sábado, 22 de noviembre de 2008

La "inquerida bohemia" de Rubén Darío

Palabras clave: Rubén Darío, bohemia, modernismo, barrio latino de París
Por Ignacio López-Calvo
Publicado en 8 Magazine Modernista (February 2009)

Se publicará también próximamente en Cuadernos del CILHA (Centro Interdisciplinario de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Nacional de Cuyo [Mendoza, Argentina]). Ed. Alberto Acereda. Buenos Aires 9 (2008)



Cuando se habla de la vida y obra de Rubén Darío, la crítica, guiada por la misma obra del nicaragüense, tiende a enfatizar el patetismo de su penuria económica, el alcoholismo que fue deteriorando su salud física y mental y el intento de suicidio en La Habana. En efecto, el poeta habla en sus cartas y escritos autobiográficos de sus problemas de salud y de crisis psicológicas que lo llevan a tener alucinaciones, instantes de exaltación mística y un pavor obsesivo por la muerte. En contraste, Leonel Delgado Aburto propone una acertada relectura de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1912) que contradice la tradicional imagen de la vida (melo)dramática del gran poeta nicaragüense: La expectativa podría ser resumida en el título de la biografía escrita por Edelberto Torres: La dramática vida de Rubén Darío (1ª ed. 1956). El título supone una petición de principio: la vida del héroe cultural Darío no puede ser sino dramática. La expectativa de lo dramático (y a veces lo melodramático) en la vida del autor Darío es producida por medio de una extensa red de relaciones culturales, de las que su propia poesía es un referente inevitable. (n.p)

Más adelante, Delgado Aburto añade que el mismo Darío sugiere, en su obra poética, esta interpretación de su vida y obra: “De alguna manera Darío ha postulado, sobre todo por medio de sus poemas, que su vida es un texto dramático, con una juventud precaria en felicidad, pero con un cierre glorioso gracias al arte, siendo el arte la interpelación fundamental de la subjetividad” (n.p.). Esta interpretación de la figura de Darío como un pensador apolíneo y un ser agónico es, sin duda, la más común entre sus críticos. El título mismo de algunos estudios sobre la vida y obra de Darío dan fe de dicho enfoque: La dramática vida de Rubén Darío (1952) de Edelberto Torres, Rubén Darío, abismo y cima (1966) de Jaime Torres Bodet, Gloria y congoja de Rubén Darío y “Canto a Rubén Darío” (1989) de Edelmira Muñoz, La angustia existencial en la poesía de Rubén Darío de Roque Ochoa Hidalgo (2001) o el estudio de Danilo Guido sobre el alcoholismo del poeta en Rubén Darío,”soy un enfermo” (2005). Para citar uno de los estudios más recientes, en Modernism, Rubén Darío, and the Poetics of Despair (2004) Alberto Acereda y Rigoberto Guevara afirman: “When Darío died in February of 1916, after a painful agony, no doubt a calvary remained, the vital and constant despair: the despair of the sad and young husband who lost his first wife; the despair of the poet deceived; the anguish of the alcoholic man, of the needy diplomat, and, above all, the poet whose tragic life would find an echo in his modern-existential despair, and his quest for answers in his art and poetry” (114).

Cabe notar, no obstante, que en la extensa obra de Darío, sobre todo en su obra en prosa, aparecen también párrafos que sugieren otro tipo de discurso, menos trágico, menos melodramático y más decadentista, quizá más propio de la imagen del bon vivant finisecular a lo Enrique Gómez Carrillo, su amigo guatemalteco. En este sentido, en otro artículo ya mencioné la afición de Darío al chisme más típico de la prensa amarilla de hoy e incluso la explicación que le tiene que dar a Gómez Carrillo cuando este último le acusa en una carta de haber estado hablando de su vida privada.
[1] No sería ésta la única vez que se le acusa de algo parecido. Así, a pesar de esa “fatal timidez, que todavía me dura” (n.p.), que confiesa en la sección XI de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, en la quinta sección no tiene reparos en reconocer que llegó a correr la voz infundadamente de haber tenido relaciones con una prima lejana de la que dice haber hablado en su cuento “Palomas blancas y garzas morenas”:
Por cierto que, muchos años después, madre y posiblemente abuela, me hizo cargos: «¿Por qué has dado a entender que llegamos a cosas de amor, si eso no es verdad?». -«¡Ay!, le contesté, ¡es cierto! Eso no es verdad, ¡y lo siento! ¿No hubiera sido mejor que fuera verdad y que ambos nos hubiéramos encontrado en el mejor de los despertamientos, en la más ardiente de las adolescencias y en las primaveras del más encendido de los trópicos?...». (n.p.)

El propio Darío nos cuenta en La vida cómo le pidió consejo a su amigo guatemalteco Gómez Carrillo para integrarse a la vida decadente de la bohemia parisina finisecular:

Carrillo era ya gran conocedor de la vida parisiense. Aunque era menor que yo, le pedí consejos. –”¿Con cuánto cuenta usted mensualmente?” -me preguntó-. “Con esto”, le contesté, poniendo en una mesa un puñado de oros de mi remesa de La Nación, Carrillo contó y dividió aquella riqueza en dos partes; una pequeña y una grande. –”Ésta, me dijo, apartando la pequeña, es para vivir: guárdela. Y esta otra, es para que la gaste toda”. Y yo seguí con placer aquellas agradables indicaciones, y esa misma noche estaba en Montmartre, en una boite llamada “Cyrano”, con joviales colegas y trasnochadores estetas, danzarinas, o simples peripatéticas. (n.p)

Como se observa en este párrafo, Darío no pone ningún reparo a la propuesta que le hace el guatemalteco de convertirse en un vividor como él. De hecho, ya en la séptima sección del mismo texto autobiográfico, Darío asocia desenfadadamente la labor del poeta (a los trece años) con la vida bohemia: “Otros versos míos se publicaron y se me llamó en mi república y en las cuatro de Centro América, «el poeta niño». Como era de razón, comencé a usar larga cabellera, a divagar más de lo preciso, a descuidar mis estudios de colegial. Como se ve, era la iniciación de un nacido aeda” (n.p.; énfasis mío).

El alejamiento de ese patetismo existencial que predomina en gran parte de su obra poética se hace obvio no sólo en muchos otros textos en prosa sino también en sus poemas, donde se percibe a veces un tono desenfadado y popular que poco tiene que ver con lo agónico, metafísico y filosófico de otros textos. Un poema que viene a la mente, por ejemplo, es “La negra Dominga”, escrito en La Habana en julio de 1892. En el siguiente fragmento se sintetizan no el pesimismo existencial sino las ganas de vivir y disfrutar de la vida, aunque también la objetivación, animalización y erotización exótica de la apasionada mujer afrocubana, que aparece siempre dispuesta a entregarse a los brazos de su patrón metropolitano:

¿Conocéis a la negra Dominga?
Es retoño de cafre y mandinga,
es flor de ébano henchida de sol.
Ama el ocre y el rojo y el verde
y en su boca, que besa y que muerde,
tiene el ansia del beso español.

Serpentina, fogosa y violenta,
con caricias de miel y pimienta
vibra y muestra su loca pasión:
fuegos tiene que Venus alaba
y envidiara la reina de Saba
para el lecho del rey Salomón.

Vencedora, magnífica y fiera,
con halagos de gata y pantera
tiende al blanco su abrazo febril,
y en su boca, do el beso está loco,
muestra dientes de carne de coco
con reflejos de lácteo marfil.

En otro ensayo
[2] ya he comentado cómo en el poema “La Cartuja”, incluido en Cantos a la Argentina y otros poemas, Darío lleva a cabo un contraste retórico entre la vida monacal y su propio “furor sexual” (v 12) de “fauno” (v 57). Y esa misma sexualidad culpable, que al mismo tiempo hace alarde indirectamente de su libido y sus instintos epicúreos, reaparece en otros dos poemas del mismo libro: “La dulzura del ángelus” y “Spes” de Cantos de vida y esperanza. El mismo tono jovial y dionisiaco se percibe en la descripción de las prostitutas parisinas que aparece en “Esas damas…”, una que aparece en el primer libro de La caravana pasa (1902):

Esas damas…
Preciosas estatuas de carne, pulidas y lustradas como dijes, como joyas, flores, ó animales encantadores, estuches de placer, maestras de caricias, dignas de una corona de emperatriz, ducales, angelicales, y tan brutas, tan ignorantes, tan plebeyas en su mayoría! (120)

Quizá el propio género en que se puede enmarcar este texto, la crónica, dirigido por lo general a un público más amplio, influye la escritura de Darío hacia. Ese mismo tono picaresco y humorístico reaparece unas líneas más tarde en la crónica al hablar de una gallega que había servido en una casa de huéspedes en Madrid: “Todos los estudiantes supieron en su pensión de á dos pesetas lo que era el amor de la sirvientita, cuya cara primaveral era un plantío de sonrisas, y cuya generosidad no tuvo límites” (122). A lo largo de la crónica, da la sensación de que el nicaragüense no tiene reparos en dejar saber al lector de su profundo conocimiento de este submundo de la prostitución. En cambio, el tono cambia radicalmente cuando, en su descripción de la clientela de la casa de Maxim, nota la presencia de rastacueros argentinos despilfarrando su dinero y decide entonces recomendarles que usen ese capital para beneficio de su nación.

Parece lógico, por tanto, cuestionar si la interpretación clásica de Darío como un ser agónico contrastando los textos en los que el autor implícito, es decir, la imagen que de sí mismo quiere dar el autor en sus páginas, sí refleja esa postura vital, con los otros muchos textos en que la cosmovisión es otra muy distinta. Así, su aparente rechazo a la vida bohemia que está acabando con sus finanzas y con su salud aparece, en efecto, en el octavo verso del primer “Nocturno” de Cantos de vida y esperanza (1905), “el falso azul nocturno de inquerida bohemia”, y reaparece cuatro años más tarde en Historia de mis libros (1909):


En cuanto a la bohemia inquerida, ¿habría gastado yo tantas horas de mi vida en agitadas noches blancas, en la euforia artificial y desorbitada de los alcoholes, en el desgaste de una juventud demasiado robusta, si la fortuna me hubiera sonreído y si el capricho y si el capricho y el triste error ajenos no me hubiesen impedido, después de una crueldad de la muerte, la formación de un hogar” (Obras completas I, 220)

Ahora bien, ¿es de veras tan “inquerida” esa bohemia? Volviendo al contraste entre el autor real y el autor implícito, cabe cuestionarse hasta qué punto se debe creer todo lo que de sí mismos dicen los autores en los textos autobiográficos. No sería de extrañar que el autor de Los raros, ese “ingenuo libro de admiración” (n.p.), como lo define él mismo en su crónica “Rodin”, soñara desde muy joven con imitar el estilo de vida de sus ídolos simbolistas. En concreto, hablamos de ese “otro crucificado” como llama en la crónica “En el gran palacio” al también alcohólico Paul Verlaine, quizás el “poeta fuerte” (como lo llamaría Harold Bloom) que más influyó al joven Darío. Las teorías de la recepción pueden ser útiles para interpretar esta faceta de la obra dariana. La noción que propone Wolfgang Iser del “lector implícito” sugiere que el texto mismo crea una especie de lector ficticio. Es ése el lector ideal que el autor espera conseguir. En este contexto, es probable que Darío tuviera una imagen mental de un lector (utilizo aquí el masculino a propósito) que espera de él la imagen del poeta que lleva una vida dramática y agónica. Sus textos, por tanto, proyectan un sistema de estructuras que invitan una respuesta determinada por parte de los lectores y los predisponen a leer el texto de cierta manera. Darío ha convertido su propia vida en un drama del que él lógicamente es el gran protagonista. Pero como se verá en este ensayo, a veces se vislumbra otro Rubén Darío que se escapa de este elaborado discurso trágico con el que Darío se propone convertirse en otro de los poetas malditos del París finisecular que, con su afición a los “paraísos artificiales”, se niegan a respetar las reglas de la urbanidad. A riesgo de lastimar el “horizonte de expectativas” del lector tradicional de Darío, nos planteamos aquí la otra cara de la moneda: el Darío bohemio y vividor, unas veces cómico, otras morboso, como en “El desquite de la muerte”, y otras incluso chismoso. A modo de ejemplo de esta última faceta más cercana a la frívola prensa amarilla, veamos uno de los comentarios que aparecen en su crónica “Ludus”: “Y aquellos hombrecitos que corren los caballos, monos de seda, ligeros y osados, con los colores tales ó cuales, logran conquistas amorosas que tan solamente tuvieron un tiempo los tenores, y que hoy pudieran apenas disputarles los toreros. Dígalo ese muchacho yanqui, de dieciocho años, Rieff” (160).

Además del poeta trágico, por tanto, hay otro escritor que celebra la vida y la esperanza (como reza uno de sus títulos) en textos como “En París”, incluido en Peregrinaciones, en el que se alaban la belleza de París, su vitalidad cultural, el cosmopolitismo, el aroma de las flores… la frase con la que cierra la crónica expresa concisamente su elevado estado de ánimo, su buen humor y su optimismo: “Y habiendo cumplido en mi tarea con dar una parte a la idea del ensueño y otra a la idea del puchero, salgo contento, en la creencia de que he tenido un buen día” (n.p.). Por el mismo camino, en otra crónica del mismo libro, “La canción en la calle”, Darío confiesa su gozo con las músicas callejeras y en “En el gran palacio” y “Rodin” celebra alegremente la belleza del arte plástico: “Rodeado de un mar de colores y de formas, mi espíritu no encuentra ciertamente en dónde poner atención con fijeza. Sucede que, cuando un cuadro os llama por una razón directa, otro y cien más os gritan las potencias de sus pinceladas o la melodía de sus tintas y matices” (n.p.). Ese buen humor nos lleva a veces al chiste, como vemos en “Los anglosajones”, donde nos explica, con su típico rechazo (a pesar de la admiración que siente por la vitalidad de sus economías) a la cultura anglosajona, que “las relaciones entre París y Londres son absolutamente necesarias. Porque si no, ¿adónde mandaría M. Prevost a planchar sus camisas?” (n.p.).

En la sección número treinta y dos de La vida, Darío nos dibuja, como su carta de presentación al mundo de la bohemia parisina, el momento en que Gómez Carrillo le presentó al español Alejandro Sawa: “Como yo, usaba y abusaba de los alcoholes; y fue mi iniciador en las correrías nocturnas del Barrio Latino. Algunas veces me acompañaba también Carrillo, y con uno y otro conocí a poetas y escritores de París, a quienes había amado desde lejos” (n.p.). El cómico rechazo de Verlaine cuando Darío intenta entablar conversación con él, será el primer traspié en lo que acabaría siendo su gran decepción por la falta de reconocimiento a las letras latinoamericanas (y a las suyas en particular) por parte de los críticos y escritores parisinos. Parece que el nicaragüense salió escarmentado de la experiencia y, a partir de ese momento, evitó pasar por experiencias similares. Así, en la sección treinta y ocho de La vida, Darío explica por qué nunca aceptó la invitación de visitar a la escritora francesa Alfred Valette: “los que me conocen no les extrañará que no haya hecho tal visita durante más de doce años de permanencia fija en la vecindad de la redacción del Mercure. He sido poco aficionado a tratarme con esos chermaitre, franceses, pues algunos que he entrevisto me han parecido insoportables de pose y terribles de ignorancia de todo lo extranjero, principalmente en lo referente a intelectualidad” (n.p). Y más tarde, en la cincuenta y seis, repite: ”Nunca quise, a pesar de las insinuaciones de Carrillo, relacionarme con los famosos literatos y poetas parisienses. De vista conocí a muchos, y aun oí a algunos, en el «Calisaya» o en el café Napolitain, decir cualquier beocio o filisteo” (n.p.).

No obstante, como cuenta el propio Darío en el mismo libro, Alejandro Sawa intentó presentarle al Charles Morice, el crítico de los simbolistas, con la mala suerte de que éste notó varios errores de métrica en los pocos versos en francés que aparecían en Azul. Sus aventuras nocturnas en el bohemio barrio latino continuarían con la compañía del griego Jean Moréas (quien, a pesar de lo que había oído el nicaragüense, no sabía una palabra de castellano) y del también poeta Maurice Duplessis. Pues bien, ¿cómo se representan este aparentemente inacabable jolgorio y su incasable vida nocturna? Hallaremos la respuesta en unos versos de la famosa “Epístola a la señora de Leopoldo Lugones”:

Y me volví a París. Me volví al enemigo
terrible, centro de la neurosis, ombligo
de la locura, foco de todo surmenage,
donde hago buenamente mi papel de sauvage,
encerrado en mi celda de la rue Marivany,
confiando sólo en mí y resguardando el yo.
Unos versos más tarde en el mismo poema reaparece una vez más la convencional autorrepresentación del poeta agónico y mártir:
No conozco el valor del oro... ¡saben esos
que tal dicen, lo amargo del jugo de mis sesos,
del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta,
del pensamiento en obra y de la idea encinta!
¿He nacido yo acaso hijo de millonario?
¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?...

En cualquier caso, en claro contraste con las aventuras que nos cuenta en La vida, su experiencia parisina en la epístola es de soledad encierro en su “celda”. ¿A qué Rubén Darío debemos creer? Cabe preguntarse. ¿Al de la prosa, al del verso, a los dos o a ninguno? Sorprende, por cierto, que el propio Darío cite este hermoso poema en su texto autobiográfica sin, al parecer, darse cuenta de las notables contradicciones que presenta.
Llegado a Buenos Aires como cónsul de Colombia, su vida bohemia, de la que Darío se ufana veladamente, continúa: “Claro es que mi mayor número de relaciones estaba entre los jóvenes de letras, con quienes comencé a hacer vida nocturna, en cafés y cervecerías. Se comprende que la sobriedad no era nuestra principal virtud” (n.p.). Y una vez más, explica más adelante que siguió “buscando, por la noche, el peligroso encanto de los paraísos artificiales” (n.p.).

En La vida se encuentran, asimismo, muestras del carácter jovial y del buen sentido del humor del vate. Especialmente divertida es su anécdota sobre el artículo necrológico que escribió sobre Mark Twain. Lo tenían en La Nación, nos explica en la sección cuarenta y siete, “como algo a manera de croque-mort, esto es, enterrador de celebridades, pues no moría un personaje europeo, principalmente poeta o escritor, sin que don Enrique de Vedia no me encargase el artículo necrológico” (n.p.). Pero Mark Twain le jugaría una mala pasada al no morir, con lo que su artículo no llegó a salir publicado, todo después de haberse gastado el adelanto recibido en una opípara cena con sus amigos: “La muerte de Mark Twain haría que tuviésemos dinero al día siguiente... […] pedimos una cena opípara y convenientemente humedecida. Las libaciones continuaron hasta el amanecer, entre nuestras habituales, literarias y anecdóticas charlas. […] la salvación del escritor fue para nosotros un golpe rudo y un rasgo de humor muy propio del yankee, y del peor género...” (n.p.). El disfrute de la buena mesa y de la vida bohemia continuará en Madrid. De su estancia en la capital, recuerda algunas aventuras agradables, muy distintas al eterno sufrimiento existencial que nos presenta la crítica con mucha frecuencia: “Teníamos inenarrables tenidas culinarias, de ambrosías y sobre todo de néctares, con el gran don Ramón María del Valle Inclán, Palomero, Bueno y nuestro querido amigo de Bolivia, Moisés Ascarruz” (n.p.).

Tantas páginas dedica Darío en La vida a las correrías de su vida nocturna que, en ocasiones, parece ciertamente que hace alarde de ella, a pesar de hablar en otras ocasiones de esa “inquerida bohemia”: “Otras cuantas aventuras de este género me acontecieron, pues en esa época yo hacía vida de café, con compañeros de existencia idéntica, y derrochaba mi juventud, sin economizar los medios de ponerla a prueba” (n.p). En la misma línea, en su novela El oro de Mallorca, Benjamín Itaspes, el protagonista autobiográfico que aparece descrito como “fatigado, desorientado, poseído de las incurables melancolías que desde su infancia le hicieron meditabundo y silencioso, escasamente comunicativo, lleno de una fatal timidez, en una necesidad continua de afectos, de ternura, invariable solitario, eterno huérfano” (n.p), se pregunta:

«Pero, Dios mío, si yo no hubiese buscado esos placeres que, aunque fugaces, dan por un momento el olvido de la continua tortura de ser hombre, sobre todo cuando se nace con el terrible mal del pensar, ¿qué sería de mi pobre existencia, en un perpetuo sufrimiento, sin más esperanza que la probable de una inmortalidad a la cual tan solamente la fe y la pura gracia dan derecho? ¿Si un bebedizo diabólico, o un manjar apetecible, o un cuerpo bello y pecador me anticipa “al contado” un poco de paraíso, voy a dejar pasar esa seguridad por algo de que no tengo propiamente una segura idea?» Vuelve a aparecer, por tanto, el Darío que le gusta gozar de la vida,


Obras citadas

Alberto Acereda y Rigoberto Guevara. Modernism, Rubén Darío, and the Poetics of Despair. Dallas, Texas: University Press of America, 2004.
Darío, Rubén. “Esas damas…” La caravana pasa. Vol. 3. Ed. Günther Schmigalle. Berlín: Verlag Walter Frey, 2001. 111-30.
- - -. “El desquite de la muerte”. La caravana pasa. Vol. 3. Ed. Günther Schmigalle. Berlín: Verlag Walter Frey, 2001. 99-110.
- - -. “Ludus”. La caravana pasa. Vol. 3. Ed. Günther Schmigalle. Berlín: Verlag Walter Frey, 2001. 151-70.
- - -. El oro de Mallorca. Ed. Carlos Meneses. Cervantes virtual.
, 12 mayo 2008.
- - -. Peregrinaciones. Madrid: Mundo Latino. Cervantes virtual.
, ,, 3 mayo 2008.
- - -. La vida de Rubén Darío escrita por él mismo Barcelona: Maucci, 1910. Cervantes virtual. , 3 mayo 2008.
Delgado Aburto, Leonel.
“La vida de Rubén Darío escrita por él mismo. Escritura autobiográfica y políticas del nombre”. Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos 10 (enero-junio 2005) , 7 mayo 2008.
López-Calvo, Ignacio. “De la crítica literaria al chisme y los celos en la crónica de Rubén Darío. “ Ed. Jeffrey Browitt and Wener Mackenbach. Managua, Nicaragua: Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (en prensa, 2008).
- - -. “Dos visiones contradictorias de la Iglesia Católica en la obra de Rubén Darío.” Ínsula 699 (March 2005): 17-19



Notas
[1] Para un análisis de la relación entre Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo y del gusto del primero por el chisme, ver mi artículo: “De la crítica literaria al chisme y los celos en la crónica de Rubén Darío”.
[2] “Dos visiones contradictorias de la Iglesia Católica en la obra de Rubén Darío”.


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