójicamente, la profunda admiraci¬ón que se respira en este poema puede contrastarse con la visión opuesta de esta misma orden religiosa que aparece en un poema en el que Rubén ser burla del periódico El Centro-Americano: “Es el cartujo con capucha alzada/ Que combate el Derecho y la Razón,/ Que canta oremus y que tiene el fondo Casi... casi... de libre pensador”.
En línea con su compleja y contradictoria postura con respecto a Iglesia Católica en su obra, veamos ahora la evolución de su otra postura, la anticlerical, desde sus primeros versos hasta los últimos libros de su producción tanto poética como narrativa. Como explica Louis Bourne, el liberalismo y la masonería pronto minaron la base de la fe de Darío y acabaron con su afiliación católica: “tanto por la afiliación liberal como estudiante del liberal polaco Leonard, así como por su admiración hacia los intelectuales franceses, entre otros, Hugo, Lamartine y Renan, adoptó, después de su inicial educación católica, una postura anticatólica, antijesuita y antidogmática que, pese a que se atenuó en su madurez, no fue acompañada por un retorno a las directrices de la Iglesia”. Por el mismo camino, David E. Whisnant subraya las influencias anticlericales que tuvo Darío en su juventud: “Leonard’s influence on fourteen-year-old Darío appears to have been substantial. Darío began to write poems against the Jesuits and the Pope and to read nineteenth-century liberal French writers along with the Romantic, anticlerical Ecuadorian Juan Montalvo”. En efecto, junto a las pruebas de su devoción católica mencionadas anteriormente, ya a los quince años Darío contaba con poemas anticlericales e incluso se había atrevido a criticar al Papa en un largo poema de mil versos en cien décimas titulado “El Libro” que leyó ante el gobierno nicaragüense el 24 de enero de 1882: “Ven a mí, musa querida;/ mi lira dame: levanta/ y únete a mi voz y canta/ la humanidad rediminda./ Redimida con la vida;/ no con Gólgota ni cruz,/ ni martirios de Jesús;/ sino con la fuerza inmensa.../ fuerza que bulle y que piensa/ ¡Con el libro, que es la luz!”. A causa de este poema, el presidente del Congreso Nacional Pedro Joaquín Chamorro le negó al poeta-niño una beca para continuar sus estudios en letras en Europa. Por el mismo camino, en el poema “Al Papa”, del libro Poesías desconocidas, el joven Rubén tilda de “Santo Tirano” al Pontífice y le acusa de ensuciar a Cristo: “No vayas al Altar, Santo Tirano/ que profanas de Dios la eterna idea./ Aun la sangre caliente roja humea/ en tu cáliz, en tu estola y en tu mano”.
Las enseñanzas liberales, krausistas y masónicas—con toda su carga anticlerical y antimonárquica—del profesor hispano-polaco de Rubén, José Leonard, que había sido miembro de la Institución Libre de Enseñanza de Madrid, reaparecen en el poema “A los liberales”, donde Rubén ensalza a los liberales por romper “la tiara y la corona” (2). Esta postura se refleja, asimismo, en los dos tercetos del soneto “A la razón”, en los que se enfatiza la dicotomía entre dos sistemas axiológicos opuestos, el positivo, representado por la razón del progreso liberal, y el oscurantista, emblematizado por la fe de la Iglesia Católica: “Ya tu poder gigante y soberano/ que el Orbe en otro tiempo no admirara,/ contra el altar del Sacro Vaticano/ el Papa quiebra con dolor su tiara;/ y aterido y helado, cual la escarcha/ grita con Pelletán: ‘El mundo marcha’” (vv 9-14). En la misma línea, en “El Jesuita”, compuesto por dos décimas, el poeta no sólo se rebela contra los mismos jesuitas de la parroquia de la Recolección que lo habían educado durante su niñez en León, sino que adjudica un valor satánico a la Compañía de Jesús y augura el fracaso de su lucha contra el progreso liberal: “¿Qué es el jesuita? –Bolívar/ preguntó una vez a Olmedo./ Es el crimen, el enredo;/ es el que da al pueblo acíbar/ envuelto en sabroso almíbar./ Bien: ahora hablaré yo./ Juzga, después, lector, tú:/ el jesuita es Belcebú/ que del Averno salió./ ¿Vencerá al progreso? No!”. Cathy L. Jadre ha indicado, asimismo, esta vena anticlerical de la poesía dariana: “The receptive and restless youth followed the model set for him. In his poems, Darío denounced the mystery of the trinity, the dogma of papal infallibility, and the sacraments” (Rubén Darío 11). Paradójicamente, en su autobiografía Rubén habla con cariño de algunos de sus profesores jesuitas e incluso afirma, en el sexto capítulo, que le encantaban los ejercicios espirituales, si bien aclara que eso se debía a las deliciosas vituallas y el chocolate que allí se ofrecían.
Ahora bien, ¿será cierto que esta postura abiertamente anticlerical se atenúa en su madurez, como afirma Bourne, o que llegue a desaparecer para siempre tras una suerte de arrepentimiento que condujo al poeta a la apología de lo eclesiástico, como apuntan varios críticos? Teniendo en cuenta el anticlericalismo radical y contestatario de sus primeros versos, sorprendería que su obra posterior abriera los brazos incondicionalmente a la misma Iglesia a la que tanto había criticado. Por el contrario, cabe esperar que estas mismas influencias liberales y masónicas se vean traducidas, de alguna manera, en un nuevo discurso denunciatorio contra esa misma institución o sus miembros durante su época de madurez poética, tal y como ocurre en las obras de otros poetas modernistas como Lugones y Herrera y Reissig. En efecto, según señala Carlos Ruiz Ortiz, su postura anticlerical sigue observándose en los artículos periodísticos que escribió el nicaragüense en su época de madurez: “con el Darío de los años maduros de su vida coexiste un fenómeno político, que es la Revolución Liberal de 1893 del general José Santos Zelaya, quien sin ser marxista ni ateo, trastoca los intereses políticos y económicos de la Iglesia Católica ... Darío como periodista y prosista apoya a la Revolución Liberal de Zelaya”. Así, Diego Manuel Sequeira recoge varios artículos de Rubén que iluminan esta postura. Por ejemplo, bajo su conocido pseudónimo de Ursus, el poeta comenta en un artículo titulado “El siglo XX” y publicado en El Porvenir de Nicaragua el 11 de junio de 1885: “¡Ah, el siglo XX! ... ni habrá tanta devoción ni tanto clérigo, ni tanta gente llena de piedad ganando indulgencias en vez de ganar otra cosa”. En el mismo número de ese períodico Rubén alaba de la siguiente manera al ecuatoriano Juan Montalvo: “luchan por elevar al Ecuador a un puesto alto, por arrancarla del poderío de esos hipócritas inquisidores que se rodean de frailes y curas creyendo hallar fortaleza en esos martirizadores de la conciencia popular”. De manera similar, critica al periódico clerical El Republicano de la siguiente manera: “Es un pedazo de sotana vieja/ Que huele a incienso pero está podrido./ Párate pluma, deja, deja, deja,/ No toques a un follón y mal querido”. El mismo tono sarcástico aparece en las críticas a otro diario, El verdadero estandarte, dirigido por el cura de la parroquia de Granada: “Que ha de ganar mucha parte/ Con sus frases en latín”; y a La Tribuna: “Puf! qué hedor, santo Varuna!/ ¡Por los jesuitas: qué hedor!”
Muchas otras son las pruebas que nos han quedado de la postura anticlerical por la que optó en algunas etapas de su vida. Así, en reacción a la noticia que aparece en el semanario La República con respecto al hecho de que el poeta Juan José Bernal recibiera las últimas órdenes, Rubén escribe un soneto cuyo primer cuarteto lamenta: “Bernal ya es sacerdote. –¡Desgraciado!/ Bernal ya es sacerdote. –¡Qué espantoso!/ —En labrarse su ruina qué afanoso!/ —En huir de sus laureles qué porfiado!” Una de sus críticas más abiertas a la Iglesia Católica española se resume en el artículo “Semana Santa”, donde Rubén dedica varias páginas a exponer la falta de religiosidad del obrero español, el nefasto fanatismo religioso sin fe profunda del español en general, lo medieval de la mortificación pública del penitente y “la idolatría católica de figuras también primitivas”. Se adentra, incluso, en una crítica a la historia de la Iglesia en donde recuerda las motivaciones políticas de la Inquisición y el valor de divertimento popular, al estilo de las corridas de toros, que tenían los autos de fe. En este marco se encierra la denuncia más directa contra la Iglesia contemporánea: “En Andalucía, en Castilla, buena parte del clero ha contribuido, con su poco cuidado de los asuntos espirituales, a debilitar las creencias ... en las regiones inferiores no es un mirlo blanco el sacerdote de sotana alegre, amigo de juergas, de guitarras y mostos. La navaja no es tampoco, en ciertos ejemplares, desconocida. El sacerdote sanguinario y cruel no ha sido escaso en las guerras carlistas. En cuanto a la moralidad, es éste el país en donde el ‘ama del cura’ y las ‘sobrinas del cura’ son tipos de comedia y cantar” (Gullón 234).
Pero volviendo a su producción poética, si bien, como explica Jrade, la anarquía del mundo moderno hace que en poemas como “Canto de esperanza”, “Spes”, “¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello...”, “¡Oh, terremoto mental!” y “El verso sutil que pasa o se posa...” Darío exprese su añoranza por la fe católica de su infancia , vuelve a jugar irónicamente con consignas anticlericales en “Agencia...”, un poema incluido en El canto errante que se caracteriza por su inclinación a un prosaísmo más contemporáneo y que, en cierto modo, anuncia el vanguardismo. Así, en un determinado momento vemos que “en la iglesia el diablo se esconde/ Ha parido una monja... (¿En dónde?)” (v 13-14); más tarde, el poeta hace una nueva referencia un tanto burlesca al Sumo Pontífice cuando afirma que “Ya no tiene eunucos el papa” (v 20); y al final advierte: “La fe blanca se desvirtúa/ y todo negro continúa./ En alguna parte está listo/ el palacio del Anticristo” (226). Ese tono un tanto irrespetuoso, con esporádicas proclamas anticlericales, continúa en la segunda parte de la excepcional “Epístola” dedicada a la esposa de Leopoldo Lugones: “¡Y he gustado bocados de cardenal y de papa!...” (v 14). Del mismo modo, en el poema “Ite, missa est”, de Prosas profanas, que Ricardo Gullón tilda de “casi sacrílego” (20), vuelve a mencionar de manera tangencial e irónica motivos religiosos, mezclando de vez en cuando el léxico erótico con la terminología religiosa para hablar de sus amores: “su espíritu es la hostia de mi amorosa misa” (v 3). Finalmente, como apunta Alberto Acereda, en “Impresiones de salón”, incluido en Parisiana (1908), una colección de crónicas que Rubén envió al diario porteño La Nación, enumera algunas de las causas de la ausencia de artistas latinoamericanos en los museos parisinos: “el utilitarismo, el mammonismo, por un lado, y el socialismo y el clericalismo, por otro, han dado mucho y están para dar por completo a todos los diablos el sentimiento aristocrático de lo bello”. El clericalismo, por tanto, es una amenaza para la “aristocracia del pensamiento” y la lucha contra la mediocridad artística por las que aboga el nicaragüense. Queda claro, por tanto, que la postura anticlerical, si bien se hace menos recurrente, está lejos de atenuarse y mucho menos de desaparecer. Lo que sí ocurre, en cambio, es que se producen al mismo tiempo dos discursos contradictorios: uno de aparente profesión de fe y alabanza a lo cristiano, y otro que continúa en los parámetros de su anticlericalismo juvenil.
En líneas generales, en la poesía de Rubén Darío vemos un extraño conflicto ideológico en el que dialogan dos posturas opuestas: la sagrada y la profana, la proclerical y la anticlerical. Mientras que en la primera se aprecia una clara admiración por la Iglesia Católica y una comunión con el concepto pecaminoso de la sexualidad típico del catolicismo, en la segunda, aparece una crítica agresiva contra el Papa, el Vaticano y la Iglesia en general. En cualquier caso, según se ha demostrado, no cabe duda de que la denuncia y el ataque anticlerical no desparecen misteriosamente de la obra madura de Rubén, como han señalado varios críticos.
*U.S. copyright law prohibits reproduction of the articles on this site "for any purpose other than private study, scholarship, or research" (see Title 17, US Code for details). If you would like to copy or reprint these articles for other purposes, please contact the publisher to secure permission.
1 comentario:
estupendamente escrito, original; este es mi texto crítico favorito en torno a Darío, de los recientes
Publicar un comentario