viernes, 16 de abril de 2010

El anti-indigenismo en El hablador y Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa

Publicado en Vargas Llosa and Latin American Politics. Eds. Juan de Castro and Nicholas Birns. New York: Palgrave, 2010. 103-24.

(Versión en castellano publicada en la revista académica peruana Desde el Sur) PARA VER VERSIÓN PUBLICADA EN CASTELLANO, PULSAR
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Ignacio López-Calvo
University of California, Merced


Si tuviese que escoger entre la preservación de las culturas indias y su asimilación, con gran tristeza yo escogería la modernización de la población india, porque hay prioridades [...] la modernización es sólo posible con el sacrificio de las culturas indias. Mario Vargas Llosa


En 2005 Mario Vargas Llosa (1936-) recibió el premio Irving Kristol del American Enterprise Institute, uno de los institutos conservadores más influyentes de Estados Unidos. El escritor peruano abrió su discurso agradeciendo a sus anfitriones el que se le considerara un “ser unificado”, en contraste con muchos de sus críticos en el mundo hispano, quienes tienden a separar su obra literaria de sus ideas políticas. A la luz de esta afirmación, en este ensayo me propongo contextualizar la representación de lo indígena y del indigenismo en su ficción con la evolución de su pensamiento político. Como nos recuerda Efraín Kristal, según la doctrina de los demonios de la creación literaria de Vargas Llosa, “a writer is not responsible for his literary themes, and his personal convictions may contradict the contents and messages of his literary works” (197). No obstante, como veremos, existe un denominador común entre las novelas que se discutirán en este ensayo y el pensamiento político del autor en el momento en que se publicaron, aun si, como se puede esperar del género novelístico, en el discurso ficcional podemos encontrar con frecuencia contradicciones polifónicas y ambivalencia ética.


El escritor sinoperuano Siu Kam Wen (1951-), en su novela autobiográfica Viaje a Ítaca (2004), comenta la manera en que la imagen política de Vargas Llosa durante su campaña de 1989, que sirvió como preparación para las elecciones presidenciales del año siguiente, fue tachada, por muchos peruanos, de elitista:

Pero en el ínterin, sin embargo, Vargas Llosa había ido cometiendo un error político tras otro, a pesar—o a causa—de los consejos de sus consultores bostonianos de campaña. Se alió con partidos caducos y políticos desacreditados cuando más sensato habría sido presentarse solo; reclutó a sus compañeros de plancha y a sus asesores técnicos de entre la elite blanca, enajenando así a la mayoría indígena y mestiza de la población” (19).

Esta última frase nos lleva a la propuesta que les hace Vargas Llosa a sus críticos de considerarlo un ser unificado. ¿Cómo se traducen sus posiciones políticas y sus declaraciones como intelectual público a la representación novelística de lo indígena y del indigenismo?

En un artículo reciente, Vargas Llosa expresa, como ha hecho siempre, su preocupación por la opresión de los indígenas y muestra su compasión por su sufrimiento. Al mismo tiempo, en contraste con las premisas de varias de las ramas del movimiento indigenista peruano, apoya el mestizaje como solución a los males sociales de Latinoamérica, a pesar del peligro que supone para la especificidad cultural de los indígenas:

Fortunately, the mixing of races (el mestizaje) is very extensive. It builds bridges between these two worlds, drawing them closer and slowly merging them. (…) In the long run it will win out, giving Latin America a distinctive profile as a mestizo continent. Let’s hope it doesn’t homogenize it completely and deprive it of its nuances, though this seems neither possible nor desirable in the century of globalization and interdependence among nations. (“Latin America” 34)

En este mismo artículo, explica que si bien, para los indigenistas, la genuina realidad de Latinoamérica reside en las civilizaciones prehispánicas y en los pueblos indígenas, él está convencido de que, culturalmente, Latinoamérica es una parte intrínseca del mundo occidental y que, después de cinco siglos, los latinoamericanos no indígenas son tan nativos del continente americano como los indígenas:

The fact is that Latin America is Spanish, Portuguese, Indian, African all at once, and a few other things as well (…) Five centuries after the Europeans set foot on the continent’s beaches, mountain chains and jungles, Latin Americans of Spanish, Portuguese, Italian, German, Chinese, and Japanese origin are as native to the continent as those whose ancestors were the ancient Aztecs, Toltecs, Mayas, Quechuas, Aymaras and Caribs. (“Latin America” 35-36)

Desde esta perspectiva, ¿cómo se refleja en estas novelas la oposición política de Vargas Llosa al indigenismo? Como se observará más adelante, algunas de sus novelas ofrecen una representación bastante ambigua y ambivalente de lo indígena. Paradójicamente, en su libro de ensayos A Writer’s Reality, (Una realidad de un escritor; 1991) critica la escritura de su admirado Jorge Luis Borges por su etnocentrismo cultural: “The black, the Indian, the primitive often appear in his stories as inferiors, wallowing in a state of barbarism apparently unconnected either to the accidents of history or to society, but inherent in the race or status. They represent a lower humanity, shut off from what Borges considers the greatest of all human qualities, intellect and literary refinement” (18). Vargas Llosa estima que la discriminación que hacía el escritor argentino de las culturas del llamado Tercer Mundo era involuntaria e inconsciente: “Those other cultures that form part of Latin America,” insiste, “the native Indian and the African, feature in Borges’s world more as a contrast than as different varieties of mankind” (18). Tras la lectura de afirmaciones como éstas, uno no puede evitar preguntarse: ¿Y no adolece también la ficción de Vargas Llosa de una tendencia similar al etnocentrismo cuando asocia las culturas indígenas andinas y amazónicas con la barbarie? Para responder a esta pregunta, me concentraré en dos novelas publicadas después de que el autor rechazara el socialismo y adoptara convicciones políticas más cercanas al neoliberalismo centrado en la economía de mercado libre: El hablador (1987) y Lituma en los Andes (1993).

En La utopía arcaica (1996), un estudio sobre el nacimiento del movimiento indigenista a través de la vida y obra de José María Arguedas (1911-1969), Vargas Llosa expresa su admiración por este escritor peruano que, como antropólogo profesional que además creció rodeado por la cultura indígena, contaba con la ventaja de ser un experto en las dos realidades del Perú, la indígena y la blanca-mestiza: “Privilegiado porque en un país escindido en dos mundos, dos lenguas, dos culturas, dos tradiciones históricas, a él le fue dado conocer ambas realidades íntimamente, en sus miserias y grandezas, y, por lo tanto, tuvo una perspectiva mucho más amplia que la mía y que la mayor parte de escritores peruanos sobre nuestro país” (9). A pesar del modesto reconocimiento de sus limitaciones (que confiesa igualmente en el primer capítulo de A Writer’s Reality), Vargas Llosa, en las dos novelas mencionadas anteriormente, planta cara al reto de seguir los pasos de Arguedas y explorar las violentas relaciones raciales en la historia de Perú a raíz de este choque entre, por una parte, lo que el considera el mundo occidental “moderno”, y por otra, el mundo “tradicional” de las culturas indígenas. Sin embargo, ya antes de publicar El hablador, se pueden observar atisbos de este interés (que más adelante se convertiría en uno de sus “demonios” literarios) en dos novelas anteriores: La tía Julia y el escribidor (1977) e Historia de Mayta (1984). En su análisis de La tía Julia y el escribidor, el crítico peruano Antonio Cornejo-Polar señala la sorpresa del narrador autobiográfico al ver los cambios acarreados por la inmigración rural a Lima en los diez años que ha estado ausente y cómo lo hacen sentirse como un turista en su propia ciudad:

Al salir de la Biblioteca Nacional, a eso del mediodía, bajaba a pie por la avenida Abancay, que comenzaba a convertirse en un enorme mercado de vendedores ambulantes. En sus veredas, una apretada muchedumbre de hombres y mujeres, muchos de ellos con ponchos y polleras serranas, vendían, sobre mantas extendidas en el suelo, sobre periódicos o en quioscos improvisados con cajas, latas y toldos, todas las baratijas imaginables, desde alfileres y horquillas hasta vestidos y ternos, y, por supuesto, toda clase de comidas preparadas en el sitio, en pequeños braseros. Era uno de los lugares de Lima que más había cambiado, esa avenida Abancay, ahora atestada y andina, en la que no era raro, entre el fortísimo olor a fritura y condimentos, oír hablar quechua. (472)

Cornejo-Polar subraya el evidente contraste que existe en este pasaje entre la tranquila biblioteca en la que predomina el castellano escrito, símbolo de la ciudad letrada de Ángel Rama, y el ruidoso mercado indígena que lo rodea, en el que el castellano ha sido substituido por el quechua oral. Al mismo tiempo, existe otra oposición implícita, según Cornejo-Polar: el orden frente al “el indomable desorden plebeyo de las calles, que se ve explícita y repetidamente como andino” (837). En otras palabras, el protagonista se siente rodeado por el Otro étnico en su propia ciudad.

Otro pasaje similar reaparece siete años más tarde en La historia de Mayta, en donde el narrador en primera persona, semiautobiográfico y anónimo (quien se encuentra recogiendo información sobre un pionero revolucionario llamado Alejandro Mayta para escribir una novela sobre la primera insurrección socialista en Perú) se pregunta: “Por momentos, tengo la impresión de no estar en Lima ni en la costa sino en una aldea de los Andes: ojotas, polleras, ponchos, chalecos con llamitas bordadas, diálogos en quechua. ¿Viven realmente mejor en esta hediondez y en esta mugre que no s caseríos serranos que han abandonado para venir a Lima? Sociólogos, economistas y antropólogos aseguran que, por asombroso que parezca, es así” (25). Este pasaje parece ambivalente. Su primera frase da la impresión de que el narrador no sólo está sorprendido sino molesto con la omnipresencia de indígenas en “su” ciudad; queda implícito que esa gente no tiene cabida allí, en Lima, y que debería volver a su hogar ancestral en los Andes. En las siguientes dos frases, sin embargo, se redime de alguna manera al expresar compasión por su sufrimiento.

Y el mismo tipo de imaginario reaparece una vez más en El hablador cuando el narrador semiautobiográfico ve a un niño andino limpiando el sucísimo suelo de un café: “¿Un zombie? ¿Una caricatura? ¿Hubiera sido mejor para él permanecer en su aldea de los Andes, vistiendo chullo, ojotas y poncho y no aprender nunca el español? Yo no lo sabía, yo dudo aún. Pero Mascarita sí lo sabía” (29). Estas escenas de las tres novelas son reminiscentes del “Perú informal” o de la “cultura chicha” descrito peyorativamente Vargas Llosa en La utopía arcaica para recalcar la confusión y falta de armonía que caracteriza la hibridación. En el último capítulo del estudio, menciona los inesperados resultados de la desindianización y la cohabitación producidas por la inmigración andina a la capital: “un extraño híbrido en el que al rudimentario español o jerga acriollada que sirve para la comunicación, corresponden unos gustos, una sensibilidad, una idiosincrasia y hasta unos valores estéticos virtualmente nuevos: la cultura chicha” (331-32). Estas dos realidades están inseparablemente vinculadas a lugares geográficos específicos de Perú. En La utopía arcaica Vargas Llosa incluye una cita de un ensayo académico indigenista titulado “Ruta cultural del Perú”, escrito por el historiador Luis E. Valcárcel, que el novelista considera un ejemplo de la percepción “andinista” de Lima: “La costa, por su situación geográfica y por su composición social, a la larga vino a representar el Anti-Perú” (169). Este párrafo también es representativo de la utopia arcaica iniciada por el Inca Garcilaso de la Vega, quien argüía que la cultura quechua sería preservada metafísicamente a lo largo de los siglos, esperando a que llegara el momento adecuado para restaurar, en tiempos modernos, la sociedad igualitaria de los incas, en la que el comercio era desconocido. Lo que Vargas Llosa considera una “ficción histórico-política” indigenista (Utopía 168) encuentra su eco en el discurso ficcional de un personaje en Historia de Mayta, un teniente carcelero de veintidós años llamado Vallejos, quien deja Lima fuera de la esencia de la peruanidad: “Y, casi sin transición, Mayta lo oyó enfrascarse en un discurso indigenista: el Perú verdadero estaba en la sierra y no en la costa, entre los indios y los cóndores y los picachos de los Andes, y no aquí, en Lima, ciudad extranjerizante y ociosa, antiperuana, porque desde que la fundaron los españoles había vivido con la mirada en Europa en Estados Unidos, de espaldas al Perú” (9). Vallejos extiende su argumento en el capítulo cinco: “Pues, una vez que Lima le arrebató el cetro, Jauja, como todas las ciudades, gentes y culturas de los Andes, entró en un irremisible proceso de declinación y servidumbre a ese nuevo centro rector de la vida nacional, erigido en el más insalubre rincón de la costa, desde el cual, con una continuidad sin pausas, iría expropiando en su provecho todas las energías del país” (55). Estas afirmaciones del teniente izquierdista, junto con los esfuerzos de los revolucionarios para “salvar” a los indígenas peruanos y llevarlos de nuevo hasta posiciones de liderazgo nacional, se refutan satíricamente más tarde por medio de la pasiva reacción de los habitantes de Jauja al desfile del minúsculo grupo de adolescentes insurgentes: “Se volvían a observarlos, con indiferencia. Un grupo de indios con ponchos y atados, sentados en una banca, movieron las cabezas, siguiéndolos. No había gente para una manifestación todavía. Era ridículo estar marchando” (108). Unas páginas más adelante, la misma reacción de indeferencia a la presencia de sus “salvadores” ridiculiza todavía más a los insurgentes: “En la placita de Quero, los indios seguían comerciando, desinteresados de ellos” (118).

Así pues, si bien la mayoría de los críticos han interpretado Historia de Mayta como un tratado político ficcionalizado contra las revoluciones socialistas y las utopías políticas, existe también una sutil lucubración contra los discursos indigenistas (con lo que no quiero decir que la novela ni Vargas Llosa sean anti-indígenas) que se desarrollará con más profundidad en El hablador y Lituma en los Andes. Del mismo modo que La utopía arcaica critica la apropiación que hace el teórico marxista José Carlos Mariátegui del sufrimiento indígena para justificar sus propios objetivos políticos (cuando, en realidad, no estaba muy familiarizado con su cultura), Mayta condena, de manera implícita, el flagrante intento por parte de los revolucionarios de usar a los indígenas para llevar a cabo sus propias utopías políticas, a la vez que se esconden cobardemente en un garaje cuando surge la oportunidad de levantarse en armas. Aunque su actitud cambia tras el triunfo de la Revolución Cubana, al principio los camaradas trotskistas de Mayta prefieren continuar con sus discusiones bizantinas en lugar de unirse a la insurrección (que supuestamente llevaban años planeando) junto con los indígenas andinos. Y, sin embargo, todos ellos están convencidos de que el pueblo indígena guarda la llave del éxito de la revolución socialista: “Cuando los indios se alcen, Perú será un volcán” (6), promete Mayta. Solamente Vallejos y el renuente Mayta se unen por fin a la lucha armada, aun cuando este último confiesa no que sabe nada de los indios ni de su modo de vida. En una suerte de justicia poética (que, de acuerdo a A Writer’s Reality, se hace fiel eco de la vida del histórico Vicente Mayta Mercado), el último capítulo lo muestra llevando una vida miserable en una barriada y trabajando en una heladería.




Para pasar a las novelas dedicadas específicamente al choque y falta de comunicación entre las dos principales culturas peruanas, en El hablador contamos con uno de estos indigenistas, un estudiante sanmarquino idealista y de origen judío, Saúl “Mascarita” Zuratas, quien, tras terminar la investigación antropológica de campo en la selva amazónica, decide unirse a “los hombres que andan”, es decir, a la tribu nómada machiguenga. El hecho de que la novela esté dedicada a esta tribu sugiere la empatía que el autor siente por las tribus amazónicas. Y, sin embargo, da por sentado (ya que tanto Mascarita como el narrador están de acuerdo) que la asimilación de los peruanos andinos a la cultura occidental es inevitable e incluso recomendable. Así, afirma Mascarita:

yo sé muy bien que para los descendientes de los incas no hay vuelta atrás. A ellos sólo les queda integrarse. Que esa occidentalización, que se quedó a medias, se acelere, y cuanto más rápido acabe, mejor. Para ellos, ahora, es el mal menor. Ya sabes que soy un utópico. En la Amazonía, sin embargo, es distinto. No se ha producido el gran trauma que convirtió a los incas en un pueblo de sonámbulos y vasallos. (98)

En cambio, en el caso de las tribus amazónicas el dilema se presenta en la novela, de acuerdo con el escepticismo posmoderno, desde dos perspectivas opuestas, sin defender claramente ninguna de las dos. Esto se refleja en el hecho de que, en cierto modo, queda sin ser resuelto en la novela. En una primera lectura, da la impresión de que Vargas Llosa permite que el lector decida por sí mismo cuál de los dos argumentos es el más apropiado para el Perú: la propuesta indigenista de Mascarita de volver al modo de vida precolombino que, como señala Gene Bell-Villada, “is portrayed as something of an eccentric, utopian impulse” (156), o el enfoque pro-occidental del narrador-novelista anónimo, quien ha dejado de creer en el indigenismo socialista. Sin embargo, una segunda lectura revela que este tour de force supuestamente dialógico y polifónico que tiene lugar en 1958 entre el neoindigenista Mascarita y el narrador anti-indigenista en primera persona está viciado desde el principio: inevitablemente, el hecho de que el narrador tenga rasgos autobiográficos da más peso a la segunda opción. Según señala O’Bryan-Knight, “As the narrator’s voice breaks away from and begins to overpower that of the hablador, stylization gives way to critical parody. The voice of ethnography is ultimately subverted when it becomes clear that it is not a Machiguenga storyteller who is speaking out but, rather, the narrator speaking through Mascarita’s mouth. Indeed, Mascarita emerges as a parody of an anthropologist” (90). Más aún, los tres capítulos impares narrados con un estilo que imita la oralidad indígena exponen aspectos negativos de esta cultura. La credibilidad de esta crítica aumenta por venir de un estudiante de antropología que obviamente simpatiza con los machiguengas y que ahora ve su cultura desde dentro.

La imposibilidad de abandonar completamente la cosmovisión occidental queda probada por el hecho de que Mascarita recurre a adaptaciones de textos escritos occidentales, como “La metamorfosis” de Franz Kafka (1916) y el que narra los padecimientos de los judíos en el Antiguo Testamento. Por tanto, la adopción por parte de Mascarita de la cosmovisión machiguenga no ha borrado completamente la cultura escrita que adquirió en Lima. Como indica Raymond L. Williams, “rather than an authentic storyteller, he is the perfect imitator of the storyteller” (262). En cualquier caso, cree haber encontrado su destino viviendo como un hablador en la Amazonía y tratando de convencer a los machiguenga, desde su punto de vista privilegiado, de los peligros de conllevaría el abandonar sus costumbres ancestrales. En el último capítulo, por ejemplo, les recomienda que no abandonen su vida nómada y que no comercien con los viracochas (no indígenas). Para convencerlos, les cuenta la historia de un machiguenga que se une a la economía mercantil que, desde su punta de vista, es perjudicial para las tribus amazónicas. Pronto el hombre machiguenga se siente desgraciado y comienza a sospechar que los blancos con los que ha estado comerciando son, en realidad, demonios. Atormentado y padeciendo insomnio, lamenta haber cometido el error de desviarse de las normas sociales machiguengas y se muda con su familia a otro lugar, abandonando todos los objetos occidentales e “impuros” que había adquirido.

Otra de las críticas de Vargas Llosa al movimiento indigenista es su supuesto machismo. En La utopía arcaica ofrece ejemplos de la representación estereotípica de la masculinidad y la feminidad, incluyendo el párrafo de Tempestad en los Andes (1927) en que Luis Valcárcel predice la futura hegemonía de la “sierra viril” sobre la “costa femenina” (Utopía 68). Este machismo se transplanta a los mismos machiguengas en El hablador. Misha Kokotovic mantiene que “For Vargas Llosa, the Machiguenga are just a vehicle for a story about the importance of stories, and of storytelling” (182). Sin embargo, a mi juicio cumplen una función mucho más importante: la de ilustrar la retrógrada discriminación de género que, según Vargas Llosa, permea las culturas indígenas de la Amazonía. Así, el hombre machiguenga que comercia con los viracochas golpea a una de sus esposas a la vez que la acusa de ser una mentirosa, cuando es obvio que dice la verdad. La situación deplorable de la mujer en la Amazonía se enfatiza también en el siguiente pasaje: “‘Los yaminahuas deberían alegrarse, eso que les di vale más que ella’, me aseguró. Le preguntó a la yaminahua en mi delante: ‘¿No es así?’ Y ella asintió: ‘Sí, lo es’, diciendo” (198). Esta niña yaminahua a la que compraron a cambio de un poco de comida, todavía no había tenido su primera menstruación. Estos pasajes se pueden interpretar en el contexto de pensamiento político-filosófico de Susan Moller Okin, quien critica el multiculturalismo arguyendo que la “cultura” y la preocupación por la diversidad cultural nunca deberían servir de excusa para permitir la opresión de la mujer e ignorar la discriminación de género en las culturas minoritarias:

In the case of a more patriarchal minority culture in the context of a less patriarchal majority culture, no argument can be made on the basis of self-respect or freedom that the female members of the culture have a clear interest in its preservation. Indeed, they might be much better off if the culture into which they were born were either to become extinct (so that its members would become integrated into the less sexist surrounding culture) or, preferably, to be encouraged to alter itself so as to reinforce the equality of women--at least to the degree to which this value is upheld in the majority culture. (22-23)

En cualquier caso, este es otro argumento que resulta controvertido: si bien puede ser que la escena describa la situación de la mujer entre los machiguengas, este tipo de discriminación no se puede generalizar a todas las culturas indígenas de Perú. El estatus de las mujeres en las sociedades precolombinas, por ejemplo, variaba según el grupo étnico, como se reveló en 1991 gracias al descubrimiento arqueológico de varias tumbas de sacerdotisas mochicas de alta jerarquía en San José de Moro, en el departamento de La Libertad. Igualmente, el descubrimiento en 2005 de una mujer moche momificada con sofisticados tatuajes en los brazos, a la que se bautizó como la Señora de Cao, en la huaca Cao Viejo (que es parte del yacimiento arqueológico de El Brujo a las afueras de Trujillo), ha sugerido también muchas preguntas sobre el papel de las mujeres en las antiguas civilizaciones de Perú, pues su tumba contenía no sólo artefactos ornamentales en materiales preciosos, sino también militares, incluyendo porras y lanzadores de lanzas.

La novela, por tanto, sugiere que Perú nunca debería volver a lo que Vargas Llosa parece considerar el arcaísmo retrógrado del modo de vida indígena. El mismo narrador semiautobiográfico lo asume explícitamente cuando hace rabiar a su compañero de clase:

—Eres un indigenista cuadriculado, Mascarita—le tomé el pelo—. Ni más ni menos que los de los años treinta. Como el Doctor Luis Valcárcel, de joven, cuando pedía que se demolieran todas las iglesias y conventos coloniales porque representaban el Anti-Perú. ¿O sea que tenemos que resucitar el Tahuantinsuyo? ¿También los sacrificios humanos, los quipus, la trepanación de cráneos con cuchillos de piedra? (97)

En este contexto, sorprende que Vargas Llosa proponga la trepanación como un ejemplo de atraso cuando, si se considera el siglo en que se practicaba, la mayoría de los antropólogos lo consideran prueba de la sofisticación científica de sociedades preincaicas como la de los paracas.

El narrador provee muchas otras razones para considerar la cultura de estas tribus inferior, incluyendo la poligamia, el animismo, la reducción de cabezas y la brujería con tabaco:

Por ejemplo, que los aguarunas y huambisas del Alto Marañón arrancaban el himen de sus hijas con sus manos y se lo comieran al tener ellas la primea sangre, que en muchas tribus existiera esclavitud y que en algunas comunidades se dejara morir a los viejos al primer síntoma de debilidad, so pretexto de que sus almas habían sido llamadas y de que su destino estaba cumplido. […] Que a los niños que nacían con defectos físicos, cojos, manos, ciegos, con más o menos dedos de los debidos o el labio leporino, los mataban las mismas madres echándolas al río o enterrándolos vivos. (27)

Esta última parte es importante ya que Mascarita reconoce que si hubiera nacido entre los machiguengas, su madre lo habría matado por haber nacido con una mancha en la piel que le cubre media cara. Por ello, critica esta costumbre bárbara y salva a un loro al que su madre trata de matar por haber nacido también con defectos físicos. Entre varios otros argumentos anti-indigenistas que usa el narrador para justificar la colonización de la selva amazónica, uno de ellos es el reducido número de indígenas que vive en ella. En consonancia con el conocido párrafo que uso de epígrafe en este ensayo, el narrador argumenta:

¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar la Amazonía? ¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al boa constrictor? […] Si el precio del desarrollo y la industrialización, para los dieciséis millones de peruanos, era que esos pocos millares de calatos tuvieran que cortarse el pelo, lavarse los tatuajes y volverse mestizos—o, para usar la más odiada palabra del etnólogo: aculturarse—, pues, qué remedio. (24)

Igualmente, el narrador insiste en que en vez de preocuparse tanto por el futuro de unos pocos miles de indios amazónicos, Mascarita debería concentrase en la dura situación en que se hallan millones de indios andinos.

En cualquier caso, el narrador sostiene que el indigenismo de Mascarita (así como el indigenismo en general) es una utopía arcaica, romántica, antihistórica y poco realista. Llega incluso a sugerir que la occidentalización sería deseable para las tribus amazónicas: “¿De qué les servía a las tribus seguir viviendo como lo hacían y como los antropólogos puristas tipo Saúl querían que siguieran viviendo? Su primitivismo las hacía víctimas, más bien, de los peores despojos y crueldades” (72). Otras escenas de la novela corroboran esa teoría. Así, en una de ellas, cuando Jum, el cacique de Urakusa, se da cuenta de la explotación que sufre su pueblo y trata de establecer una cooperativa para evitar a los intermediarios mestizos de Santa María de Nieva, éstos lo torturan brutalmente. Al ver estos abusos, el narrador recuerda sus discusiones con Mascarita sobre la colonización de la Amazonía y se pregunta: “¿Qué me diría Mascarita? ¿Admitiría que, en un caso así, se veía, clarísimo, que lo que convenía a Urakusa, a Jum, no era el movimiento hacia atrás sino adelante? Es decir, establecer su cooperativa, comerciar con las ciudades, prosperar económica y socialmente, de modo que ya no pudieran hacer con ellos lo que habían hecho los ‘civilizados’ de Santa María de Nieva” (75). Acto seguido, y en consonancia con el enfoque polifónico de la novela, se ofrece una interpretación diferente:

Matos Mar creía que, de la desgracia de Jum, Mascarita extraería razones para apuntalar su tesis. ¿No probaba aquello que la coexistencia era imposible, que fatalmente se convertía en dominio de viracochas sobre indígenas, en la gradual y sistemática destrucción de la cultura más débil? Esos borrachines salvajes de Santa María de Nieva no abrirían nunca, en ningún caso, a los urakusas, el camino de la modernidad, sólo el de su extinción; su ‘cultura’ no tenía más títulos de hegemonía que la de los aguarunas, quienes, por primitivos que fuesen, habían desarrollado los conocimientos y las artes suficientes para coexistir—ellos sí—con la Amazonía. (75)

Con respecto a los argumentos y el discurso político que presenta Vargas Llosa en estas dos novelas, Misha Kokotovic ha cuestionado la tesis de que la preservación es la única alternativa a la modernización: “The very terms in which the dilemma is posed predetermine its resolution. Vargas Llosa sets up a false dichotomy by opposing Western modernization to the straw man of ‘cultural preservation,’ by which he means literally freezing ‘primitive’ indigenous cultures in time. Having thus limited the options he skips ‘from choices the Indians face to choosing for them,’ to use Doris Sommer’s felicitous phrase” (177). Según mantiene Kokotovic, lo indígena no es incompatible con la modernidad y, por tanto, no tiene que ser necesariamente sustituido y sacrificado por la cultura occidental hegemónica; en su lugar, podría existir un proceso de transculturación que diera lugar al ideal que proponía Arguedas de una cultura quechua moderna, pero no aculturada ni occidentalizada.



A pesar de su obsesión con la figura del hablador machiguenga, el narrador, quien admite que le cuesta aceptar el que estas culturas primitivas sean parte de su país, sigue encontrando razones para la modernización de la Amazonía. Al contrario que su amigo Mascarita, aplaude el trabajo que está haciendo con los machiguengas el matrimonio Schneil, una pareja de lingüistas y religiosos norteamericanos: han conseguido que la mitad de los cinco mil machiguengas viva ahora en un pueblo, que se hayan cristianizado y que incluso tengan un cacique. En consecuencia, su desintegración moral, impotencia y fatalismo, que hacía que dejaran de cuidarse una vez que caían enfermos, desaparecen. En cambio, unas líneas más tarde vuelve el contrapunto polifónico y empieza a tener dudas: “¿Había sido todo eso para bien? ¿Les había traído beneficios concretos como individuos y como pueblo, según aseguraban enfáticamente los Schneil? ¿O, más bien, de ‘salvajes’ libres y soberanos habían empezado a convertirse en ‘zombies’, caricaturas de occidentales, según la expresión de Mascarita?” (157).



En el libro que está escribiendo, el novelista-narrador imagina que Mascarita ha internalizado las supersticiones y la interpretación mágico-religiosa de la realidad de los machiguengas. Pero ya incluso antes de convertirse en machiguenga, Mascarita provee argumentos contra la colonización de la Amazonía. Uno de ellos se basa en la pobre opinión que tiene de los indios andinos que ha visto en Lima:

¿O tú crees en lo de “civilizar a los chunchos”, compadre? ¿Cómo? ¿Metiéndolos de soldados? ¿Poniéndolos a trabajar en las chacras, de esclavos de los criollos tipo Fidel Pereira? ¿Obligándolos a cambiar de lengua, de religión, de costumbres, como quieren los misioneros? ¿Qué se gana con eso? Que los puedan explotar mejor, nada más. Que se conviertan en zombies, en las caricaturas de hombres que son los indígenas semi aculturados de las calles de Lima. (28)

Por crueles y ofensivas que nos puedan parecer sus costumbres, mantiene Mascarita, las culturas aborígenes deberían ser respetadas, ya que han sabido sobrevivir durante siglos en la selva en armonía con la naturaleza y han sabido repeler numerosos intentos de colonización por parte de incas, misioneros, criollos y, más recientemente, de antropólogos.

A pesar de sus discrepancias, tanto el narrador como Mascarita son igualmente patrióticos; ambos quieren lo mejor para su país y parecen mostrar una preocupación sincera por las adversidades que padecen las tribus autóctonas. No obstante, si bien Mascarita propone salvar a los machiguengas y su cultura por medio del aislamiento, el narrador tiene un interés más bien etnológico en ellos. Sus intereses literarios lo llevan a la fascinación con los habladores: “—Son una prueba palpable de que contar historias puede ser algo más que una mera diversión—se me ocurrió decirle—. Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo. Quizá sea eso lo que me ha impresionado tanto” (92). Este pasaje es crucial para comprender el denominador común de las obras analizadas en este ensayo. Lo que el narrador ha descubierto aquí es que las ficciones son algo sin lo que los seres humanos no pueden vivir. Esta necesidad de crear ficciones se observa en la literatura oral y en las novelas, pero también tiene una cara más oscura: los racistas y los fanáticos de todo tipo, incluyendo los fundamentalistas religiosos y terroristas como los de Sendero Luminoso, también pueden acabar creyéndose las extrañas ficciones y utopías ideológicas que fabrican para justificar sus crímenes. Y, como indica Vargas Llosa en A Writer’s Reality, los indigenistas, tras sus aparentemente buenas intenciones, pueden también crear sus propias ficciones ideológicas peligrosas: “One day I reached this conclusion: that ideology in Latin America was fulfilling this task for many people; that ideology was the way they incorporated fiction into their lives, as other people incorporated the fictitious experience through fiction, through novels, or through religious ideas” (149). Si bien en este párrafo, el autor se refiere principalmente a la ideología política en Mayta, se podría concluir fácilmente que considera el discurso indigenista (sin distinguir entre sus diferentes versiones) una ficción más, otro mundo imaginario, otra fantasía fabricada por los académicos peruanos.

En El hablador encontramos opiniones de un personaje que ha sido parcialmente inventado por otro, veinticinco años después de que los hechos tuvieron lugar. Esto contribuye a la creación de una serie de contradicciones, inconsistencias y ambigüedades que, a la manera posmodernista, elimina la necesidad de un centro epistemológico. Asimismo, las otras interpretaciones que proveen otros personajes (los entrevistados, en el caso de Historia de Mayta), algunos de los cuales podrían estar mintiendo o sufriendo lapsos en su memoria, crean un perspectivismo formado por visiones diferentes y a veces opuestas de los mismos hechos. Para complicar aún más las cosas, el novelista-narrador no está tan interesado, en ninguna de las dos novelas, en descubrir la verdad histórica como en crear una ficción y un protagonista con verosimilitud; lo que importa realmente es si esos eventos pudieron haber pasado. Así, en El hablador, cuando el narrador especula sobre las posibles razones por las que su compañero de clase se obsesionó con salvaguardar la cultura aborigen, se da cuenta de que nunca logrará averiguarlo y elige entonces inventarse las razones y hacerlas parte de una novela. Efraín Kristal ha analizado este recurso de ventrilocuismo:

The narrator chooses to identify the individual in the photograph as Mascarita (Zuratas is also known by this nickname), but because he only does so in the last pages of the novel the resolution of the mystery coincides with the reader’s retrospective realization that the novelist’s recollections are intertwined with his fictional inventions. The novel is a Borgesian game of Chinese boxes: the story of Mascarita’s integration into the world of the Machiguenga is a fiction of the unnamed novelist whose obsession with Mascarita is a fiction of Vargas Llosa’s. (159) Al explicar el proceso narrativo de La casa verde (1966) en A Writer’s Reality, Vargas Llosa revela la razón por la que utiliza este recurso narrativo: I wanted to have an Indian character, a primitive man from a small tribe in the Amazon region, as the central figure in the novel. I tried hard to invent this character from within in order to show the reader his subjectivity, how he had assimilated some kind of experiences with the white world. But I could not do it. (…) I felt I was making a caricature of this character and finally decided to describe him through intermediaries, through characters whom I was able to divine and to perceive. (19)

Todos estos factores sugieren, a la manera posmoderna, la dificultad de reconstruir hechos históricos y de tomar partida por una postura u otra cuando se trata de temas tan delicados como el indigenismo o las actividades revolucionarias, sin caer en conclusiones simplistas. No obstante, no es difícil leer entre líneas e inferir la visión negativa del socialismo dogmático y del indigenismo fanático que permean Historia de Mayta y El hablador. Ambos discursos quedan desacreditados no sólo como ficciones anacrónicas y naif, sino también como ideologías peligrosas. En otras palabras, tratan de desvelar un trasfondo ideológico que quizá en un principio fue bienintencionado e inocente, pero que en los años 60 dio lugar a la guerrilla maoísta Sendero Luminoso. ¿Es posible que el indigenismo racista o una reunión de un grupo de militantes izquierdistas utópicos haya sido la semilla de un sangriento grupo terrorista que ha tenido secuestrado al Perú varias décadas? Según estas obras, así nació el senderismo.

Por lo que respecta a la relación entre el socialismo dogmático y el indigenismo radical, es bien sabido que, siguiendo la noción que tenía Mariátegui del imperio inca o Tahuantisuyu (o Tawantisuyu) como una especie de sociedad comunista primitiva, los senderistas y su líder, Abigaíl Guzmán, un ex profesor de filosofía de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, aspiraban a crear un nuevo Perú que sería una combinación de la sociedad inca y un régimen maoísta revolucionario. Vargas Llosa, en cambio, rechaza acertadamente la idea de que Sendero Luminoso estuviera tratando de preservar las culturas indígenas para devolver toda su gloria al imperio inca: “En contra de la imagen que algunos irredentos aficionados al color local quisieron fabricarle, Sendero Luminoso no fue un movimiento indigenista, de reivindicación étnica quechua, antioccidental, expresión contemporánea del viejo mesianismo andino” (330). Lo que de veras anhelaban, según él, era más bien lo puesto: borrar toda huella del pasado cultural tal y como Mao Zedong había tratado de hacer en China durante la Revolución Cultural. La interconexión entre el indigenismo y el pensamiento revolucionario propuesta por Mariátegui también se discute cuando el profesor Matos Mar describe el socialismo como la única solución para el dilema de la integración de las comunidades indígenas. En último término, aun si se encaminan en direcciones diferentes, Mayta y Mascarita comparten un fanatismo común guiado por lo que el autor implícito considera ficciones naif. Del mismo modo, mientras que en Historia de Mayta el narrador usa la homofobia que abunda entre los militantes izquierdistas para revelar su hipocresía, en El hablador la discriminación de género y el asesinato de recién nacidos “imperfectos” sirven el mismo propósito.

Si bien Jean O’Bryan-Knight y otros críticos han discutido las similitudes técnicas, estructurales y temáticas que se pueden encontrar en La tía Julia, Mayta y El hablador (todas estas novelas comparten la presencia de un protagonista que es también el narrador y el autor autobiográfico), esta última se parece a Lituma en los Andes en un aspecto diferente. Retrata la existencia de dos Perús paralelos que se ignoran mutuamente: por una parte, el Perú andino (quechua y aymara) e indígena amazónico y por otra, el Perú costeño y mestizo. Todavía en el marco del discurso anti-indigenista que se mencionó anteriormente, en Lituma en los Andes encontramos una respuesta diferente al indigenismo de Luis E. Valcárcel, Manuel González Prada y Mariátegui, quienes concebían a los indígenas como los verdaderos peruanos: ¿qué pasaría si los ciudadanos latinoamericanos modernos volvieran al modo de vida precolombino? La respuesta de Vargas Llosa es esta novela en que dos personajes marginales, un tabernero llamado Dionisio y su esposa, doña Ariana, convencen a los habitantes de una ciudad andina ficticia, Naccos, para que practiquen sacrificios humanos y canibalismo con el propósito de aplacar a los espíritus malignos de las montañas. Cuando tres hombres, Pedrito Tinoco, Don Mellardo Llantac y Casimiro Huarcaya, desaparecen de repente, dos guardias civiles, el cabo Lituma (que aparece en varias novelas de Vargas Llosa) y su ayudante, Tomás Carreño, quedan a cargo de la investigación. Aunque en un principio sospechan que las guerrillas de Sendero Luminoso son responsables de las desapariciones, Lituma acaba por darse cuenta, gracias a los comentarios de un profesor de arqueología danés llamado Paul Stirmsson que se halla haciendo investigación de campo en Perú, de que puede que el resurgimiento del ritual de los sacrificios humanos en el Perú sea la respuesta al misterio.

De hecho, la novela sugiere en varios pasajes que las masacres de Sendero Luminoso no son otra cosa que la continuación o versión moderna de los sacrificios humanos precolombinos. Así, el profesor Stirmsson se pregunta: “Si lo que pasa en el Perú no es una resurrección de toda esa violencia empozada. Como si hubiera estado escondida en alguna parte y, de repente, por laguna razón, saliera de nuevo a la superficie” (178). En las primeras páginas de la novela, Lituma ya había sugerido que había más que objetivos políticos en los asesinatos de Sendero Luminoso: ¿No andaban los terruños matando a diestra y siniestra con el cuento de la revolución? A éstos también les gustaba la sangre” (27). Más allá de los sacrificios humanos, en el desenlace de la novela nos enteramos de que los habitantes de Naccos también han estado practicando canibalismo, al que se refieren eufemísticamente usando el término católico de “comunión”. Este inesperado hallazgo se había prefigurado anteriormente, cuando uno de los personajes menciona que el apellido de Dionisio significaba “comedor de carne cruda” (101). Más tarde, se proporcionan más indicios en una conversación entre Lituma y Dionisio sobre los pseudo-juicios populares de Sendero Luminoso:

A los suertudos los azotaron y a los salados les machacaron la cabeza. —Ya sólo falta que chupen la sangre y se coman la carne cruda de la gente. —Llegaremos a eso—afirmó el cantinero, y Lituma vio que sus ojitos ardían llenos de desasosiego. “Pájaro de mal agüero”, pensó. (99)

Y, una vez más, se relaciona el tenebroso hallazgo con las explicaciones del profesor Stirmsson sobre la práctica del canibalismo entre los pueblos preincaicos:

En materia de horrores, podía dar lecciones a los terruños, unos aprendices que sólo sabían matar a la gente a bala, cuchillo o chancándoles las cabezas, mediocridades comparadas con las técnicas de los antiguos peruanos, quienes en esto, habían alcanzado formas refinadísimas. Más aún que los antiguos mexicanos, aunque hubiera un complot internacional de historiadores APRA disimular el aporte peruano al arte de los sacrificios humanos. Todo el mundo sabía que los sacerdotes aztecas, en lo alto de las pirámides, arrancaban el corazón de las víctimas de la guerra florida, pero ¿cuántos habían oído de la pasión religiosa de los changas y los hunazas por las vísceras humanas, de la delicada cirugía con que extirpaban los hígados y los sesos y los riñones de sus víctimas que se comían en sus ceremonias acompañados de buena chicha de maíz? (170).

Tres años después de la publicación de Lituma en los Andes, Vargas Llosa coincide con los argumentos de su personaje, el profesor Stirmsson, cuando desarrolla, en La utopía arcaica, su interpretación del nacimiento del discurso indigenista peruano. En este ensayo, analiza los escritos de Luis E. Valcárcel, en los que éste concibe el Perú precolombino como un idílico paraíso perdido que fue el mejor ejemplo de la utopía colectivista del socialismo. Entre los incas, mantiene Valcárcel (coincidiendo con el personaje de Matos Mar en Lituma en los Andes), el trabajo no estaba inspirado en un espíritu mercantilista sino en el deseo altruista de servir a la comunidad. Por el mismo camino, el gobierno benevolente cuidaba de las necesidades de sus súbditos y respetaba las idiosincrasias y la autonomía de los pueblos incorporados al imperio. Vargas Llosa, en cambio, denuncia estos textos como ficciones romantizadas inspiradas en la mitificación europea: “Esta descripción de aquel paraíso perdido no es histórica, pese a que quien escribe sea un historiador: es ideológica y mítica. Para hacerla posible, ha sido necesaria una cirugía que eliminara de aquella sociedad perfecta todo lo que podía afearla o atentar contra su perfección” (171). Menciona después el sacrifico humano tanto preincaico como inca y, sobre todo, la capacocha, una ceremonia en la que un gran número de niños traídos de todo el Tahuantisuyo eran inmolados. Coincidiendo también con su personaje, el profesor Stirmsson, Vargas Llosa explica que los huancas y chancas ayudaron a los conquistadores españoles porque habían sido subyugados por el imperio inca. Menciona asimismo los mitimaes o deportaciones masivas con que los incas desarraigaban a los pueblos conquistados para controlarlos más fácilmente. Por último, nos recuerda también cómo el Perú con el que se encontró Pizarro no fue la arcadia descrita por los indigenistas, sino un país desgarrado por sangrientas guerras civiles debido a las disputas por la sucesión del trono. Todos estos pasajes en sus novelas y ensayos son la respuesta moralista (y quizás esencialista) de Vargas Llosa a esos académicos peruanos que añoraban retóricamente el retorno al modo de vida precolombino. Sin embargo, no señala, por ejemplo, que en esa misma época la inquisición europea quemó a cientos de personas en la hoguera.

Esta investigación histórica tiene su prefacio en Lituma en los Andes. Así, según el profesor Stirmsson, en las culturas andinas de los huancas y chancas eran comunes los sacrificios humanos cuando se iba a construir una nueva carretera, desviar un río o construir un templo o fortaleza. De este modo, les mostraban respeto a los apus o espíritus de las montañas a los que iban a molestar, con el objeto de prevenir que su gente pereciera a causa de avalanchas, inundaciones o rayos. El profesor, sin embargo, no presenta esta información como crítica a esas culturas, sino como prueba de su devoción religiosa. Recuerda también a sus interlocutores que uno debe concebir estos rituales y conquistas con una perspectiva histórica. Mantiene, asimismo, que no se debe cometer el error de trata de comprender los asesinatos de Sendero Luminoso con nuestras mentes porque no responden a una “explicación racional” (178). De hecho, no sólo los asesinatos de los terroristas, supuestamente motivados por ideología política, sino también rituales religiosos como los sacrificios humanos y el canibalismo se describen en la novela como un comportamiento irracional que el lector no debería tratar de comprender a la manera racionalista occidental. El nombre mismo de una de las dos personas responsables de convencer a la gente local de los beneficios del sacrificio humano, Dionisio, sugiere precisamente la naturaleza dionisíaca de este submundo: se muestra sumamente orgulloso de haber enseñado a los hombres del pueblo a disfrutar de la vida. Como el Dionisio de la mitología griega, representa la cara instintiva e irracional de la naturaleza humana. Los hombres del pueblo están de acuerdo en que sin ese dionisio peruano, no habría festividades. En su cantina se organizan fiestas orgiásticas en las que, en vez de vino como Dionisio y Baco, se usa el pisco para desinhibir a los clientes y luego manipularlos. Cabe mencionar aquí que las referencias indirectas a la mitología griega (Dionisio, el laberinto de Teseo, etc.) podrían representar una prueba más de la propia mentalidad eurocéntrica del autor.

La otra cara de la moneda la representa el racionalismo crítico de Lituma, quien se mofa de las creencias en los pishtacos y los mukies, y las considera supersticiones ignorantes y anacrónicas. Hacia el final de la novela, sin embargo, cede ante el imponente paisaje de los Andes y, por un momento, comienza a aceptar e internalizar inconscientemente los valores intuitivos de la gente local. Así, tras sobrevivir milagrosamente un huayco (una avalancha andina de nieve, barro y piedras), Lituma se rinde momentáneamente a su cosmovisión, y nos da pistas de su transformación cultural con un tono a caballo entre lo serio y lo cómico: “Como si hubiera pasado un examen, pensó, como si estas montañas de mierda, esta sierra de mierda, por fin lo hubieran aceptado. Antes de proseguir su camino, aplastó su boca contra la roca que lo había cobijado y como hubiera hecho un serrucho, susurró: ‘Gracias por salvarme la vida, mamay, apu, pachamama o quien chucha seas” (209). Parece, así pues, que, por breves momentos, la religión orgiástica griega que celebra el poder y la fertilidad de la naturaleza y su contrapunto en los Andes peruanos han encontrado un nuevo fiel. ¿Cómo es posible que los trabajadores occidentalizados que han recibido al menos una educación formal primaria y que viven en el mundo moderno hayan acabado creyendo en los beneficios de los sacrificios humanos? Y ¿cómo es posible que el mismo Lituma acepte a regañadientes—si bien vuelve a rechazar la superstición andina al final de la novela—una cosmovisión que antes había criticado con tanta dureza? Encontramos de nuevo una explicación en los instintos irracionales que poseen todos los seres humanos, ya sean censurados o no por un superego social o de los padres. En consonancia con el interés de Vargas Llosa por el comportamiento irracional, en Lituma en los Andes el portavoz de Sendero Luminoso justifica sus asesinatos con absurdas teorías sobre la conspiración secreta diseñada por estados capitalistas e imperialistas. Igualmente, los “juicios revolucionarios” en los que se obliga a la gente local a matar “tipos antisociales” con sus propias manos o con palos y piedras, y a impedir luego que entierren sus cadáveres se describen en el contexto de una mentalidad mágico-religiosa e irracional precolombina.

En contraste con el profesor Stirmsson, el cabo Lituma es mucho menos tolerante con la mentalidad andina contemporánea. Como en otras novelas de Vargas Llosa en que aparece, sabemos que Lituma es un mestizo que creció en la ciudad costeña de Piura, en el norte de Perú, y que se siente sumamente a disgusto en los Andes; de hecho, en Lituma en los Andes expresa en repetidas ocasiones cuánto le desagrada la gente andina. Desde el párrafo inicial, rechaza la cosmovisión y el comportamiento indígenas, e incluso la lengua quechua, que le hace sentir incómodo porque le parece “música bárbara” (11). Aun cuando su ayudante y amigo, Tomás Carreño, es también andino y habla quechua, Lituma rechaza ese mundo que le parece impenetrable. Se siente especialmente frustrado con lo que percibe como indolencia india y con su incapacidad para conseguir una comunicación productiva con la gente local. Esa misma barrera invisible que crean las diferencias culturales ya la habían subrayado los turistas franceses a los que asesina Sendero Luminoso en los primeros capítulos: “Varias veces había intentado conversar en su mal español con sus vecinos, sin el menor éxito. ‘No nos distancia una raza sino una cultura’, le recordaba la petite Michele” (20). En el desenlace de la novela, una vez que Lituma se da cuenta de que los sacrificios humanos responden a la ancestral tradición de apaciguar a los apus antes de perturbar la tierra, se desahoga insultando a gritos a la gente local: “¡Jijunagrandísimas!—rugió entonces, con todas sus fuerzas--. ¡Serranos de mierda! ¡Supersticiosos, idólatras, indios de mierda, hijos de la grandísima puta! (203).

En Lituma en los Andes, por tanto, Vargas Llosa trata de demostrar que, independientemente de lo bienintencionado e inspirador que pueda ser el discurso indigenista para la gente indígena que ha sido oprimida y marginada durante siglos, uno no debería romantizar la historia precolombina ni crear falsas fantasías sobre un mundo que, desde la perspectiva ética de hoy en día, no fue ni tan pacífico ni tan idílico. Al crear personajes contemporáneos ficcionales que adoptan las culturas y el modo de vida amazónico (en El hablador) y preincaico (en Lituma en los Andes), también nos avisa contra los peligros de una filosofía neoindigenista que, desde su punto de vista, muestra su cara más sucia en las masacres cometidas por Sendero Luminoso. Evidentemente, en el discurso literario de Vargas Llosa el sacrificio humano y el canibalismo representan la cosmovisión arcaica e irracional de las civilizaciones precolombinas. En efecto, como explica Elizabeth P. Bensonen su libro Ritual Sacrifice in Ancient Peru (2001), los antiguos peruanos (sobre todo los incas y los moches) practicaban el sacrificio humano para mantener una relación recíproca apropiada con el mundo sobrenatural. Sin embargo, a mi juicio, el enfocarse exclusivamente en estos rituales para desacreditar su cultura demuestra una actitud simplista y reduccionista, particularmente si consideramos que éstos eran dos de los argumentos más recurrentes (junto con el paganismo y la homosexualidad) que usaron los conquistadores españoles para justificar la conquista de las Américas y la subyugación de su gente. Por tanto, quizás cometiendo el mismo error del que acusa al movimiento indigenista, Vargas Llosa acaba por crear una “fantasía” o “ficción” alternativa sobre el mundo precolombino.

En Lituma en los Andes estas creencias primitivas han contaminado la cristianización de Perú. Kristal pone énfasis en la cara irracional de la naturaleza humana según se ve en el último diálogo de la novela: “What is most surprising and disturbing about the blaster’s response is that he has no idea why he participated in ritual sacrifices or why he partook in cannibalistic rites” (195). De hecho, ésta es la razón por la que siente remordimiento y confusión. Aun así, ¿se podría afirmar que las acciones de Dionisio y de su esposa doña Adriana responden también a instintos irracionales? El hecho es que, en contraste con el interrogado, la pareja no muestra ningún tipo de remordimiento ni culpa por los asesinatos que han instigado. Esto prueba que, más que actuar como individuos irracionales y embriagadas, como es el caso de los lugareños de Naccos, ellos conciben sinceramente los sacrificios humanos desde una perspectiva religiosa (que parece alejarse de lo cruel y lo malvado). Si bien las masacres cometidas por Sendero Luminoso responden a su versión fanática e ideológica de la realidad peruana, Dionisio y doña Adriana van más allá de la violencia común al comerse a sus víctimas por razones religiosas y premeditadas, y no como resultado de una reacción irracional.

De cualquier modo, en la cosmovisión de Vargas Llosa ambos tipos de violencia están íntimamente relacionados no sólo por el leitmotivo de la cara irracional de la naturaleza humana (más allá de la religión y la ideología), sino también por el deseo fanático, utópico e indigenista que tienen los personajes de volver (ya sea retóricamente o en la praxis) al modo de vida precolombino. Desde su punto de vista, también responden a la necesidad que tienen los seres humanos de crear ficciones. En este sentido, Kristal mantiene que, si bien Varas Llosa ha demostrado su preocupación por el sufrimiento de la población andina, en Lituma en los Andes “he is also weary of the violent tendencies of the local populations. In Vargas Llosa’s analysis all of the parties involved Sendero Luminoso, the government, and Peruvian peasants are prone to violence and all have committed crimes. A feeling of mistrust of the military, the guerrilla movement, and the indigenous population also pervades Death in the Andes” (188). El personaje del mudo Pedrito Tinoco, a quien primero ataca Sendero Luminoso, luego lo tortura el superior de Lituma y más tarde lo escoge la gente local para su sacrificio humano ritual, simboliza la manera en que las aldeas andinas estuvieron expuestas a todo tipo de fanatismo ciego y quedaron atrapadas en medio de una guerra sangrienta entre los terroristas y las fuerzas gubernamentales.

Quizás tratando de anticiparse a la crítica sobre la verosimilitud de estas historias, en Lituma en los Andes Vargas Llosa contextualiza los sacrificios humanos y el canibalismo en Naccos con el hecho de que, como explica Lituma, la gente de Ayacucho está asustada por la invasión de pistachos y en Lima se ha extendido una paranoia sobre extranjero que roban ojos a la gente. Más adelante, refiriéndose al sacrificio humano, Lituma insiste: “¿No matan aquí de todo y por todo? A cada rato se descubren tumbas, como esa de los diez evangelistas en las afueras de Huanta. Qué de raro que comiencen los sacrificios humanos también” (201-02). Al final, sin embargo, el cabo nunca arresta a los asesinos porque está convencido de que los hechos son demasiado estrafalarios para que sus superiores en Lima se los tomen en serio. Igualmente, en El hablador las extrañas aventuras de Mascarita en la selva amazónica se revelan como una fantasía del narrador-novelista que, en su imaginación, está tratando de que tenga sentido la misteriosa desaparición de su amigo. La reconstrucción ficcional que hace el narrador del mundo indígena amazónico es aún más cuestionable si consideramos que más que llevar a cabo investigación in situ (o de entrevistar al protagonista y a la gente que lo conoció, como hace el narrador en Mayta), escribe sobre las lejanas aventuras de su amigo con los indígenas amazónicos desde Florencia (Italia).

Por lo que respecta a la devaluación que se hace en la novela del indigenismo como otra más de las ficciones latinoamericanas, Kristal sostiene que “Vargas Llosa has not resolved his own dilemmas about the preservation or eventual modernization of indigenous cultures” (157). En efecto, en contraste con lo que suele afirmar en sus entrevistas, charlas y ensayos, en sus novelas Vargas Llosa se debate entre argumentos a favor y en contra de la asimilación de los peruanos andinos y amazónicos a la vida nacional occidentalizada. Al final, sin embargo, concluye toda esta especulación, a pesar de admitir que existen tanto ventajas como desventajas como resultado de este proceso, cuando tacha los movimientos indigenistas de Ecuador, Perú y Bolivia como mero “colectivismo”, un término que ha asociado con el socialismo, el nazismo y el fascismo del pasado, así como con el nacionalismo y el integrismo religioso (cristiano e islámico) actuales. Como se observa en el siguiente pasaje de Contra viento y marea (1983), así como en las declaraciones públicas citadas previamente, Vargas Llosa deja poca duda con respecto a su postura sobre este tema: “Tal vez no hay otra manera realista de integrar nuestras sociedades que pedirles a los indígenas que paguen ese alto precio; tal vez, el ideal, es decir la preservación de las culturas primitivas de América, es una utopía incompatible con otra meta más urgente: el establecimiento de sociedades modernas en las que las diferencias socioeconómicas se reduzcan a proporciones razonables, humanas, en las que todos puedan alcanzar, al menos, una vida libre y decente” (377).

En resumidas cuentas, ¿existe de veras una división entre la ficción de Vargas Llosa y su imagen pública, como la crítica hispana parece sugerir? ¿O se le puede concebir como un “ser unificado”, como el autor mismo solicita en el discurso de recepción para el premio Irving Kristol del American Enterprise Institute? Si bien es obvio que su ficción ha cambiado drásticamente desde una perspectiva ideológica después de que se afiliara al liberalismo (en el sentido europeo) o al neoliberalismo, la verdad es que nunca ha cesado de reflejar sus compromisos éticos y morales; sigue siendo un escritor comprometido políticamente, si bien ahora de un signo diferente. Sin embargo, como puede esperarse del género novelístico, en su ficción usa enfoques dialógicos, polifónicos y heteroglósicos que, en sus discursos y ensayos, podrían parecer innecesarios. En el caso del indigenismo, Vargas Llosa reconoce su aspecto positivo en la revaloración de las culturas indígenas, pero condena el extremismo que, cuando se usa como instrumento de poder, puede acercarlo al racismo y a la intolerancia democrática. En último término, para él, el indigenismo sigue siendo un mero producto de mitificaciones e idealizaciones ahistóricas.


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1. La versión original en inglés de este ensayo, “Going Native: Indigenism as Ideological Fiction in Vargas Llosa’s The Storyteller and Death in the Andes,” se publicó previamente en el volumen Vargas Llosa and Latin American Politics, editado por Juan de Castro and Nicholas Birns (Nueva York: Palgrave, 2010). Presenté también una versión reducida de este ensayo en una charla en la Universidad Científica del Sur, en Lima, el 23 de marzo de 2010. Me gustaría agradecer a Gene Bell-Villada, Nicholas Birns, Robert Bradley, Juan de Castro, Jongsoo Lee y Rubén Quirós Ávila sus valiosos comentarios y sugerencias sobre este ensayo.

2. “Questions of Conquest.” Harper’s (December 1990): 52-53.

3. Cabe anotar que otros escritores peruanos han expresado la opinión contraria. Por ejemplo, en el prólogo al poemario de Julio Heredia Libro de los muchachos chinos, Oswaldo Reynoso afirma: “Para un peruano la cultura china no puede ser exótica, como lo es para el europeo, menos lo puede ser para una sensibilidad tan afinada. Y aquí hablo de mi propia experiencia: para mí China nunca fue extraña, es una cultura que sentí en lo más hondo. No sé dónde estarán las raíces que nos unen a los peruanos y chinos, pero es así” (12-13). Julio Heredia me confirmó en una entrevista que estaba de acuerdo con Reynoso: para él, la cosmovisión peruana no es occidental.

4. De hecho, la novela presenta las invenciones de un novelista-narrador ficcional que trata de imaginar la imitación que habrá hecho Mascarita de un hablador machiguenga.

5. Además, más que los cuchillos de piedra que menciona el narrador, los antropólogos han descubierto instrumentos de cirugía hechos de obsidiana y de dientes de cachalote en una tumba en Paracas. Más tarde, usaron también instrumentos de cirugía hechos de oro, plata, cobre y cuarzo (“Ancient” n.p.).

6. Como han señalado varios críticos, esta novela se vio influida por la participación del autor en 1993 en un comité que investigó la masacre ritual de ocho periodistas en el pueblo andino de Uchuraccay, cerca de Ayacucho.




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