Ignacio López-Calvo
Aquel taxista de Belén nos había tratado como reyes. Fue más guía que taxista, explicándonos de manera tolerante y racional cuáles eran los acuciantes problemas en los territorios palestinos y por qué había tanto resentimiento mutuo entre árabes e israelíes. Conocía muy bien la historia local. Nos mostró el castillo de Herodes y la red que los mercaderes de Hebrón habían tenido que poner encima de sus tiendas para que no les cayera encima toda la basura que les echaban los colonos judíos. Con él pudimos ver las burlas que les hacían también los colonos judíos desde la otra ventana que daba a la tumba de Isaac.
Antes no tenían acceso a ella más que los palestinos, nos explicó, pero tras la bomba que pusieron unos colonos extremistas, el gobierno israelí decidió abrirles un acceso también a ellos. Se quejaba, sin mucho rencor, de cómo el ejército israelí les había cortado el acceso al desierto a los beduinos, de cómo los colonos se habían quedado con todo el agua y los estaban asfixiando económicamente, pero todo lo decía sin alterarse ni levantar la voz; siempre conciliador, comprensivo. Tras mostrarnos los enormes, nuevos asentamientos de colonos judíos en Belén, nos llevó a un campo de refugiados y nos mostró un hotel que había sido abandonado apenas después de completarlo. Le dimos una buena propina y le invitamos a comer. Cuando ya nos despedíamos, no obstante, nos comentó, como quien no quiere la cosa, que el ídolo de su hijo menor era Hitler.
Aquel taxista de Belén nos había tratado como reyes. Fue más guía que taxista, explicándonos de manera tolerante y racional cuáles eran los acuciantes problemas en los territorios palestinos y por qué había tanto resentimiento mutuo entre árabes e israelíes. Conocía muy bien la historia local. Nos mostró el castillo de Herodes y la red que los mercaderes de Hebrón habían tenido que poner encima de sus tiendas para que no les cayera encima toda la basura que les echaban los colonos judíos. Con él pudimos ver las burlas que les hacían también los colonos judíos desde la otra ventana que daba a la tumba de Isaac.
Antes no tenían acceso a ella más que los palestinos, nos explicó, pero tras la bomba que pusieron unos colonos extremistas, el gobierno israelí decidió abrirles un acceso también a ellos. Se quejaba, sin mucho rencor, de cómo el ejército israelí les había cortado el acceso al desierto a los beduinos, de cómo los colonos se habían quedado con todo el agua y los estaban asfixiando económicamente, pero todo lo decía sin alterarse ni levantar la voz; siempre conciliador, comprensivo. Tras mostrarnos los enormes, nuevos asentamientos de colonos judíos en Belén, nos llevó a un campo de refugiados y nos mostró un hotel que había sido abandonado apenas después de completarlo. Le dimos una buena propina y le invitamos a comer. Cuando ya nos despedíamos, no obstante, nos comentó, como quien no quiere la cosa, que el ídolo de su hijo menor era Hitler.
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