Ignacio López-Calvo
Contra todo pronóstico, había conseguido convencer a los últimos frailes jerónimos que quedaban en el mundo, los del monasterio de El Parral en Segovia, de que le dejaran recluirse en una de sus celdas para preparar exámenes.
“Este monasterio sólo recibe visitas de gente que viene a orar; no a estudiar”, insistió en un principio el abad. Pero, de alguna manera, consiguió convencerlo. Su sobriedad había cedido, limitándose a informarle de que al final de su estancia, podía dar una donación voluntaria.
Entre los cantos gregorianos, el voto de silencio de seis días a la semana, las reuniones en el círculo del Espíritu Santo en el jardín y las miradas furtivas de los frailes, ya había visto varias cosas extrañas durante su estancia en el monasterio, incluidas las violentas amenazas de otro de los huéspedes, quien parecía haber perdido el juicio. Pero ninguna de esas cosas lo fue tanto como la habilidad que tenía uno de los hermanos para saber la hora exacta en que debía levantarse a prender la luz tras la meditación colectiva. Supuso que los muchos años de práctica lo habían adiestrado a medir el tiempo hasta las décimas de segundo: el anciano siempre se levantaba en silencio a la hora exacta, se dirigía muy serio a la puerta y daba la luz, pero nadie parecía mostrar sorpresa por ese don aparentemente milagroso.
Llegado el último día de su estancia en el monasterio, decidió sentarse en otro banco más cercano y observarlo detenidamente. Esperó ansioso a que pasaran los minutos uno a uno. En realidad, ésta la única actividad que se le hacía pesada y realmente aburrida. No oraba nunca; se limitaba a observarlos con el rabillo del ojo, mientras cada uno de ellos buceaba en su mística personal. Pasada la hora de oración en silencio, que esta vez le pareció al estudiante una verdadera eternidad, el fraile se levantó disimuladamente la manga del hábito, miró su reloj de pulsera y procedió, lentamente como siempre, a cumplir con su deber.
Contra todo pronóstico, había conseguido convencer a los últimos frailes jerónimos que quedaban en el mundo, los del monasterio de El Parral en Segovia, de que le dejaran recluirse en una de sus celdas para preparar exámenes.
“Este monasterio sólo recibe visitas de gente que viene a orar; no a estudiar”, insistió en un principio el abad. Pero, de alguna manera, consiguió convencerlo. Su sobriedad había cedido, limitándose a informarle de que al final de su estancia, podía dar una donación voluntaria.
Entre los cantos gregorianos, el voto de silencio de seis días a la semana, las reuniones en el círculo del Espíritu Santo en el jardín y las miradas furtivas de los frailes, ya había visto varias cosas extrañas durante su estancia en el monasterio, incluidas las violentas amenazas de otro de los huéspedes, quien parecía haber perdido el juicio. Pero ninguna de esas cosas lo fue tanto como la habilidad que tenía uno de los hermanos para saber la hora exacta en que debía levantarse a prender la luz tras la meditación colectiva. Supuso que los muchos años de práctica lo habían adiestrado a medir el tiempo hasta las décimas de segundo: el anciano siempre se levantaba en silencio a la hora exacta, se dirigía muy serio a la puerta y daba la luz, pero nadie parecía mostrar sorpresa por ese don aparentemente milagroso.
Llegado el último día de su estancia en el monasterio, decidió sentarse en otro banco más cercano y observarlo detenidamente. Esperó ansioso a que pasaran los minutos uno a uno. En realidad, ésta la única actividad que se le hacía pesada y realmente aburrida. No oraba nunca; se limitaba a observarlos con el rabillo del ojo, mientras cada uno de ellos buceaba en su mística personal. Pasada la hora de oración en silencio, que esta vez le pareció al estudiante una verdadera eternidad, el fraile se levantó disimuladamente la manga del hábito, miró su reloj de pulsera y procedió, lentamente como siempre, a cumplir con su deber.
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