sábado, 22 de noviembre de 2008

Estrategias de poder en el campo cultural del Modernismo: la escabrosa relación entre Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo

Palabras claves: Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo, modernismo


Por Ignacio López-Calvo



Rubén Darío: cosmopolita arraigado, editado por Ed. Jeffrey Browitt and Wener Mackenbach. Managua, Nicaragua: Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, 2008.


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En este ensayo se estudiarán las distintas estrategias de poder que, hasta cierto punto, tipificaron las relaciones personales en el campo cultural del Modernismo latinoamericano. En concreto, como se verá más adelante, dos grandes escritores centroamericanos, Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo, mantuvieron un largo tour de force que aparece reflejado en una variedad de escritos desde las crónicas y semblanzas biobliográficas hasta los textos epistolarios y las reseñas.

El nicaragüense Rubén Darío publicó en vida unos ocho o nueve volúmenes de crónicas que no han recibido tanta atención de la crítica como su obra poética o cuentística. Con la reciente publicación en varios volúmenes de La caravana pasa (2001), editados por Günther Schmigalle, han salido a la luz textos que hasta ahora eran de difícil acceso.
[1] Estas treinta y una crónicas, explica Schmigalle en la introducción, las publicó por primera vez Darío en 1902 en la editorial parisina Garnier Frères (en la que trabajaba Enrique Gómez Carrillo, su amigo guatemalteco), aunque algunas de ellas ya habían aparecido en el diario bonaerense La Nación con títulos y fechas diferentes. Los temas son muy diversos, incluyendo las relaciones políticas entre Latinoamérica y Estados Unidos, el racismo y el colonialismo, la cultura popular parisina, los deportes, las exposiciones o los milagros de Lourdes, entre muchos otros. En líneas generales, se siente en estos escritos una profunda decepción con la ciudad de sus sueños, París, cuyos escritores y críticos, a juicio de Darío, no supieron apreciar la literatura latinoamericana como debían. Lejos quedan ya las palabras emocionadas de su primera visita a París, que aparecieron en su crónica del 20 de abril de 1900 “En París”, incluida en Peregrinaciones:

Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de la torre Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que cuesta convencerse de que no se asiste a la realización de un ensueño. [...] Me excusaréis que a la entrada haya hecho sonar los violines y trompetas de mi lirismo; pero París ya sabéis que bien vale una misa. (380)

Al mismo tiempo, como se verá más adelante, se pueden leer entre líneas los celos del éxito que, al contrario que el resto de los escritores latinoamericanos residentes en París, consiguió su discípulo, el bohemio Enrique Gómez Carrillo (1873-1927). Y, según veremos también más abajo, parece ser que esos celos eran mutuos.

Como apunta Schmigalle, Darío publicó otros libros de crónicas como España contemporánea, Peregrinaciones, Tierras solares, Opiniones, Parisiana, El viaje a Nicaragua, Letras y Todo al vuelo. Son numerosos, asimismo, los textos de crítica literaria que publicó a lo largo de los años, como se puede comprobar en la edición de Emilio Abreu Gómez, Rubén Darío. Crítica literaria. Temas americanos (1963), que reúne artículos sobre autores de Argentina, México, Brasil, Uruguay, Perú, Nicaragua, Puerto Rico, Guatemala, Cuba, Ecuador y la República Dominicana. Otro libro que compila este tipo de esbozos (o esquisses, como Enrique Gómez Carrillo les llama, en francés, en su primer libro, del mismo nombre, publicado en 1892) es Cabezas (1966), una edición en miniatura que se publicó a raíz del primer centenario del nacimiento del nicaragüense y que aparece también recopilado en ediciones de sus obras completas Allí aparecen, con claros visos panhispánicos, retratos elogiosos de veinticuatro grandes figuras de ambos lados del Atlántico, la mayoría de ellos del mundo de las letras, pero también alguna de los de la política o las armas. Estas semblanzas de trazo impresionista revelan valiosas impresiones sobre la personalidad de Darío y sobre la obra de otros escritores modernistas de su generación como Amado Nervo (1870-1919), Enrique Gómez Carrillo, Leopoldo Lugones (1874-1938) o José Enrique Rodó (1872-1917), así como detalles de su relación con ellos y de la impresión que tenía de la intelectualidad y los gobernantes latinoamericanos. Estos retratos en prosa incluyen, por cierto, trazos típicamente modernistas (la mención de la metempsicosis, adjetivos luego tan comunes como “divino”, numerosas citas y alusiones eruditas) que aparecen simultáneamente en los textos poéticos de Darío, si bien en sus crónicas y semblanzas trata lógicamente de acceder a un público más amplio, en lugar de apelar al lector culto como hace en buena parte de su poesía.

Del tercer libro de La caravana pasa, interesa en particular la crónica “Las letras hispanoamericanas en París”, que ya había publicada anteriormente (aunque dividida en dos partes) en La Nación en 1901 bajo el título de “La literatura hispanoamericana en París”. Habla allí de de treinta autores, incluyendo precursores más o menos recientes y doce modernistas contemporáneos, y se muestra como un crítico generoso, si bien en ocasiones se distancia tajantemente de algún que otro autor o libro. La crónica comienza explicando el porqué de la atracción de tanto escritor latinoamericano, “gran parte de la élite de las letras de nuestras repúblicas” (74), por la que Darío considera la capital cultural del mundo occidental. Acto seguido, sin embargo, pasa a un tono ácidamente crítico con el que censura a la ensimismada intelectualidad parisina: “Un escritor, un sabio, ó un artista, será alabado en este centro, en tanto que su nombre llegue de lejos. Cuando ese artista, ese escritor ó ese sabio, instalado en París, se convierte en un rival, cuando se producción llega a hacer competencia á la producción propia, se le atacará, se le demolerá, ó se le desdeñará” (70). Se queja el cronista, además, de que los franceses confundan todo lo latinoamericano con lo español y de que la literatura hispanoamericana sea completamente desconocida por aquellas latitudes. En resumidas cuentas, si algo queda claro al leer esta crónica (además de la sospechosa omisión del guatemalteco Gómez Carrillo) es la indignación que siente Darío al verse prácticamente ignorado por la crítica francesa, que ni siquiera conoce el idioma en que escribe. Según Jason Weiss, sólo Remy de Gourmont y Valery Larbaud llegaron a apreciar la obra de Darío (30). Por otra parte, expresa en su autobiografía su decepción ante la falta de conocimiento del español de los grandes escritores de París: “Me habían dicho que Moreas sabía español. No sabía ni una sola palabra. Ni él, ni Verlaine, aunque anunciaron ambos, en los primeros tiempos de la revista La Plume, que publicarían una traducción de La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca” (Autobiografía 105).

Quizás por el gran número de autores que menciona, el estudio que hace de cada uno de ellos es más bien superficial y parece tener únicamente la intención de despertar la curiosidad en los lectores por la obra de esta pléyade. Por otra parte, la mención de tantas obras sirve de muestra irrefutable no sólo de la erudición del padre del segundo Modernismo,
[2] sino también de la influencia que ejercía sobre los escritores latinoamericanos residentes en París. Se atreve, por ello, a dar consejos y a marcar las pautas del comportamiento literario de sus discípulos, mostrando unas veces su beneplácito y otras su decepción. Al mismo tiempo, cabe preguntarse hasta qué punto las críticas positivas de Darío no responden a la amistad y simpatía que siente por muchos de estos autores que le envían sus libros y lo reconocen como su maestro (como puede observarse en varias de las cartas incluidas en El archivo de Rubén Darío de Alberto Ghiraldo). Por el mismo camino, en lo tocante a las menos generosas, se podría cuestionar si no reflejan un cierto resentimiento por aquellos modernistas que osaron desviarse del camino trazado por él o que criticaron a sus amistades literarias.

Curiosamente, de la lista de autores que menciona, los siguientes seis son venezolanos. De Miguel Eduardo Pardo (1868-1905), cita únicamente una “buena novela”, Todo un pueblo, y sus actividades periodísticas para el Heraldo de Madrid. Por su parte, coloca a Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927) entre la “aristocracia mental de nuestra América” (86) y cita sus libros Confidencias de Psiquis, De mis romerías, Cuentos de color y una novela magistral a punto de ser publicada, Ídolos rotos. En su calidad de crítico literario, Darío la considera “muy americana en su psicología, y muy europea en la forma arquitectural del libro” (86) y asegura que, si llegara a ser traducida, podría ayudar a la incorporación al movimiento cosmopolita de la ignorada literatura hispanoamericana. De César Zumeta (1860-1955), menciona su libro Escrituras y lecturas y destaca un folleto publicado en Nueva York con el título de El continente enfermo, en el que se diagnostican los males las repúblicas latinoamericanas bajo la sombra del positivismo y se avisa de la amenaza estadounidense. Dos venezolanos más, Pedro Emilio Coll (1872-1947) y Pedro César Dominici (1872-1954), aparecen en la crónica. Del primero menciona su libro Palabras y del segundo la novela psicológica La tristeza voluptuosa, a la que acusa de “descuidos de forma, que no tendrían en absoluto excusa por ser voluntarios” (96).

Otro escritor residente en París es el colombiano José María Vargas Vila (1860-1933), de cuya obra afirma que es “incorrecta como un torbellino, sonora como un mar” (91). Schmigalle apunta que el artículo original publicado en La Nación el 26 de febrero de 1901 era bastante más largo. Entre los párrafos que eliminó Darío, se encuentran algunos que censuran su misoginia, la inclinación a la política liberal que acabó por viciar su arte y “el apego á fórmulas pasajeras y á temporarios movimientos de ideas” (90). Su compatriota, el cuentista Rufino Blanco Fombona (1874-1944), queda calificado de “artista delicado y raro”, con lo que se le enmarca en el libro Los raros (1896) en el que Darío recopila bosquejos de autores (la mayoría de ellos poetas simbolistas franceses) a los que admira. Más tarde, acercándose al chisme cercano a la prensa amarilla, comenta: “Ha viajado mucho y ha gozado mucho. Conoce el color de todas las cabelleras amorosas, y le han dicho ‘yo te amo’ en todas las lenguas conocidas. Mañana será la madurez y el peso del pensamiento y la acción provechosa que su patria espera. Hoy, en la copa de oro, es justo y natural ver deshojar rosa y rosa, ó disolverse una perla” (92). Entre los párrafos que, de acuerdo a Schmigalle, borró Darío del original, se encuentran los que señalan su pesimismo y su radical rechazo a la opresión del dictador venezolano Juan Vicente Gómez.

Pasando a Bolivia, cita a Franz Tamayo (1879-1956), autor de un poemario titulado Odas que muestra, según Darío, la influencia de Víctor Hugo y adolece de “la difícil digestión de unas cuantas filosofías y variedad de erudiciones” (97). Entre los autores argentinos, menciona las páginas de viajes y el poemario Nastasio de Francisco Soto y Calvo (1860-1936), mientras que de Manuel Ugarte (1878-1951) no cita título alguno pero sí elogia sus obras y subraya sus inclinaciones políticas socialistas y anarquistas que, como explicara en el artículo original de La Nación, chocan, como explica con sarcasmo, con su gusto por el agua de colonia y el aspecto de gentleman (Schmigalle 100). De otro argentino, Ángel Estrada, destaca el poemario El color y la piedra, que también alaba generosamente. Sin embargo, como añade Schmigalle, en el original publicado en La Nación el 10 de marzo de 1901, Darío criticaba el exceso de accesorios y la falta de sobriedad de sus versos. Más adelante, ataca indiscriminadamente a su compatriota Eduardo García Mansilla, “cuyos versos, de una elegancia discreta, y escritos en francés, no quieren traspasar los límites del salón, en donde se tratan confidencialmente con las flores de Magdalena Lemaire y las músicas de Benberg” (80-81). En un párrafo que acabó eliminando de esta crónica, apunta Schmigalle, Darío lo acusaba también de “exclusivo mundanismo” y de escribir una “literatura de diletante” (80).

Volviendo a “Las letras hispanoamericanas en París” y aún con el tono condescendiente del que, como afirma Schmigalle, le han acusado algunos críticos, el tercer escritor latinoamericano residente en París que menciona Darío es su buen amigo, el poeta mexicano Amado Nervo, al que llama con cariño “buen monje de la belleza, buen muchacho” (88). Después de celebrar sus poemarios Perlas negras y Místicas, anuncia el próximo éxito de Savia enferma. Habla también de Nervo en Cabezas, en donde desde un primer momento deja claro el afecto que siente por este “dulce filósofo” (120), a quien vuelve a llamar “fraile o monje del arte” (127). A pesar de tener un puesto diplomático, el espíritu de Nervo aún no ha “sido contaminado por las promiscuidades de la carrera” (121), bromea desenfadadamente Darío.

Volviendo al ámbito del comentario chismoso, explica que Nervo se ha aficionado últimamente a los estudios astronómicos, que ha empezado a tener dudas religiosas, que ha muerto la mujer a la que amaba y que cuando lo perdían de vista en París tenían que ir a buscarlo de iglesia en iglesia hasta que lo encontraban en una de ellas “lleno de fervor místico-artístico” (127). En este contexto, afirma que sus estrofas siguen contando con un “vago soplo bíblico que suele hacerse percibir en estrofas que se dirían acompañadas de música sacra” (126). Aprovecha también esta crónica para atacar sin reparos a ciertos poetas de salón a los que evita nombrar:

No es Amado Nervo el que a la duquesa conoce, el que la marquesa invita a almorzar, el que tiene honrosamente marchitos los oros de su casaca diplomática. Él sabe bien que en los salones, y sobre todo delante de sus colegas—como no sean de la familia apolínea—, no está bien confesar intimidades con las Piérides, ni proclamar afección al viejo y sagrado laurel, a menos de ser poeta como tal excelentísimo señor ministro, que lo mismo confecciona un soneto circunstancial que pone asombro en los más intrépidos jugadores de bridge. (123-24)

Cabe preguntarse: ¿qué escritor latinoamericano tenía en mente Darío al escribir tan sarcásticas líneas? Si bien muchos otros, incluido él mismo, tenían puestos diplomáticos en París, la mención de la casaca diplomática podría ser una referencia velada a Gómez Carrillo, quien llegó a ser cónsul de dos países.
[3] Además, ¿quién si no el extrovertido y popular guatemalteco, una verdadera celebridad en el París finisecular, tenía acceso a los salones de la alta sociedad? Si bien no se puede asegurar con certeza que sea Gómez Carrillo a quien se refiere (también el argentino Enrique Larreta, por ejemplo, era asiduo a la tertulia de la condesa Anna de Noailles),[4] lo que sí es obvio es que Darío aprovecha este esbozo de la obra de Nervo para heraldo de Mdcriticar a algunos de sus seguidores modernistas, como vuelve a hacer en el siguiente párrafo: “Todo ello está, por cierto, lejos de la pirotecnia verbal y de los descoyuntamientos de pianista, que suelen tomarse como distintivos de una fuerza poética incontestable, y que se achaca al influjo de un modernismo—llamémosle así—que no hizo bien sino a quienes se lo merecían” (125-26).

No deja de llamar la atención el hecho de que, mientras que varios de estos autores latinoamericanos que menciona en la crónica eran en la época (y lo siguen siendo hoy) perfectos desconocidos, por ninguna parte aparezca el nombre de Gómez Carrillo, sin duda el más famoso y traducido de todos ellos en el París de la época, por mucho que Darío fuera considerado el gran maestro del Modernismo. Una vez enumerados estos autores, vuelve Darío a lamentarse del descuido en que los tiene a todos ellos (incluyéndose a sí mismo) la crítica parisina. Los amargos comentarios que recoge en esta crónica muestran, en realidad, un panorama desolador para un grupo de jóvenes escritores que, anhelando ser reconocidos por sus amistades literarias francesas, apenas consiguen ser leídos por sus compañeros de la periferia cultural de occidente:

Todos estos escritores y poetas que he rápidamente nombrado, y yo el último, vivimos en París, pero París no nos conoce en absoluto, como ya lo he dicho otras veces. Algunos tenemos amigos entre las gentes de letras; pero ninguno de estos señores entiende el español. El Mercure abrió la rubrique de letras hispanoamericanas, hoy desaparecida, por un extremado cosmopolitismo, y M. Finot, director de la Revue et Revue des Revues, al encargarme un estudio sobre el movimiento intelectual argentino, fue franco en no ocultarme que tomaba el asunto casi como perteneciente al Folk-lore. Así, de la literatura malaya se pasa á la literatura dominicana ó á la poesía de las islas Fidji. (102-03).

Por tanto, los escritores latinoamericanos viajan a esa “capital de capitales”, como la llama Darío, esperando ser tratados como iguales para acabar convertidos en curiosos especímenes de ultramar, dignos de ser citados únicamente por su exotismo.
[5] Cada año se pone de moda un país entre los críticos franceses, se queja el nicaragüense, así que ahora sólo resta esperar con paciencia a que un día les llegue el turno a los sufridos vates de Latinoamérica. El mayor éxito hasta el momento—y con ello concluye Darío la crónica—ha sido la traducción de la prosa parnasiana de Eugenio Díaz Romero (1877-1927) en la revista Mercure. Sorprende de nuevo que se enfatice tanto este éxito menor del poeta argentino en lugar de los muchos de Gómez Carrillo, cuyos numerosos escritos (más de ochenta libros y unas tres mil crónicas) se publicaban y traducían en Francia. De hecho, el guatemalteco fue el modernista más traducido en vida[6] y, como es bien sabido, estuvo a cargo por un tiempo de la sección dedicada a las letras hispanas en la revista Mercure de France.[7] Además, fue nombrado editor de la prestigiosa editorial Garnier, con lo que podía decidir a qué escritores latinoamericanos se debía publicar.[8]

En donde sí incluye a Enrique Gómez Carrillo (quien le devolverá el favor en su esbozo “Una visita a Rubén Darío”, incluido en Cómo se pasa la vida... [1907]) es en la colección de siluetas de autores que se publicó bajo el título de Cabezas (1966). Comienza allí hablando Darío de una carta que recibió del guatemalteco en la que le agradecía el haber venido a París. Acto seguido, procede a hacernos saber que si Gómez Carrillo es ya prácticamente un parisino honorífico ha sido gracias a él, que fue quien el recomendó la obligatoria peregrinación a la ciudad de la luz: “Y entonces yo señalé el camino de París” (148). En efecto, Darío se enorgullece sin reparos de haber desviado la inercia que, de otra manera, lo habría llevado irremediablemente a Madrid (una ciudad que él consideraba completamente anquilosada en cuestión de letras), dado el origen español de su padre, el historiador Agustín Gómez Carrillo, rector de la Universidad de San Carlos: “Era, pues, quizá, el camino de Madrid el que hubiera tomado, sin mi dichosa intervención, el futuro autor de tanto libro de prosa danzante, preciosa y armoniosa, que había de ser tenido después como un parisiense adoptado, y alabado por escritores de renombre de esta capital de las capitales” (148-49).
[9] Esta última frase ha de ponerse en contexto, por cierto, con la anteriormente mencionada amargura que expresaba tanto en “Las letras hispanoamericanas en París” como en otra crónica titulada “París y los escritores extranjeros”, en la que se volvía a quejar de la negligencia de la crítica parisina:

Para el parisiense no existe otro lugar habitable más que París, y nada tiene razón de ser fuera de París. Se explica así la antigua y tradicional ignorancia de todo lo extranjero y el asombro curioso ante cualquier manifestación de superioridad extranjera. Ante un artista, ante un sabio, ante un talento extranjero, parecen preguntar. ¿Cómo este hombre es extranjero y sin embargo, tiene talento?” (463-64; citado por Schmigalle).

Por tanto, a nadie hacían caso los escritores y críticos parisinos, ni siquiera a él. En cambio, como el mismo Darío menciona en repetidas ocasiones, llenaban de halagos y honores a su discípulo guatemalteco. ¿Podría afirmarse que se vislumbra un velado ataque de celos en algunos de estos escritos? Aunque no queda del todo claro, sí se nota una cierta sorpresa por el inesperado éxito de Gómez Carrillo: “¿Quién diría que el escritor sutil y libérrimo hubiera colaborado en la seria y académica tarea de hacer un diccionario?” (149), se pregunta Darío en otro párrafo del esbozo dedicado al guatemalteco en Cabezas. Cierra la semblanza mostrando su buen sentido del humor e insistiendo en la sorprendente popularidad del guatemalteco entre los grandes maestros de la época: “Le han prologado y alabando sus libros escritores como Paul Adam, Jean Moréas, Emile Faguet, Catulle Mendès, Vicenti, Cortón, quien estas líneas escribe,
[10] y otros más. ¡Si este diablo de hombre quisiese, aun después de la excomunión [lo excomulgó un obispo de Colombia, según Darío] le prologaría ahora un cardenal!” (153). Al final, remata la recopilación de tanto éxito y reconocimiento que a él, en cambio, se le negó con la mención de que el gobierno francés ha nombrado a Gómez Carrillo caballero de la Legión de Honor.[11] Por tanto, si bien elogia a Gómez Carrillo, quizás se intuye un cierto recelo encubierto.

En lo referente a su desilusión con el mundo de las letras parisinas, Darío asegura en su autobiografía de 1912: “Nunca quise, a pesar de las insinuaciones de Carrillo, relacionarme con los famosos literatos y poetas parisienses” (153). No obstante, en varios escritos, incluyendo Los Raros, cuenta cómo su ídolo, Paul Verlaine (1844-1896), al parecer en permanente estado de embriaguez, nunca llegó a hacerle mucho caso a pesar de los repetidos intentos de entablar una conversación con él. Es casi tragicómica la famosa respuesta que le dio el displicente maestro simbolista al comunicarle Darío, después de habérselo presentado Alejandro Sawa (1862-1909), su gran devoción. Tras mencionar la palabra “gloria” en el café d’Harcourt, la reacción del Fauno, como lo llama Darío, fue la siguiente: “¡La gloire!... ¡La gloire!... ¡M… [Merde], M… encore!...” (Autobiografía 103-04). Paradójicamente, el mismo Verlaine acabaría usando el sobretodo de Darío, como le contó Gómez Carrillo: “en una de sus cartas, me escribe Gómez Carrillo esta postdata: ‘¿Sabe usted a quién le sirve hoy su sobretodo? A Paul Verlaine, al poeta... Yo se lo regalé a Alejandro Sawa—el prologuista de López Bago, que vive en París—y él se lo dio a Paul Verlaine. ¡Dichoso sobretodo!’” (“Historia” 846). En contraste con sus problemas para congeniar con los grandes poetas franceses, Darío asegura en la semblanza de Cabezas que Gómez Carrillo llegó a conocer a todos los “dioses” del parnaso simbolista. Y, efectivamente, es cierto que entabló amistad, por ejemplo, con Oscar Wilde (1854-1900), Paul Verlaine, Jean Moréas (1856-1910) y Charles Marie René Leconte de Lisle (1818-1894). Cabe anotar que, a juzgar por la cita del escritor argentino Ricardo Rojas que Darío elogia en Cabezas, el nicaragüense no admiraba la costumbre que tenían los autores latinoamericanos de adular y lisonjear a los grandes escritores franceses: “Yo no llevé mi ofrenda de mirra salvaje a la casa de los pontífices literarios. Yo desdeñé el elogio fácil de los maîtres que ignoraban mi idioma. Yo me acerqué a hombres y monumentos con tal independencia mental que mis opiniones de meteco sublevaron algo una protesta” (158). De nuevo, habría que preguntarse si no tendría en mente a Gómez Carrillo a la hora de elogiar este comentario de Rojas.

El éxito que tuvo este guatemalteco como cronista fue tal, explica Darío, que le llamaban “El príncipe de los cronistas”. Tras mencionar (otra vez el chisme tan típico de los autores de la época) la habilidad para la esgrima y el boxeo de su amigo, pasa a hacer una crítica del estilo literario en la que lo caracteriza como afrancesado, lo cual, viniendo de la pluma de Darío, no tiene por qué considerarse algo negativo:

En su obra prevalecen, junto con un inesperado sentimentalismo, que se diría romántico, mucha modernidad, la euritmia, las elegancias femeninas, la danza, los personajes de la “comedia” italiana, la anécdota maliciosa, la conversación con sus amigos célebres, la ironía, el halago, la perversidad, el goce, todo lleno de una sutileza francesa, de modo que se diría escrito, o por lo menos pensado, en francés, en parisiense. (Cabezas 151-52)

Si bien Darío elogia sus libros de viajes, llegando incluso a compararlo con el navegante y escritor francés Pierre Loti (1850-1923), considerado uno de los mejores autores descriptivos de su tiempo, parece que al mismo tiempo se intuye un desdeño por la afición de Gómez Carrillo por el halago (del que, como hemos visto más arriba en el caso de Verlaine, también hizo uso el propio Darío), su “perversidad” y su gusto por el name dropping con el que deja saber a todos los lectores de su amistad con los más célebres escritores de París. Por otra parte, su mención de “las elegancias femeninas” queda expresada de una manera ambigua, sin que quede claro si alude a la elegancia de las parisinas o si, por el contrario, se refiere al estilo de Gómez Carrillo, caso en el que el adjetivo difícilmente podría considerarse elogioso, en particular si tenemos en cuenta la época en que se escribió.

A pesar de que no fue otro que Gómez Carrillo quien generosamente le abrió a Darío (como hizo también con los hermanos Antonio y Manuel Machado, además de otros autores hispanos) las puertas de la vida literaria parisina e incluso le cedió su propio apartamento a la llegada de este último a París como corresponsal de La Nación, parece que hubo varios altibajos en su relación, como se puede comprobar en los intercambios epistolarios que se mencionan en este ensayo.
[12] En los primeros escritos de Darío, las referencias a Gómez Carrillo son, por lo general, bastante positivas. En Los raros, por ejemplo, reconoce la ayuda que le prestó y lo describe como su amigo: “A mi paso por París, en 1893, me había ofrecido Enrique Gómez Carrillo presentarme á él [Verlaine]. Este amigo mío había publicado una apasionada impresión que figura en sus ‘Sensaciones de arte’, en la cual habla de una visita al cliente del hospital de Broussais” (46). Deja claro, además, que el guatemalteco ha sido el primero en presentar la obra del gran poeta francés a los lectores hispanos: “en lengua española no se había escrito aún nada digno de Verlaine; apenas lo publicado por Gómez Carrillo; pues las impresiones y notas de Bonafoux y Eduardo Pardo, son ligerísimas” (51). Más tarde, en el alabador prólogo que escribió para De Marsella á Tokio, explica con cuánto placer ha leído el libro de viajes de Gómez Carrillo: “hemos quedado convenidos en que sin escribir versos, es usted un poeta” (Quartucci n.p.). Con deleite, Darío ensueña el Japón orientalizado que le describe su amigo:

Esa sensación me renuevan ciertas páginas de Gómez Carrillo sobre la tierra de los daimios y de las gueshas. […] Me siento en medio del paisaje “color de azafrán y de perlas” y en las casas de papel, sin que me presenten á la falsa Crisantema de los turistas, bebo el saké, como los hachi, tengo las corteses reverencias y amo, en los kimonos bordados, la delicadeza de las sutiles marionetas de carne, que los portan como la libélula su traje de pedrerías. (Quartucci n.p.)

En su autobiografía reconoce también la ayuda que, a su llegada a París, cuando apenas hablaba algo de francés, le proporcionó Gómez Carrillo, el mismo “jovencito de ojos brillantes y cara sensual, dorada de sol de trópico” (77) que había conocido años antes en Guatemala. De entrada, este último le presentó al bohemio español Alejandro Sawa, que “tenía por querida a una verdadera marquesa de España” (Autobiografía 103; y aquí, de nuevo muy al estilo de la época, vuelve Darío a caer en la tentación del chisme). Más tarde, continúa Darío, Gómez Carrillo, en sus correrías por el Barrio Latino de París, le presentaría a Jean Moréas (o Juan Moreas, como le llama el nicaragüense) y a Oscar Wilde. Según nos cuenta Darío, el joven guatemalteco también le dio alguna que otra lección de cómo comportarse al estilo bohemio y bon vivant en París:

Carrillo era ya gran conocedor de la vida parisiense. Aunque era menor que yo, le pedí consejos. –“¿Con cuánto cuenta usted mensualmente?” -me preguntó-. “Con esto”, le contesté, poniendo en una mesa un puñado de oros de mi remesa de La Nación, Carrillo contó y dividió aquella riqueza en dos partes; una pequeña y una grande. –“Ésta, me dijo, apartando la pequeña, es para vivir: guárdela. Y esta otra, es para que la gaste toda”. Y yo seguí con placer aquellas agradables indicaciones, y esa misma noche estaba en Montmartre, en una boite llamada “Cyrano”, con joviales colegas y trasnochadores estetas, danzarinas, o simples peripatéticas. (Autobiografía 147)

En contraste, en otros textos hace varias referencias a Gómez Carrillo que dejan de ser tan generosas. Así, aunque en “Historia de un sobretodo” Darío confiesa el afecto que le tiene, explica también algunas de las razones por las que al mismo tiempo le inspiraba antipatía:

Me visitaba en la ciudad de Pedro de Alvarado un joven amigo de las letras, inteligente, burlón, brillante, insoportable, que adoraba a Antonio de Valbuena, que tenía buenas dotes artísticas, y que se atrajo todas mis antipatías por dos artículos que publicó, uno contra Gutiérrez Nájera y otro contra Francisco Gavidia. El muchacho se llamaba Enrique Gómez Carrillo y tenía costumbre de llegar a mi hotel a alborotarme la bilis con sus juicios atrevidos y romos y sus risitas molestas. (844-45).
[13]

Parece, además, que lo ve como un discípulo descarriado: “El joven Gómez Carrillo, el andariego, el muchacho aquel que me daba a todos los diablos, con el tiempo que ha pasado en París ha cambiado del todo. Su criterio estético es ya otro; sus artículos tienen una factura brillante aunque descuidada, alocada” (“Historia de un sobretodo” 846). Para regresar al innegable gusto de Darío por el chisme, es curiosa la respuesta que ofrece a una carta de Gómez Carrillo en la que obviamente este último le acusa de haber estado hablando de su vida privada. Después de reiterar su “amistad intelectual”, le asegura Darío: “nunca he hablado de cosas de su vida privada. Yo tengo, a ese respecto, ideas distintas. Si Ud. muere antes que yo, no digo que no hablaré, —siempre altamente—, de todo” (Epistolario n.p.). Sin embargo, no cabe duda de que en su autobiografía, por ejemplo, Darío pinta a Gómez Carrillo como un mujeriego: “[el belga Henri de Grunx] envuelto en un rojo ropón, con capuchón y todo, que había dejado olvidado en el cuarto no sé cuál de las amigas de Gómez Carrillo... Creo que la llamada Sonia” (Autobiografía 148).

Por el mismo camino, en la colección Cartas desconocidas de Rubén Darío, editada por Jorge Eduardo Arellano, aparece una epístola al poeta argentino Luis Berisso, firmada el 3 de junio de 1899, en la que arremete contra el guatemalteco: “me habla usted de Gómez Carrillo… mejor es no meneallo… Es un desesperado que habla mal hasta de quienes no conoce y no debiera.
[14] Se fue ya, porque aquí no encontró nada de lo que buscaba. Yo he quedado bien con él; es decir, evito que me muerda” (citado en Rivas Bravo n.p.). El uruguayo José Enrique Rodó también menciona en Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra una crítica que le había hecho Gómez Carrillo al título de su primer libro: “Rubén Darío habrá recordado que no es la primera vez que la portada de sus libros se discute. Don Juan Valera tuvo una arruga de su frente de mármol para el nombre de Azul, y Enrique Gómez Carrillo halló que no todos los Raros eran raros” (71). Igualmente, Noel Rivas Bravo nos recuerda una reseña negativa que publicó Gómez Carrillo sobre el libro de Darío España contemporánea en La Nación el 31 de marzo de 1901 y explica que las relaciones entre ambos escritores no siempre fueron cordiales, debido quizá a lo distante de sus personalidades: la timidez de Darío por una parte y lo extrovertido, dandi y narcisista de Gómez Carrillo por otra. No sería de extrañar, sin embargo, que los desencuentros se debieran meramente a los celos y la competitividad entre escritores célebres. De hecho, contamos con pruebas de que Darío coincidía con muchos escritores hispanos de la época en su percepción negativa del guatemalteco. Así, en su crónica “La joven literatura”, incluida en España contemporánea (1901) y fechada el 3 de marzo de 1899, lo presenta desenfadadamente, como el prototípico snob: “No hay una élite. No se puede contar ni con el elemento carneril de los snobs que ha creado Gómez Carrillo con sus graciosas y sinuosas ocurrencias” (107). Y lo volverá a describir de la misma manera en una carta a Miguel de Unamuno fechada el 21 de mayo del mismo año: “Las tonterías de Carrillo—pues las tiene y grandes—no harán sino que se distinga entre lo que París tiene de sólido y verdaderamente luminoso, y el article de París, que fascina a nuestros snobs y bobos de la moda” (Ghiraldo 50).

En resumidas cuentas, sea cual fuere la razón de su distanciamiento, las crónicas de Rubén Darío parecen tener muy presente al guatemalteco, aun cuando no lo mencionen explícitamente. Es posible que Rubén Darío, sintiendo que su discípulo guatemalteco era inferior a él artísticamente hablado, tuviera unos celos artísticos que parecen leerse entre las líneas de varios de sus escritos.
[15] No sorprendería tampoco que Darío comparara con recelo su propia miseria económica con la vida (por lo general) desahogada (a pesar de que se queja de sus limitaciones económicas en sus cartas a Darío) y repleta de viajes exóticos (a China, Japón, Rusia y Tierra Santa, además de a varios países de Latinoamérica), que llevaba Gómez Carrillo gracias, en parte, a las pensiones que recibió primero del gobierno guatemalteco de Manuel Lisandro Barillas (1845-1907; presidente 1885-1892) y luego del de Manuel Estrada Cabrera (1857-1923; presidente 1898-1920), además de los ingresos de sus sueldos como corresponsal de distintos diarios como El Liberal de Madrid y La Nación de Buenos Aires.





Alberto Ghiraldo, en El archivo de Rubén Darío (1943), abunda en la otra cara de la moneda; es decir, en los constantes y a veces inexplicables ataques de Gómez Carrillo contra Darío y en los altibajos que el mismo guatemalteco considera “histéricos” en una de sus misivas.

[16] En efecto, el mismo cronista que prepara un gran banquete en homenaje al príncipe de los poetas hispanos (que Ghiraldo considera un “acto de política literaria”; 74) para hacerse “perdonar las bromas infantiles de antaño” (Ghiraldo 72), le envía otras veces cartas en las que lo recrimina abruptamente, lo insulta sin tapujos e incluso llega a amenazarle. Los ataques, como se observa en el estudio de Ghiraldo, van seguidos de posteriores arrepentimientos,[17] elogios de la máxima admiración y repetidas reconciliaciones[18] sólo para volver a caer en agresiones verbales de una hostilidad casi impertinente. A veces incluso le envía a Darío un libro en el que ha escrito crítica negativa sobre la obra de éste pero le advierte de antemano de que dichas reseñas son injustas y, por tanto, malintencionadas: “No lea sino la última página sobre usted. Las demás son injustas” (Ghiraldo 64); y en otra ocasión: “Y casi lo siento, porque entre las crónicas que lo forman hay dos o tres desagradables para usted. En pruebas agregué una página sincera y sensata en que hablo de usted con admiración muy profunda. No lea más que esa” (70). Obviamente, las últimas líneas implican, de una manera casi cómica, que dichas crónicas desagradables con fueron ni “sinceras” ni “sensatas”. ¿Se trataba esta actitud de un desafío edípico? ¿Anhelaba, quizás inconscientemente, matar al padre literario al que tanto debía? Si bien podría ser ésta una de las razones, también es cierto que el mismo Gómez Carrillo ofrece a veces explicaciones a sus desmesuradas recriminaciones: “Cuando usted llegue charlaremos y entonces verá usted la fecha de una carta en que me decían que usted tenía poquísima simpatía por mí. De allí vienen todas mis chinitas. La carta es de 1897. […] Un chisme tonto pudo un día hacerme olvidar su talento y obligarme a negarle como artista” (Ghiraldo 71). Se debe tener en cuenta, asimismo, que, según le explica Darío a Unamuno en una carta escrita en 1899, otros escritores fueron víctimas de las inconstancias de Gómez Carrillo: “Me hacen gracias los pocos que conozco de esos que encantan al buen Carrillo, que se gasta una ironía tan sutil, que, así que la trama con alguien para elogiarlo y presentárnoslo como un genio o cosa así, consigue que nos aparezca como un pobre diablo y hasta como un imbécil. Tal le ha sucedido a Moréas, Rictus y otros de aquí y de fuera” (Ghiraldo 35).

Sin poner en duda la sincera admiración de Gómez Carrillo por la obra de Darío, la adulación de que aquél hace gala en algunas de sus cartas forma parte, probablemente, de las distintas estrategias de poder que eran comunes en el campo cultural de la época. Ya en una carta de 1896, Gómez Carrillo le asegura a su maestro que su fama sería mucho mayor si hubiera escrito su obra en francés o en inglés: “¡Si usted fuese parisiense, tendría un carruaje, Rubén!” (58). En otros intercambios epistolarios Gómez Carrillo le hace saber con cordialidad a su amigo que escribe sobre su obra y que lo elogia constantemente. No obstante, también trata a veces de hacerle sentir culpable puesto que, según afirma, mientras que él se deshace en elogios por sus libros o trata de encontrar traductores al francés para su nueva novela, Darío no le devuelve el favor: “Si usted no hubiera renunciado por completo a aquel espíritu libre que en otro tiempo le permitía verse a sí mismo y escoger entre lo suyo, comprendería que el único que le estima en lo que vale soy yo. En un largo estudio, que sobre usted preparo, verá mejor mi modo de pensar” (60). Y expresando su decepción por lo que él concibe como deslealtad y falta de reciprocidad, cierra la carta con las siguientes palabras: “No quiero firmar su afectísimo, como lo hace usted, sino su amigo malgré vous” (60). En otra carta Gómez Carrillo le amenaza con publicar en El Mercurio sus primeros versos “A Víctor Hugo”, a lo que Darío le responde sin miramientos que de hacerlo hará que se publiquen también crónicas antiguas del guatemalteco. Pero es una carta de 1898 en donde el tono agrio se vuelve ya insolente al amenazar a Rubén abiertamente con arruinar su reputación por haber hablado mal de él y haber animado a otros a que lo desacreditaran en Buenos Aires:

“Le digo a usted esto para justificar de antemano todo lo que pueda publicar en el Madrid Cómico, en El País, en España Artística y en La Vida Galante, periódicos en los cuales tengo completa libertad para escribir. Al declararse usted de repente mi enemigo, creo que perdió a su más leal compañero”. (61)

En cuanto a ese “lo que pueda publicar”, le aclara que “todos” los amigos de Darío le han escrito pidiéndole que publique información denigrante sobre el poeta, con lo que trata sin tapujos de herir sus sentimientos y de hacerle ver que sus amistades lo traicionan a sus espaldas. Gómez Carrillo le recrimina, además, el no saber separar lo profesional de lo personal: “En fin, espero que usted me escriba para saber si en algo le he ofendido personalmente o si es que en usted el amigo se ha ofendido por mis juicios sobre el literato” (62). Con ello se deduce que la enemistad fue quizás más literaria que personal. En cualquier caso, no hay duda de la intención de herir al poeta nicaragüense con estos comentarios y con varios otros en los que le informa puntualmente de todas las malas críticas y de los comentarios negativos con respecto a su persona que se publican en varias partes del mundo.

Edelberto Torres, en su biografía La dramática vida de Rubén Darío, se hace también eco de los altibajos de la relación entre Darío y Gómez Carrillo. Si bien a veces este último le confiesa “Usted ha sido, Rubén, el mejor, el más desinteresado y el más noble de mis amigos” (465), en otras ocasiones le manda misivas agresivas e incluso amenazantes que llegan, como explican tanto Torres como Alberto Ghiraldo, a amedrentar al nicaragüense. Gómez Carrillo se queja también en al menos tres cartas de los silencios del Darío crítico con respecto a su obra: “Usted que da bombos a todo dios, no ha dicho una palabra de mi último libro” (Ghiraldo 63). E incluso llega a recurrir al insulto:

Querido poeta: me alegro de que al fin tenga usted necesidad de escribirme. Yo ya sabía que sólo los intereses sagrados del dinero—tan necesarios para la vida poética—podían mover su pluma o sus pasos. Al día siguiente de la ‘gran enfermedad’ que le impidió asistir a un acto en honor de un entonces amigo suyo, fue al bureau de Blanco y Negro, por un modesto cheque; y hoy, después de no haber contestado otra mía, me escribe para saber dónde se cobra”. (Torres 464)

Como Darío, también Gómez Carrillo deja saber a otros escritores de su entorno de sus desencuentros con el nicaragüense e incluso se queja de haber recibido amenazas de él:

Usted ignora que todas las cosas íntimas que hay en el folleto de Cavestany contra mí son datos que Rubén dió [sic]. Cavestany lo asegura y, aun antes, yo lo había adivinado. Además yo he sabido por mil conductos las cosas que Rubén dice de mí y las amenazas que me hace. Usted es el único que me ha dicho que Rubén me estima. Los demás me dicen lo contrario.” (65-66)

Gusta también del chisme, aunque en su caso suele ser malintencionado, como se constata en una carta de Darío a Leopoldo Díaz en la que se observan las intrigas que fabrica el guatemalteco: “No sé a qué se refiere usted cuando me dice haberle probado Gómez Carrillo que yo no le he sido a usted fraternal. Ni él ni nadie podrá asegurar que jamás haya yo proferido, o escrito, algo que no fuera de cariño o admiración para usted, mi querido poeta” (Ghiraldo 111).

En cualquier caso, el tono desenfadado de los esbozos y crónicas de Darío muestran la otra cara de ese poeta trágico, existencial y angustiado que suelen presentar muchos de sus críticos.
[19] Al mismo tiempo, la relación epistolar entre ellos dos, así como las cartas a otros escritores hispanos de la época, muestran cómo a veces se pedían unos a otros que hablaran mal de un tercero que lo había ofendido.Estos textos revelan información hasta ahora no muy estudiada en cuanto a la proclividad a la chismografía maliciosa tanto de Darío como de Gómez Carrillo, los celos encubiertos entre ambos autores centroamericanos, los mutuos y repentinos cambios de opinión según las circunstancias y, sobre todo, las estrategias de poder que permeaban el campo cultural de la época.


Obras citadas

Abreu Gómez, Emilio. Rubén Darío. Crítica literaria. Temas americanos. San Salvador: Ministerio de Educación, 1963.
Darío, Rubén. Autobiografía. Rubén Darío. Obras completas. Vol. 1. Eds. Julio Ortega y Nicanor Vélez. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950-55. 15-178.
- - -. Cabezas. Madrid: Aguilar, 1966.
- - -. La caravana pasa. Vol. 3. Ed. Günther Schmigalle. Berlín: Verlag Walter Frey, 2001.
- - -. “En París”. Peregrinaciones. Rubén Darío. Obras completas. Vol. 3. Eds. Julio Ortega y Nicanor Vélez. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950-55. 381-99.
- - -. “Historia de un sobretodo”. Rubén Darío. Obras completas. Vol. 1. Eds. Julio Ortega y Nicanor Vélez. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950-55. 841-46.
- - -. “La joven literatura”. España contemporánea. Rubén Darío. Obras completas. Vol. 3. Eds. Julio Ortega y Nicanor Vélez. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950-55. 99-112.
- - -. Los raros. Barcelona: Maucci, 1905.
- - -. “La América latina en Europa. Á propósito de la cuestión
chilenoargentina” Rubén Darío. Crónicas desconocidas 1901-1906. Ed. Günther Schmigalle. Berlín: Verlag Walter Frey, 2006. 112-23.
- - -. Rubén Darío. Epistolario selecto. Ed. Pedro Pablo Zegers y Thomas Harris. Prólogo, Eduardo Arellano. Santiago de Chile: DIBAM, 1997. Cervantes virtual. 30 abril 2008.
García Prada, Carlos. “¿Silva contra Darío? Hispania 43.2 (Mayo 1960): 176-83.
Ghiraldo, Alberto. El archivo de Rubén Darío. Buenos Aires: Losada, 1943.
Kronik, John W. “Enrique Gómez Carrillo a la defensa de Clarín”. Revista de Literatura 65 (2003): 239-56.
Quartucci, Guillermo. “Orientalismo y género: Japón y sus mujeres en el discurso literario hispanoamericano”. Revista de estudios asiáticos 14 (diciembre-enero 2008). , 7 may 2008.
Ricci, Cristián H. “La miseria de Madrid del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo: esperpento, dandismo y bohemia”. Chasqui 34.2 (noviembre 2005): 62-77.
Rivas Bravo, Noel. “Una reseña crítica de Gómez Carrillo”. La Prensa Literaria. 18 de enero de 1999. , 30 abril 2008.
Rodó, José Enrique. Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra. Montevideo: Dornaleche y Reyes, 1899. Cervantes virtual. 2 mayo 2008.
Salgado, María A. “En torno a los modernistas y las ‘autosemblanzas’ de ‘El Liberal’. Actas del noveno congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Ed. Sebastián Neumeister. 2 (1989): 389-96.
Torres, Edelberto. La dramática vida de Rubén Darío. Barcelona: Grijalbo, 1966.
Tünnermann Bernheim, Carlos. “Rubén Darío hace cien años”. El Nuevo Diario. 7 febrero 2001 , 30 abril 2008.
Weiss, Jason. “All Roads Led to Paris. Journey of a Dream”. Hopscotch: A Cultural Review 2.2 (2000): 28-36.


Notas

[1] Quiero expresar mi agradecimiento a Jeffrey Browitt and Wener Mackenbach por sus excelentes sugerencias, con las que se pudo mejorar este ensayo.
[2] Para la época de la disputa entre Darío y Carrillo, ya habían fallecido los grandes nombres de la primera ola de modernistas latinoamericanos, como Martí, Casal, Asunción Silva y Gutiérrez Nájera.
[3] En 1898 Manuel Estrada Cabrera lo nombró cónsul de Guatemala en París y más tarde en Hamburgo. Años después, tras nacionalizarse argentino, Hipólito Irigoyen lo nombró cónsul de Argentina en Niza.
[4] Citado por Jason Weiss (30).
[5] Se queja de lo mismo Darío en su crónica “La América Latina en Europa. Á propósito de la cuestión chilenoargentina” (París, 27 de diciembre de 1901): “Más de una vez se ha hecho notar el inmenso desconocimiento, la enorme ignorancia que existe en Europa y principalmente en este ‘dulce’ país francés, respecto á las naciones hispanoamericanas. Los errores que se cometen cuando se trata de esas repúblicas, sobrepasan toda suposición” (112). Y más tarde: “Todos los sudamericanos son confundidos con el mismo desdén e ignorancia” (118); “Hasta ahora se empieza á reconocer una literatura hispanoamericana, aparte de la española” (119):
[6] En 1906 ganó el premio Montyon de la Academia Francesa por su libro El alma japonesa, traducido al francés. Once años más tarde, lo volvería a ganar con la traducción de En el corazón de la tragedia.
[7] El chileno Francisco Contreras también escribió una columna para el Mercure de France por muchos años.
[8] Como explica Weiss (citando a Sylvia Molloy), otros escritores latinoamericanos llegaron a ser editores de revistas y editoriales francesas: Darío, de Mundial; Leopoldo Lugones de Revue sud-américaine; Ventura García Calderón, de Hispania y La Revue de l’Amérique Latine (30).
[9] La madre de Gómez Carrillo, Josefina Tible Machado, era de origen belga.
[10] En una carta fechada el 7 de julio de 1911, Darío le responde a Gómez Carrillo, quien parece haberle pedido que prologue o reseñe una de sus obras, lo siguiente: “Nada más grato para mí, y seguramente para los lectores de MUNDIAL, que una novela de Ud.; así es que me place mucho la proposición suya. Solamente que sería preciso tener la novela concluida. Entre otras cosas, porque, siendo un trabajo, en cierto modo autobiográfico, deberá tener su parte ‘picante’, y que pueda asustar a las jeunes filles y señoras exigentes que lean la revista” (Epistolario n.p.). Darío escribió el prólogo de Del amor, del odio y del vicio, la primera de las Tres novelas inmorales, y De Marsella á Tokio. José María Eça de Queirós y Benito Pérez Galdós también prologaron libros suyos. [11] El nombramiento de Caballero de la Legión de Honor tuvo lugar en 1916 y posteriormente, fue ascendido al grado de Comendador.
[12] A Antonio Machado le consiguió un puesto en el consulado guatemalteco de París. A la llegada a París, Darío se fue a vivir al apartamento de Gómez Carrillo en el número 29 de la calle Faubourg Montmartre. Más tarde, “Carrillo tuvo que dejar su casa, y yo me quedé con ella” (n.p.), explica Darío en su autobiografía.
[13] El escritor español Alejandro Sawa (1862-1909), en su semblanza dedicada a Gómez Carrillo, también expresa su cariño por el guatemalteco y lo describe como “el mago de las letras españolas”, a la vez que recuerda que era “casi mezquino de palabras y de gestos”. Las antipatías a Gómez Carrillo eran compartidas por otros modernistas. Así, el colombiano José Asunción Silva comenta en una carta privada a su amigo Sanín Cano: “La única vez que he sentido ganas de matar fue el atardecer del segundo de esos días espantosos. Yo estaba recostado en una silla [del barco Amérique], descorazonado e inquieto, pensando en la cercanía de la noche, cuando oí que alguien gritaba mi nombre desde el puente. Al incorporarme vi a Gómez Carrillo, quien con la mano extendida en actitud teatral, me decía: —¡Mire, amigo, esas lejanías…” (García Prada 180). Carlos Tünnermann Bernheim ha comentado otra posible fuente de rencor por parte de Darío. Cuando en 1901 se publicó la lujosa segunda edición de Prosas profanas con un prólogo del uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), de la que Darío estaba sumamente orgulloso, al parecer Gómez Carrillo olvidó poner la firma de Rodó tras el prólogo. Como resultado, explica Tünnermann, “El disgusto de Rodó fue tal que nunca más escribió sobre la obra de Darío” (n.p.). Darío deja patente la gran estima que sentía por Rodó como intelectual en Cabezas Rubén, donde lo considera Rodó uno de los pocos pensadores y ensayistas de calidad de la América Latina.
[14] Aquí probablemente se refiere a los dos artículos críticos sobre el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) y el salvadoreño Francisco Gavidia (1863-1955; quien enseñó a Darío el alejandrino francés), que Darío menciona en “Historia de un sobretodo”. Como explica Johan Kronik, a los diecisiete años Gómez Carrillo se atrevió a publicar un artículo que contradecía la opinión negativa de Gavidia sobre Clarín.
En 1889, Gómez Carrillo también publicó una polémica crítica a su compatriota José Milla y Vidaurre (1822-1882), un autor muy reconocido en la época.
[15] Curiosamente, parece ser que también Gómez Carrillo sintió celos del éxito de otros autores hispanos, como Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Pío Baroja, en Francia. Así, Cristián Ricci cita la crítica que le hace Antonio Machado al guatemalteco: “Gómez Carrillo nunca pudo soportar ser opacado ‘por ningún escritor fuera de España’” (67).
[16] “Me siento menos ahora menos histérico, menos mujer coqueta…”, asegura Gómez Carrillo en una de sus cartas, usando el lenguaje machista típico de la época.
[17] “Acabo de pasar por una crisis terrible y sólo para mí visible, que me ha durado años y durante la cual he hecho muchas tonterías. Creo que ya me ha pasado” (70), le dice en una de las cartas a Darío.
[18] Una de tantas reconciliaciones queda inmortalizada en una carta de Darío a Tulio Manuel Cestero fechada el 19 de agosto de 1901: “Enrique [Gómez Carrillo] me escribió una carta muy bonita y muy seria, que le contesté con mi triste humor habitual, y el incidente está cerrado. Me ha prometido no volver nunca a ocuparse de mí. Así quedamos los mejores amigos del mundo. Yo sí me ocuparé de él, como siempre lo he hecho, sin peligro para él” (Ghiraldo 484).
[19] Para un comentario más extenso y detallado sobre las contradicciones en la autopercepción de Rubén Darío, ver mi ensayo “La ‘inquerida bohemia’ de Rubén Darío”. Cuadernos del CILHA (Centro Interdisciplinario de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Nacional de Cuyo [Mendoza, Argentina]). Ed. Alberto Acereda. Buenos Aires 9 (en prensa 2008).


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