sábado, 14 de diciembre de 2013

El cuerpo grotesco en El sexto de José María Arguedas y el personaje japonés en las fronteras del proyecto nacional

Ignacio López-Calvo
University of California, Merced
 
 
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 Publicado en la revista peruana Desde el sur 4.1. (2013): 11-26


No, no hay país más diverso, más múltiple
en variedad terrena y humana; todos los grados
de calor y color, de amor y odio, de urdimbres
y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores
(Arguedas “No soy un aculturado…” 258)[1]

Como es común en la obra de José María Arguedas (1911-1969), en su tercera novela, El Sexto (1961), todo lo que es malo y vil se asocia con la realidad urbana, costeña y criolla (o misti, para usar el término quechua para los criollos), mientras que las imágenes de la población y motivos provincianos, andinos y quechuas tienen connotaciones indudablemente más positivas.[2] Aun cuando la trama no tiene lugar en el altiplano, la novela se ha interpretado con frecuencia como un ejemplo más del choque entre estas dos cosmovisiones y culturas aparentemente incompatibles. De hecho, varios diálogos parecen apoyar este enfoque. Así, cuando un preso llamado Pedro argumenta que no existen diferencias entre él y el minero Alejandro Cámac (un comunista en estado terminal que es el compañero de celda del protagonista), un indígena aprista de Arequipa llamado Mok’ontullo reacciona diciéndole que eso es imposible porque Cámac es un indio.

Mario Vargas Llosa es uno de los críticos que apoyan esta perspectiva: “En realidad, la prisión es el decorado que usa Arguedas para representar, igual que en Los ríos profundos, un drama que lo hostigó toda su vida, el de la marginalidad, y para soñar desde allí con una sociedad alternativa, mítica, de filiación andina y antiquísima historia, incontaminada de los vicios y crueldades que afean la realidad en que vive” (La utopía 212). Vargas Llosa considera la novela de Arguedas la mejor articulación de lo que él considera “la utopía arcaica,” es decir, una expresión del andinismo y el inmovilismo social; en otras palabras, un rechazo a la modernidad y a la sociedad industrial. Ciro A. Sandoval y Sandra M. Boschetto-Sandoval también han analizado el esquema anticolonización y el “paradigma de reivindicación cultural” presentes en El Sexto.

Sin embargo, se ha prestado poca atención a otros agentes importantes en estas estrategias de poder. En lo que supone una inversión de lo que ocurre fuera de la cárcel, varios presos afroperuanos (negros y zambos) están entre los más poderosos del presidio. Por el mismo camino, hay una cuarta cultura que queda representada de manera prominente en la novela, con lo que se añade combustible a una ya “incómoda” heterogeneidad: tenemos un elemento añadido en un personaje anónimo de origen japonés que parece haber sido encarcelado por vagancia (al igual que otro vagabundo en la prisión, el Pianista) y al que un preso afroperuano conocido como Puñalada llama despectivamente Hirohito.[3] De este modo, aun si se trata, como han señalado varios críticos, de una de las obras menores de Arguedas, El sexto tiene el mérito de ser una de las primeras novelas peruanas en incorporar un personaje japonés (o quizás nipoperuano).[4] 

Si bien Cámac condena la degeneración moral que permea a la sociedad capitalina (“—La corrupción hierve en Lima—dijo [Cámac]—porque es caliente; es pueblo grande” [33]), el nivel de depravación en la prisión de El Sexto es aun mayor. De hecho, Arguedas elige un cronotopo específico para explorar las paradojas y dilemas de la nación peruana: el penitenciario. La mayoría de los eventos narrativos de la novela quedan subordinados a su sofocante atmósfera y a sus reducidas relaciones espaciales. Del mismo modo, la conexión intrínseca entre las categorías espaciales y temporales recontextualiza los puntos de vista y las ideologías de cada uno de los grupos en El Sexto. Por medio de una alegoría nacional, este espacio abarrotado confluye con el tiempo de la acción para convertirse en el centro organizador del argumento, un laboratorio en el que los personajes tratan sin éxito alguno de resolver las contradicciones sociopolíticas y las relaciones interculturales en Perú. El entorno carcelario de El Sexto fuerza toda una serie de interacciones sociales, intercambios culturales y luchas de poder que se hacen eco de los que tienen lugar, a mayor escala, en el resto del país. Allí se negocian asuntos relacionados con la afiliación política, la clase, el nivel educativo, la etnia, la nacionalidad y la preferencia sexual, que a veces aparecen mezclados en un discurso teleológico de pertenencia o no a la nación peruana. Las cosmovisiones andina y criolla no son las únicas que colisionan y se ven obligadas a redefinir sus respectivas reivindicaciones con respecto a la peruanidad; varios hombres de descendencia africana se ven también forzados a coexistir con otros presos de origen indígena (indios y “cholos”) y criollo, al igual que les ocurre a los presos comunistas y apristas, a idealistas instruidos y miembros de las masas iletradas, a militares y civiles u a homosexuales y heterosexuales. Mientras que en condiciones normales los comunistas y apristas, por ejemplo, se habrían evitado mutuamente fuera del presidio, e Hirohito quizás se habría visto separado de los peruanos que no son de origen japonés por el mostrador de una bodega o de una peluquería, en la cárcel (otra heterotopía de desviación), este último no tiene dónde esconderse; no existe otro miembro de su comunidad étnica que pueda ofrecerle protección. Le guste o no, el personaje japonés, como el resto de los presos, tiene que compartir un espacio común, interpretar su papel teatral y sufrir sus consecuencias mortales. 

Esta confusión de elementos dispares de la sociedad provoca situaciones grotescas. En este contexto, en su estudio de las bases de lo grotesco, Galt Harpham afirma: “In all the examples I have been considering, the sense of grotesque arises with the perception that something is illegitimately in something else. The most mundane of figures, this metaphor of co-presence, also harbors the essence of the grotesque in the sense that things that should be kept apart are fused together” (13). Desde esta perspectiva, el comportamiento grotesco de Hirohito, así como los comentarios que otros presos hacen sobre él lo retratan como un elemento extranjero que ha infiltrado tenebrosamente las fronteras de la nación peruana. Aun cuando se podría argumentar que Gabriel, el protagonista de El Sexto, tampoco puede integrarse en una realidad violenta que no consigue comprender, al menos la considera su realidad y, por esta razón, se esfuerza para encontrar soluciones sociopolíticas. En contraste, en el caso de Hirohito su irredimible desarraigo impide que se le dé cabida en las narrativas de la nación peruana sinecdóquicamente actuadas en la prisión. Este japonés no debería estar allí; su incapacidad para pasar desapercibido en la prisión lo hace aún más grotesco que el resto de sus compañeros. Además, la absoluta dislocación que ha alienado a Hirohito también parece antagonizar a otros personajes, quienes desconfían de todo lo que rodea al intruso: el atuendo militar que llevaba cuando llegó a la prisión, su sonrisa misteriosa y aparentemente falsa, su supuestamente simulada manera de andar e incluso las razones por las que no encuentra un lugar secreto para defecar. En otras palabras, en un submundo infernal de injusticia y barbarie, este sombrío personaje que camina torpemente junto a los muros de la prisión y apenas comprende el castellano representa el más obvio “otro”, un punto de ambigüedad que algunos de sus compañeros de cárcel encuentran casi ofensivo. Su nivel de abyección es notable incluso entre los miembros más miserables y degradados de la sociedad precisamente porque no tiene cabida en la prisión ni, por lo tanto, en el imaginario nacional de Perú. Sin embargo, nunca queda claro si ésta es en parte la razón por la que Puñalada, uno de los líderes de las pandillas en la prisión junto con Rosita y Maraví, siente la necesidad de torturarlo y martirizarlo hasta que pierde la razón.

Castro-Klarén y Madrid afirman que la obra de Arguedas “is anchored on the need and the search for self-definition” (141). Por esta razón, incorpora episodios de su propia vida, incluyendo su infancia. En efecto, entre noviembre de 1937 y octubre de 1938, durante la dictadura de Óscar Raymundo Benavides, Arguedas fue encarcelado en una prisión federal llamada El Sexto y situada en la Avenida Alfonso Ugarte de Lima, por participar, junto con otros estudiantes universitarios, en una agresión física al general fascista italiano Camarotta, quien estaba por aquel entonces de visita en la Universidad de San Marcos. Esta experiencia acabaría por marcar la vida del autor. Según explica Vargas Llosa en La utopía arcaica, los indignantes actos de violencia que presenció en El Sexto contribuyeron “a agravar, con una pesada carga, la maltratada vida emocional de Arguedas, aguzando sus sentimientos de inseguridad y su patética identificación con los humildes y los indefensos” (110). Más tarde, Arguedas utilizó esta penosa experiencia como inspiración para su novela El Sexto, un testimonio ficcionalizado (o una “narrativa metatestimonial urgente” (699), como la llama Ciro Sandoval) en donde encontramos en Hirohito a uno de los personajes secundarios de origen asiático más memorables de la literatura latinoamericana. La historia la cuenta, con una prosa directa y vacía de experimentación formal, el alter-ego de Arguedas, un serrano de veintiún años llamado Gabriel Osborno, quien asegura no estar afiliado a ningún partido político. Este protagonista autobiográfico describe a los peores tipos sociales, quienes son responsables de las numerosas atrocidades que se cometen con total impunidad en la prisión. Después de tanto sufrimiento, tortura y hambre, varios presos, incluyendo a Hirohito, van progresivamente perdiendo la razón.

El mismo Arguedas explica, en una carta que escribió al doctor Murra en 1960, los principales temas de su novela: “¿Puede Ud. Imaginarse lo que significaría para mí ver cómo los asesinos violaban a los hombres hasta volverlos locos? Esa es la parte medular de mi novela. Pero también el Sexto era un prisión política y juzgo con la libertad que he sabido conservar a los líderes de los partidos aprista y comunista que conocí en el Sexto” (Las cartas 50). Igualmente, en una carta escrita en 1961 a su amigo John, denuncia el novelista:
Odio desde la infancia el poder fundado en la riqueza material. Y casi todos los que
 me rodean no persigue otro fin más alto para sus vidas que ese miserable objetivo. Te
 parecerán ingenuas mis palabras, pero a ti se te puede hablar con ingenuidad. El Sexto y
todos mis pocos relatos están plenos de odio a esta parte oscura del ser humano y de una fe
absoluta en que podrá vencer el mal. (Las cartas 65)

En efecto, si bien el narrador autobiográfico en primera persona y otros personajes idealistas nunca pierden su fe en la posibilidad de construir un Perú mejor para los más oprimidos y marginados de la sociedad, el desenlace de la historia, como la muerte de Hirohito y del compañero de celda del protagonista, es ciertamente pesimista. Incluso la valiosa libertad para hablar abiertamente de política de la que disfrutan los presos de El Sexto queda contrarrestada por su incapacidad para difundir sus ideas fuera de los muros de la prisión o a otros presos, ya que la mayoría ha perdido la razón o están demasiado deshumanizados como para que les importen esos asuntos.

Hirohito, un delgado preso japonés con una barba rala y una sonrisa humilde y permanente, es una de las víctimas de la brutalidad que reina incontrolada en El Sexto. Viste trapos sucios que se van deteriorando aún más a medida que avanza el relato, y vive en el patio del primer piso, que equivale al último círculo del infierno de Dante. Comparte este siniestro espacio con asesinos y vagos, a los que se considera la escoria de la sociedad. Dos de los presos más poderosos, Puñalada y Maraví, humillan constantemente a los vagos usándolos como “paqueteros” que deben llevar sus heces a las letrinas. Estos dos jefes de pandilla y sus secuaces, Colao y Pate’Cabra, también violan a algunos de los presos, los golpean a placer y les privan de todo tipo de dignidad humana. De hecho, estos abusos parecen funcionar como válvula de escape y como una herramienta para demostrar su poder al resto de los presos. En particular, el sádico Puñalada alivia su frustración por no ser correspondido por Rosita, un preso homosexual y transvertido, humillando constantemente a Hirohito. Además de patear al japonés en el estómago y el pecho hasta dejarlo inconsciente por reírse de Maraví, en algunas de las numerosas escenas escatológicas de la novela Puñalada hace que su víctima defeque mientras baila o camina, o le da patadas para que caiga en sus propias heces. Este último tiene tanto miedo que ni siquiera se atreve a doblar las rodillas cuando usa la letrina. Estas circunstancias inevitablemente aceleran el deterioro físico y mental del japonés, quien pasa el resto del tiempo sacándose pulgas de los sobacos para comérselas o arrojarlas al suelo.

Cámac expresa su compasión por los presos más humillados: “Aquí, en mi pecho, está brillando el amor a los obreros y a los pobrecitos oprimidos” (27). De manera similar, Gabriel lamenta la patética situación de tres presos: el sumiso Hirohito, el indefenso preso conocido como El Pianista, quien perdió la razón tras repetidas violaciones, y un niño indígena al que llaman Clavel, quien también se volvió demente luego de haber sido utilizado como esclavo sexual. Para describir su propia pena, Gabriel se fija en la cara de Hirohito, quien, a su juicio “trascendía una tristeza que parecía venir de los confines del mundo, cuando ‘Puñalada’, a puntapiés, no le permitía defecar” (23). Con un enfoque neo-naturalista, el narrador provee una descripción detallada, en la primera escena en que aparece el japonés, de cómo se quita los trapos para defecar lo más rápidamente posible, antes de que lo vean Puñalada o Maraví. Estas grotescas situaciones, junto con su miedo, también despiertan la curiosidad de otros presos, quienes se ríen y aplauden cuando Hirohito termina de hacer sus necesidades. La única reacción defensiva de éste consiste en mostrar su aliviada sonrisa y, según el narrador, su felicidad. Nunca queda claro, no obstante, si su pasividad es una actuación calculadamente defensiva o bien una prueba más de su demencia. A partir de esta escena podemos concluir que, mientras que otros presos simplemente excluyen a Hirohito de la narrativa de la nación, Puñalada, al prohibirle aliviar sus necesidades primarias, parece ir más allá: prácticamente niega su derecho a existir. En este contexto, Mikhail Bakhtin, en Rabelais and His World, asocia esta función corporal tanto con la vida como con la muerte:

All these convexities and orifices have a common characteristic; it is within them that the confines between bodies and between the body and the world are overcome: there is an interchange and an interiorization. This is why the main events in the life of the grotesque body, the acts of the bodily drama, take place in this sphere. Eating, drinking, defecation and other elimination (sweating, blowing the nose, sneezing), as well as copulation, pregnancy, dismemberment, swallowing up by another body—all these acts are performed on the confines of the body and the outer world, or on the confines of the old and new body. In all these events the beginning and end of life are closely linked and interwoven. (93)

Al final, la agonía del japonés lo convierte en una especie de mártir, como sugieren las palabras del narrador unas páginas más tarde: “En el japonés y el ‘Pianista’ había algo de la santidad del cielo y de la madre tierra” (106).

Como el protagonista de la novela de Augusto Higa La iluminación de Katzuo Nakamatsu, el personaje japonés de Arguedas se pasa el día caminando. Pegado a los muros de la prisión, se desplaza desde las letrinas a las esquinas, como si estuviera tratando de volver a su Japón natal. Pero más aún que su constante caminar y sacarse pulgas, uno de sus rasgos más destacados es su persistencia, como señala Gabriel: “No los machucaron, sin embargo, hasta formar una masa sin nombre, como a los otros. En el cuerpo del japonés se arrastraba el mundo, allí abajo; conservaba su forma, aun su energía. De los wáteres a los rincones, caminando, o apoyado en la estaca, llevaba un semblante que no muere” (106). Al contrario que el Pianista o los otros vagos, quienes se resignan a chupar las sobras del suelo o la sangre de las peleas, o que simplemente acaban por morir de hambre, Hirohito no duda en luchar tenazmente por tener acceso al hombre que reparte la comida cada día. En contraste con su dócil conformismo cuando Puñalada y otros lo humillan en las letrinas, cuando Hirohito se empeña en conseguir comida, aguanta los empujones, patadas y codazos de presos más fuertes que él y, cuando se le empuja hacia atrás, vuelve aunque tenga que meterse por debajo de las piernas de los otros. Estas escenas de resistencia lo separan claramente de las imágenes estereotípicas de docilidad asiática en las Américas. El hombre afroperuano que reparte la comida admira tanto la bravura de Hirohito que lo defiende de los otros e incluso deja caer comida adicional en las manos de éste. No obstante, una vez que el japonés ha devorado su ración, los presos que no han logrado recibir comida alivian su envidia golpeándolo hasta que le hacen vomitar. De nuevo, su única reacción es protegerse el estómago y sonreír. Los prisioneros políticos sienten compasión por él y tratan de darle latas de comida, pero los otros presos se las roban en el mismo día. Al final, el día en que Hirohito no aparece a luchar por su ración de comida, todos se dan cuenta de que ha llegado a su fin.

Aunque nunca se nos explica si Hirohito nació en Perú o no, en algunas escenas no parece comprender bien el castellano. Además, un preso llamado Prieto señala que “para maldita su suerte atravesó el Pacífico en busca del Perú ¡que era de oro hace 500 años!” (25). Junto a su condición de extranjero, el mero acto de cruzar el Pacífico quinientos años más tarde de cuando tenía sentido, es decir, cuando Perú ya no estaba “hecho de oro”, parece constituir el primer paso hacia su locura final. En cualquier caso, si de veras se trata de un nikei peruano, otros personajes parecen concebirlo como si representara una verdadera frontera humana de la nación peruana. Por ejemplo, el narrador afirma: “Los vagos se fueron acercando a esa celda, aun el japonés vino corriendo, encorvado, rascándose los sobacos” (89, énfasis mío). Igualmente, cuando los presos se ponen a bailar, Hirohito se queda indiferente y, al parecer, alienado, en su propio mundo: “El japonés se quedaba solo, rascándose, apoyado en la estaca, sin comprender ni interesarse por el tumulto ni el baile” (180). Y para añadir una prueba más de su extrañeza y torpeza, quizás debido a su demencia, mientras que otros personajes temen al peligroso Maraví, Hirohito es el primero en reírse cuando lo ve caminando embriagado en uno de los pasillos. Seguidamente, Puñalada lo golpea tanto que morirá poco tiempo después.

Como se mencionó anteriormente, Hirohito come pulgas y defeca mientras baila. Es, sin duda alguna, un personaje grotesco y, como tal, es no sólo una fuente tanto de afinidad como de antagonismo, sino también de ambivalencia y ambigüedad. Como explica Geoffrey Galt Harpham, “the grotesque is always a civil war of attraction/repulsion” (11). Es revelador el hecho de que si bien Gabriel siente pena por este japonés al que describe como un “desperdicio humano” (24), también desconfía de él. En sus graves diálogos y discursos sobre Hirohito y los japoneses, negocia sus propios sentimientos de atracción y repulsa por lo desconocido. Así, compara la permanente sonrisa de Hirohito y su sucia cara con el anochecer rojo, inmenso y triste que ve desde su celda, que, según él, “despertaba sospechas irracionales” (23) cuando uno lo miraba directamente. Gabriel también especula sobre las motivaciones que tiene Hirohito para sonreír tanto y sospecha que pueda incluso estar fingiendo su torpe manera de caminar: “empezó a caminar con la torpeza, como fingida, con que solía andar. Avanzó sonriendo hacia quienes aplaudieron. Con esa sonrisa fija, humildísima, aplacaba a sus camaradas de prisión; aún, a veces, a ‘Puñalada’” (23). En ocasiones, el preso japonés consigue, en efecto, recibir la conmiseración de sus compañeros. Por ejemplo, en otra escena, Puñalada “sonrió tristemente” (64) como si de repente hubiera sentido compasión por el japonés, después de darle un terrón de azúcar para que las pulgas le supieran mejor. En cualquier caso, el gesto simbólico de darle un terrón de azúcar, algo que suele asociarse más bien con un premio a un animal, indirectamente degrada y animaliza al personaje japonés aún más que el hecho de comer pulgas. Otros presos parecen quedar igualmente perplejos ante el comportamiento de Hirohito. Debaten, por ejemplo, sobre las razones que tiene para no buscar un lugar diferente para defecar. Si bien Gabriel argumenta que va a letrina como mecanismo de autodefensa, es decir, como una manera de complacer a Puñalada y a su pandilla, un preso llamado Prieto lo estereotipa argumentando que la “disciplina japonesa” de Hirohito le impide actuar de manera diferente. Finalmente, el aprista indígena Juan ‘Mok’ontullo’ provee una tercera teoría al culpar al mismo Perú por esta estrambótica situación.

La prisión de El Sexto es también un lugar de actuaciones cuasiteatrales tanto voluntarias como forzadas, en el sentido metafórico así como en el literal. Mientras que se obliga a Hirohito a bailar o a moverse mientras defeca, Clavel tiene que llevar ropa de mujer y los labios pintados y, tras la muerte de Puñalada, algunos presos imitan su peculiar manera de gritar los nombres de los presos. Los prisioneros políticos también recuerdan la humillante y grotesca escena que tuvo lugar cuando Puñalada obligó al Pianista a “tocar el piano” en las costillas del japonés mientras que se había obligado a éste a tumbarse en el suelo y defecar. Además de forzar a algunos presos a representar estas humillantes actuaciones, existen también actuaciones voluntarias de “hombría”, como las demostraciones de poder de los jefes de las pandillas; o de “femineidad”, como la manera que tiene Rosita de andar, vestirse y cocinar para su “marido”, el Sargento; o de afiliación, como los himnos políticos que cantan los comunistas y los apristas.

Hirohito es también un actor inconsciente. En este experimento de construcción de la nación que tiene lugar entre los muros de la prisión, él representa el “otro” absoluto contra el que se debe concebir la nación. En medio de todos los sitios inestables de la nación construidos por las diferentes luchas de poder que tienen lugar, el japonés acabar personificando lo que con toda seguridad no es peruano. Los apristas, por ejemplo, tratan de expulsar a los comunistas del cuerpo de la nación acusándolos de vendepatrias, de vendidos a los soviéticos, o de haber traicionado a Perú. Del mismo modo, los presos de origen indígena aseguran a los comunistas que nunca serán capaces de sentir el mundo con la misma intensidad que (e, implícitamente, de ser tan peruanos como) un hombre que ha crecido entre los espectaculares paisajes de los Andes y que ha experimentado el antiguo Perú. En contraste, Hirohito, con sus limitaciones lingüísticas y la infranqueable barrera de su fenotipo extranjero (casi “antiperuano”), nunca tiene el lujo de ser visto, en ningún momento del relato, como parte del cuerpo nacional. Nadie puede excluir a un individuo que, en primer lugar, nunca ha sido incluido en el discurso nacional o en las agendas políticas. Es simplemente un obstáculo incómodo que ha de ser eliminado o al menos ignorado, un forastero que no tiene cabida en ningún lugar y que no debería estar allí, en medio del complicado proyecto de construcción de la nación. Por si su extraño comportamiento y su aura misteriosa fueran poco, según Cámac llegó a la cárcel vestido con indumentaria militar. Curiosamente, este detalle es reminiscente de la moda japonesa que, como explica Seiichi Higashide en su testimonio Adiós to Tears, se convirtió en el “people’s uniform incident” para el FBI. Debido a este “uniforme”, Cámac ve en su muerte el fin del militarismo japonés, aun cuando fue una víctima inofensiva. Gabriel, sin embargo, rechaza estas acusaciones hostiles: “—Hermano Cámac—le dije—. El militarismo japonés tiene su agregado en la Embajada. Este ‘Hirohito’ llevaba una representación más alta. Se levantará sin duda; no es mortal” (107). Cuando Cámac muere también poco después y llevan los dos cadáveres juntos a un camión, un militar especula sarcásticamente: “—El japonés va’fregar al cholo en el camino. Esto’ japonese’ ni muerto son tranquilo’” (138). En este ejemplo, por tanto, ya no se presenta a Hirohito como un peligro para la seguridad nacional, sino como una inoportuna molestia, como un estereotipo. En contraste, Gabriel se toma a Hirohito en serio y les dedica palabras solemnes tanto a él como a su pueblo, cuando se dirige al espíritu de su compañero de celda recién fallecido:

El japonés, ahora que no es ya sino espíritu, recordará los cantos amados de su pueblo, que es tan martirizado como el nuestro. Cantaréis juntos siempre porque a ti y a él, los echarán a la fosa común; lanzarán tierra y piedra sobre ustedes, con desprecio. El Japón es un pueblo más grande que el nuestro; pero no lo dejes ir allá, lo volverían miserable otra vez. (138-39)

Arguedas, por medio de su narrador, expresa su profunda compasión por el japonés, una de las víctimas inocentes de la barbarie de la prisión y, por ende, de Perú. En el discurso de Gabriel se percibe un sentimiento de fraternidad internacionalista hacia los japoneses, otra nación que ha padecido injusticias a manos de sus gobernantes. En vez de ver a Hirohito como un accidente en el camino de la construcción de la nación, elige establecer paralelismos entre la opresión de las masas desamparadas de ambos países. En cualquier caso, cabe señalar que, aunque la locura de Hirohito es probablemente el resultado de los constantes abusos sufridos en la prisión, no queda claro si su raza o etnia fueron un factor determinante en la manera que lo trataron, particularmente si se tiene en cuenta que se trata todavía peor al Pianista (un criollo) o a Clavel (un indígena), ambos violados en numerosas ocasiones.[5]

Ciertos pasajes de El Sexto dan muestra de la autoexploración de Arguedas, en particular cuando trata de comprender su país por medio de paralelismos entre la prisión y la sociedad peruana. Así, Cámac pregunta: “¿Dónde está la diferencia entre el negocio de ésos, de afuera, y de éstos, aquí dentro?” (26). En la misma línea, cuando Alfonso Calderón le hace una pregunta sobre las experiencias que inspiraron El sexto, Arguedas no sólo describe la prisión como un microcosmo del país, sino que también expresa su convicción de que la vida urbana pervierte a los ciudadanos:

Encontré allí lo que los sociólogos llaman una ‘muestra completa’ del Perú. Entre los quinientos presos que estaban, desde los sujetos más pervertidos por la ciudad hasta los dirigentes y militantes políticos más puros, los más esclarecidos y serenos y los fanáticos, distribuidos en pisos libremente comunicados por escaleras. Vi allí también lo que aún seguiría llamando infernales escenas y conflictos sexuales. (El Zorro 405)

En medio de los esfuerzos literarios de Aruedas para comprender la peruanidad y para reconciliar los mundos andino y criollo, encuentra un signo de interrogación en el personaje japonés, quien acaba por complicar aún más un situación ya de por sí enrevesada. ¿Cuál es el papel de Hirohito en el conflicto entre los dos Perús, el indígena y el criollo? Si es cierto que se puede concebir la prisión de El Sexto como un microcosmos de la injusticia y el ultraje que reina en el país en el momento en que Arguedas escribió la novela, se podría argüir también que este japonés anónimo y desventurado puede verse también como una sinécdoque del dilema de su comunidad. Más aún, los personajes andinos o serranos, quienes, como Arguedas y su alter-ego protagonista, conciben la ciudad como la fuente de todas las impurezas y perversiones, encuentran en el japonés la más extrema extrañeza; como se señaló anteriormente, consideran su cara, su sonrisa, su atuendo, e incluso su manera de andar sospechosos. En este contexto, Anne-Marie Lee-Loy, refiriéndose a los chinos en la literatura de las Antillas de habla inglesa y a las narrativas que se usan en la articulación de la identidad nacional como “pertenencia”, explica: “There is more than one way to imagine the boundaries of national belonging, and the fictional images of the Chinese capture this inherent instability” (4). A mi juicio, lo mismo puede afirmarse de la imagen del japonés en El sexto. En esta “muestra” de la nación que encuentra Arguedas en la cárcel, Hirohito representa la liminalidad entre lo peruano y lo no peruano, la frontera humana de la nación. Es más, su aspecto y comportamiento misteriosos tipifican la naturaleza engañosa de todo lo urbano. Al igual que las aberraciones sexuales que tienen lugar en la prisión, el lastimoso comportamiento de Hirohito contribuye a justificar el ethos antiurbano de los serranos.

En esta novela, Arguedas muestra tener una fascinación neonaturalista con todo lo repugnante y opresivo que encuentra en la sociedad. Describe numerosas escenas grotescas que enfatizan las necesidades corporales primarias que tienen que ver con la comida, el sexo y la evacuación. Con respecto a la excreción, al principio del relato, por ejemplo, se nos cuenta que el alcaide ha ordenado a los soplones que cubran las bocas de los prisioneros políticos con las heces de los vagos. Además, los jefes de las pandillas ordenan a sus “paqueteros” que lleven sus excrementos, envueltos en periódicos, a las letrinas. Por lo que respecta a la alimentación, la comida de la prisión está podrida, Hirohito come pulgas y los vagos lamen el suelo en busca de sobras o de sangre, o comen basura y escupiduras de los que han tenido la suerte de comer algo. A su vez, las escenas sexuales reflejan exhibicionismo y violación individual o en grupo. Dentro de esta amplia muestra de escenas grotescas en la novela, Arguedas ha encontrado en Hirohito la personificación de lo estrafalario. Si bien los aspectos más grotescos relacionados con lo sexual quedan representados por otros personajes (el transvertido Rosita, los violados Clavel y el Pianista o el vago afroperuano que muestra su inmenso pene por unos centavos), Hirohito es la pieza central en las escenas que tienen que ver con la evacuación o la alimentación grotescas. Es, de hecho, su resolución con llegar a la primera línea en las escenas de reparto de comida y con comer tan rápido como pueda, así como su obsesión con defecar sin ser descubierto por su némesis, Puñalada, lo que hace que este personaje secundario sea memorable. En último término, todas estas escenas degradantes unen inextricablemente la fisiología humana a los conflictos sociopolíticos y culturales. Los intercambios sociales y corporales se hacen inseparables: el deterioro progresivo y la muerte final del cuerpo grotesco auguran una degeneración similar en el campo de lo social.

En El Sexto, Arguedas exhibe una actitud aparentemente progresista en defensa del pueblo indígena y de un inocente miembro de un grupo minoritario, la comunidad nikei. Sin embargo, estos pasajes quedan contrarrestados por la homofobia subconsciente y el tono un tanto racista que caracteriza el resto de la novela. Como indica Vargas Llosa en La utopía arcaica, Cámac parece haber convencido a Gabriel de que la homosexualidad jamás podría tener cabida en el mundo andino, pues se trata simplemente del resultado del vicio urbano: “Lo hubiéramos matado en su tiempo debido, si hubiera sido. Allá no nacen” (34), argumenta Cámac en El sexto. Asimismo, Vargas Llosa continúa, Arguedas describe a los personajes negros y mulatos de manera muy negativa y ve también el mestizaje con sospecha:

El andinismo y el afán de conservar la tradición quechua en su mayor pureza generan el inconsciente racismo que informa la novela: la distribución de cualidades morales y espirituales según la condición étnica de las personas. Ya hemos visto que los serranos en la novela tienden a ser buenos, generosos y virtuosos, en tanto que los costeños, sobre todo si son negros o mulatos, se los diría condenados a la crueldad, codicia y corrupción. Lo que dicta esos sentimientos, más todavía que el prejuicio contra el hombre de color, es el sueño de la pureza étnica—otra pieza clave de la doctrina indigenista—, el oscuro temor de que la hibridación racial, el mestizaje, la confusión de razas, puedan destruir la integridad del pueblo quechua. (La utopía 220)

Los comentarios de Vargas Llosa son reminiscentes de la notoria polémica entre Arguedas y otro escritor del Boom, el cosmopolita Julio Cortázar. En su famosa “Carta a Roberto Fernández Retamar”, que envió desde París en 1968, este último había condenado el excesivo nacionalismo y el telurismo provinciano de algunos escritores latinoamericanos. A su juicio, toda literatura concebida como exaltación de lo local o influenciada por una perspectiva etnológica o folclórica era un tipo de nacionalismo o incluso de racismo. Arguedas se sintió insultado por estos comentarios y respondió, también en una carta pública publicada en la revista Amaru, defendiendo su literatura comprometida en defensa del indígena y burlándose del argumento del argentino con respecto a que un escritor podía descubrir las auténticas raíces de Latinoamérica mejor desde Europa que desde la posición provinciana del que nunca sale de su país. La polémica continuó más tarde en cartas enviadas a la revista Life, al periódico El Comercio e incluso en novela póstuma e inclusa de Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969).

En conclusión, aun cuando El Sexto tiene el mérito de ser una de las primeras novelas peruanas en incluir un personaje de origen japonés, este elemento de la nacionalidad y cultura peruanas se incorpora por medio del prisma de lo grotesco. Inspirado en hechos reales, el personaje de Arguedas sitúa al grupo étnico que representa en las afueras de la peruanidad. Es una suerte de frontera humana, el “otro” contra el que se construyen y actúan todas las contradicciones de la nación peruana. La demencia y alienación de Hirohito, así como los repugnantes actos a los que se ve obligado a llevar a cabo lo convierten en una fuete de risa y de pena para los otros presos. Su apariencia anamórfica, que provoca tanto simpatía como asco en los demás, se convierten en última instancia en una extraña distorsión del elemento japonés en la cultura peruana.


Obras citadas

Arguedas, José María. Las cartas de Arguedas. Ed. John V. Murra and Mercedes López-
Baralt. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1998.

---. El sexto. Lima: Horizonte, 1969.

---. “No soy un aculturado…” El zorro de arriba y el zorro de abajo. Ed. Eve-Marie Fell.
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Notas

[1] Este artículo se publicó previamente en inglés en la revista académica Chasqui.

[2] José María Arguedas Altamirano nació en la provincia de Andahuaylas en el sur de los Andes peruanos. Aunque era mestizo, creció en una comunidad quechua. Se dice que aprendió a hablar quechua antes que el castellano, pero sólo parte de su poesía se publicó en quechua. Se sabe, igualmente, que escribía su poesía en quechua antes de traducirla al castellano. Arguedas escribió el resto de su poesía, sus novelas y sus textos autobiográficos en castellano. Junto con Ciro Alegría y Manuel Scorza, se considera a Arguedas uno de los tres grandes escritores indigenistas de Perú. Escribió numerosos estudios antropológicos, las colecciones de cuentos Agua. Los escoleros. Warma Suyay (1935), Amor mundo y todos los cuentos (1967) y Cuentos olvidados (1973); las novelas Yawar fiesta (1941), Diamantes y pedernales (1954), Los ríos profundos (1958), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971); y los poemarios Túpac Amaru Kamaq taytanchisman. Haylli-taki. A nuestro padre creador Túpac Amaru (1962), Oda al jet (1966), Qollana Vietnam Llaqtaman / Al pueblo excelso de Vietnam (1969) y Katatay y otros poemas. Huc jayllikunapas (1972). Con El sexto, Arguedas ganó en 1962, por segunda vez, el Premio Nacional de Fomento a la Cultura Ricardo Palma.

[3] Además del japonés, parece haber un preso chino, uno de los matones de Maraví, en la cárcel. Aunque en Latinoamérica, el apodo El Chino no garantiza necesariamente un origen chino (después de todo, se conoce al ex-presidente nikei Alberto Fujimori como El Chino), el hecho de que las palabras “el chino” no se escriban con mayúscula en la novela sugiere que se trata de veras de un hombre chino o sinoperuano. No obstante, en otras escenas se describe a este mismo personaje como “un hombre achinado” (31). Este personaje está a cargo de vigilar a Clavel, el niño indígena del que se abusa sexualmente, y de seguirlo las pocas veces que se le permite salir de la cárcel. El Chino también golpea al Pianista en otra escena.

[4] Junto con Sara Castro-Klarén y Alberto Moreiras, Phyllis Rodríguez-Peralta también ha señalado las limitaciones estéticas de la novela: “In El Sexto Arguedas tried to paint a humanity capable of triumphing over sur-rounding brutality. Unfortunately, faceless prisoners, the constant cacophony of political dissension, and the obvious division of art and politics lessen his success” (227).

[5] En la novela póstuma de Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo, existe un breve ejemplo de xenofobia contra los japoneses: “La procesión se detuvo un instante frente al mausoleo de un antiguo comerciante japonés que había sido principal en el puerto cuando fue puerto algodonero. El mausoleo era tan nuevo como el arco y estaba frente a él, reluciendo. Moncada alcanzó allí a la multitud, pero cara el médano; dio media vuelta, militarmente, bajó su cruz, como si fuera una escopeta, la apuntó hacia el mausoleo:  —Japonés solito—dijo—. Forastero. ¡Te mato a ti, mato a todos!” (64).


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martes, 8 de octubre de 2013

"Refugiados y Asalto al Paraíso de Marcos Aguinis: apropiaciones y reapropiaciones del discurso palestino"

Ignacio López-Calvo
University of California, Merced

Publicado en A Contracorriente 11.1 (2013): 170-90



Para ver la versión publicada, pulsar aquí
 

Reiteradamente se le pidió a la ANP que arrestara a los que organizan atentados. Así lo han exigido Europa, Rusia, Estados Unidos y las Naciones Unidas. Pero la excusa fue que no se quiere desencadenar una guerra civil, que no se quiere hacer el trabajo sucio. Entonces, ¿quién lo hará? El menos indicado: Israel. Como todo trabajo sucio, no merece elogios. Pero por lo bajo, muchos palestinos y hasta funcionarios árabes están satisfechos.

"Soledad de los palestinos moderados”. Marcos Aguinis


La mayoría visible de los dirigentes palestinos actúa como un bebe que se ha golpeado contra la mesa y, siguiendo las indicaciones de una madre estúpida, pega al mueble gritando "¡Mesa mala! ¡mesa mala!" Una buena madre consolaría al hijo con amor y le diría que en el futuro tenga más cuidado, pero no que la culpa es de la mesa. Tiene consecuencias negativas poner siempre la culpa afuera, porque uno pierde objetividad, se convierte en víctima sempiterna y se siente impotente para tomar decisiones en beneficio propio. 

“Salvavidas de plomo para la causa palestina”. Marcos Aguinis

            El conflicto entre árabes e israelíes ha sido, desde el comienzo de su carrera como escritor, una de las fuentes de inspiración del autor argentino Marcos Aguinis (1935-). Como ocurre con muchos otros judíos latinoamericanos, la creación del Estado de Israel, el sionismo y el histórico desencuentro en Tierra Santa son de suma importancia en su cosmovisión. Así, propone varios argumentos en defensa de la existencia de Israel en su ensayo La cuestión judía vista desde el Tercer Mundo (1974) y en Diálogos sobre la Argentina y el fin del milenio (1996):
El ancestral anhelo por reconstruir Israel estuvo cargado de idealismo y buena voluntad, no de odio. La construcción de kibutzim[1], la reforestación del desierto y la desecación de pantanos sólo se efectuó tras pagarse cada palmo de tierra a sus anteriores propietarios; si bien éstos eran effendis[2] que vivían suntuosamente en Beirut o Damasco, sí eran propietarios legales que decidían el destino de esas tierras. Cuando Israel proclamó su Independencia, los árabes fueron llamados a convivir en paz y, de hecho, decenas de miles de palestinos permanecieron en sus hogares, en especial en el norte del país. (Diálogos 21-22)

Igualmente, en el capítulo “Miedo de árabes y miedo de judíos,” incluido en su colección de ensayos El valor de escribir (1985), Aguinis trata de exponer las causas de ese mutuo temor por medio de un breve estudio histórico de la opresión y frustración histórica de ambas comunidades con la que, retóricamente, hermana a los dos pueblos en su sufrimiento común. A su juicio, los árabes, oprimidos y humillados por tártaros, españoles, franceses, turcos y británicos, han escogido a los judíos como chivo expiatorio de su frustración. La ira acumulada en siglos de
desastres halló un escape en el enfrentamiento contra Israel, el nuevo enemigo que amenazaba su tierra y su cultura (110-15). Un nuevo esfuerzo interpretativo de la psicología nacional palestina aparece en el ensayo Un país de novela. Viaje hacia la mentalidad de los argentinos (1988), donde asegura que las ganas de hacer desaparecer al otro son un rasgo general de la humanidad, no sólo de una cultura. Se trata, en su opinión, de una forma de descargar el autodesprecio.

            En este ensayo se estudiará la apropiación del discurso palestino en dos novelas de Aguinis en las que, a pesar del tono aparentemente dialogante y conciliador, se ofrece una controvertida explicación psicoanalítica del terrorismo islámico, y del palestino en particular: el victimismo como patología nacional. Ya en su primera novela, Refugiados (1969; reeditada siete años más tarde con el título de Refugiados: crónica de un palestino), Aguinis trata de analizar la mentalidad de un refugiado palestino.[3] Tres décadas después, el autor cordobés vuelve a recurrir a los temas de la judeofobia y el sionismo en otra novela sobre el dilema de los refugiados palestinos, Asalto a Paraíso (2002).[4] Como es bien sabido, uno de los grandes escollos del proceso de paz entre Israel y la Autoridad Nacional Palestina fue la insistencia de Yasser Arafat (1929-2004), ex presidente de la ANP, en el regreso de los casi cuatro millones de refugiados (que constituyen casi la mitad del pueblo palestino) basándose en la resolución 194 de la ONU del 11 de diciembre de 1948.[5] El gobierno israelí rechazó la petición, temeroso del impacto sociopolítico que supondría el regreso de casi cuatro millones de palestinos para un país de seis millones de habitantes, un millón de los cuales son árabes descendientes de los 150.000 que lograron quedarse en su tierra. La mayoría de ellos huyeron o fueron expulsados tras la guerra de 1948 (conocida por los israelíes como la Guerra de Independencia) y la Guerra de los Seis Días de 1967, que produjo unos 800.000 refugiados. A esta gran diáspora palestina se unen hoy sus descendientes. Por tanto, el triunfo hebreo, que supuso la creación del Estado de Israel en mayo de 1948, significó al mismo tiempo el comienzo de la frustración histórica de los árabes palestinos, obligados a malvivir en campos de refugiados auspiciados por la Organización de las Naciones Unidas en Gaza, Cisjordania y el este de Jerusalén, así como en otros países.
            Darrell B. Lockhart ha estudiado el gran impacto psicológico que tuvo la creación del Estado de Israel entre las comunidades judías latinoamericanas:
Zionism was embraced by many as a way to express a nonreligious Jewish identity, and in fact became the religion of the majority of Latin American Jews. It allowed them to demythify their Jewishness in religious terms and align themselves politically as Jews to the new Jewish homeland. This, of course, stimulated a great deal of mistrust against Jews as questions of dual loyalty were raised. (XXIII)
En lo referente al plano literario, Saúl Sosnowski contrasta la función de Israel en el imaginario de los escritores israelíes con la que tiene entre los judíos latinoamericanos: “el Israel que se incorpora al imaginario de los escritores de la diáspora es emblemático y no el Israel material y cotidiano en el que está instalada, con perspectivas multiculturales, multiétnicas y multigeneracionales, la literatura israelí” (Fronteras 267). En cualquier caso, con el nacimiento de Israel comienza también el sentimiento de culpabilidad por parte de la intelectualidad judía por el hecho de que este hito histórico, que se había concebido como refugio para los sobrevivientes de la Shoá, supuso inevitablemente la creación de más sufrimiento para otro pueblo castigado. Naomi Lindstrom sostiene, asimismo, que Refugiados supuso un gesto comprometido por parte de Aguinis en un momento en que se cuestionaba “the propriety of liberal and leftist support for the Jewish homeland in Palestine” (Jewish 33).
Por su parte, Aguinis se siente orgulloso de su temeridad al escribir Refugiados, ya que lo considera un anuncio del actual proceso de paz que no supieron ver sus detractores, entre los que, según él, se encontraban algunos judíos que la consideraron en su momento un texto judeófobo y un panegírico de la causa palestina. No obstante, y pese a que el autor ha expresado en varias ocasiones que la literatura no puede ser sierva de la política, no cabe duda de que tanto Refugiados como Asalto al Paraíso representan, en realidad, una aguerrida defensa y justificación tanto del sionismo, que él considera un movimiento de liberación, como de la política israelí con respecto a los refugiados palestinos. Es cierto que en ambas novelas se presiente un acercamiento al sentimiento político ajeno y que se hace una apología de la salida dialogada y racional al conflicto entre árabes e israelíes; las dos obras cuentan, además, con personajes árabes benevolentes y tolerantes. Sin embargo, una lectura más profunda revela que tras el tono aparentemente conciliador existe también a una apropiación ideológica del discurso del otro con el fin de minar indirectamente—utilizándolo a él mismo como portavoz—todos sus argumentos.
En las dos novelas el autor recurre tanto a sus conocimientos de psicoanálisis (para conocer al refugiado palestino por dentro) como a la interpretación de las fuentes históricas (para comprenderlo desde fuera). Con este objetivo, parte del argumento de ambos textos se describe en primera persona: desde el punto de vista narrativo del anónimo protagonista palestino de Refugiados, que aparece retratado como un hombre sincero, honrado y con rasgos autobiográficos (para lograr una mayor sensación de neutralidad), o el del terrorista psicópata y sin escrúpulos de Asalto al Paraíso, Dawud Habbif, cuya patología se presenta como resultado de las circunstancias sociales y los acontecimientos sociohistóricos.[6] Si bien sólo en Refugiados se reconocen algunos de los errores cometidos por el gobierno israelí, en ambas novelas se defiende la postura del diálogo, se aboga por la repartición del territorio entre israelíes y palestinos, y se defiende la creación y existencia del Estado de Israel. Así, Myriam, la novia israelí del protagonista palestino de Refugiados, propone la misma solución que las Naciones Unidas en 1947: repartirse el país con la creación de un Estado palestino junto al israelí. Como nos recuerda Aguinis, la propuesta de la ONU fue aceptada por Israel pero rechazada por los palestinos, por lo que surgieron los enfrentamientos bélicos.
 
Según se mencionó anteriormente, a primera vista parece que Refugiados trata de contemplar la creación del Estado de Israel desde el punto de vista palestino, pero la crítica ofrece opiniones dispares con respecto a las verdaderas intenciones del autor. Por una parte, Marta Francescato Paley afirma que la obra está “escrita desde el punto de vista del palestino, es un intento de ponerse de su lado, mostrar su emoción, su lealtad y sufrimiento” (21), y Rita Gardiol subraya el deseo de diálogo y el espíritu tolerante que inspira la novela: “although based upon some implausible coincidences, the novel effectively presents one of Aguinis’ basic concerns—the problem of individual and group identity—and succeeds in conveying his intrinsic faith that humanity supersedes nationalism and that love and understanding can overcome prejudice and hate” (14). Igualmente, Naomi Lindstrom opina que en esta novela Aguinis, al que denomina “the great diplomat of progressive Jewish social thought in Argentina” (35), proporciona una articulada serie de argumentos en defensa del establecimiento del Estado de Israel, al mismo tiempo que se compadece y simpatiza con la causa palestina: “Through his friendship with her and with a learned mentor, he [el protagonista] comes to perceive modern Israeli history as part of, rather than an impediment to, the struggle for Third World liberation” (Jewish 35).

En cambio, Leonardo Senkman ha cuestionado algunas de las propuestas ideológicas de Refugiados, en especial las que aparecen en los pasajes que describen la actitud del resto del mundo árabe con respecto al dilema palestino: “la verdadera otredad, para el israelí, es el palestino: no el nazi. Y, por supuesto, la dramática alteridad del palestino es el sionista: no el árabe sirio o egipcio, por más que lo traicionen” (La identidad 398). Pese a esta crítica, Aguinis vuelve a utilizar la misma estrategia en el sexto capítulo de Asalto al Paraíso cuando, en boca del palestino, se desplaza la culpa de Israel a Jordania:

Transjordania se opuso al estado sionista, pero luego traicionó a los palestinos sin sonrojarse. No lo olvidaré nunca: tras la guerra de 1948 sus tropas se quedaron con Jerusalén Este y toda la Cisjordania; lejos de proclamar un Estado árabe palestino con Jerusalén como su capital, o mantener esas tierras en reserva hasta conseguir la recuperación de los territorios que pasaron a llamarse Israel, Abdullá decidió asimilarlas a su reino sin el menor escrúpulo. […] Nos inculcaron que Palestina quedaba donde se había establecido Israel solamente. Nos acostumbramos a llamarlo “Palestina usurpada”, pero a nadie se le cruzó por la cabeza que hasta hacía poco también era Palestina la Cisjordania anexada por Abdullá-Hussein. (52)

Por el mismo camino, Senkman considera la comparación que hace Aguinis del sufrimiento de los refugiados palestinos con el de los exiliados judíos un intento por parte de los intelectuales argentinos de asimilar la culpa generada por las consecuencias de la Guerra de Liberación israelí, la Guerra de los Seis Días y la ocupación israelí de territorios árabes:

¿Acaso no testimonia mucho mejor que el drama histórico y nacional que pretende novelar, ese otro conflicto interno y moral que atormenta desde 1967 a numerosos y honestos intelectuales judeo-argentinos ante el espectáculo sangriento de la guerra en Tierra Santa y la sustitución del dolor del otrora refugiado judío, ahora reemplazado por el dolor del refugiado palestino, ese gemelo inverso de su identidad anegada de sufrimiento y exilio? (La identidad 398-99)

Dicha comparación reaparecerá en Asalto al Paraíso cuando, en el programa televisivo de debates de Cristina Tíbori, uno de los invitados, la historiadora Marta Hilda Cullen, equipara la lucha subversiva de los dos pueblos: “—¿No hubo una guerra de liberación de los judíos contra la potencia colonial? ¿Una suerte de Intifada judía antibritánica?” (167).

En la misma línea, el análisis que hace Judith Morganroth de las premisas ideológicas de Refugiados también se podría aplicar fácilmente a su más reciente novela, Asalto al Paraíso. Según ella, la primera novela es una apología del sionismo como movimiento de liberación: “an apologetics seeking to convince the Palestinian (and the reader) of Zionism’s definition as a movement of national liberation, of Israel’s right to exist, of the willingness of liberal Israelis to establish the solution proposed by Myriam” (140). Aclara también que el argumento de Refugiados consiste en la aplicación a las relaciones sociopolíticas de la siguiente teoría psicoanalítica: “processes that define the self overlap with processes by which we project ourselves into images of the Other” (140). Curiosamente, el mismo Marcos Aguinis ha puesto en evidencia, quizá involuntariamente, algunas de las fallas de la novela:

Yo creía que éste era mi mayor mérito, que respondía a un sano espíritu dialógico: meterme en la piel de mi presunto enemigo para entenderlo y ayudarlo. Pero un psicoanalista me hizo ver que yo no era tan bueno: me impulsaba el deseo de contribuir al reconocimiento, la paz y la seguridad de Israel, y para ello me metía en la piel de su enemigo, no para entenderlo, sino para destruirlo desde adentro. Esta interpretación—confieso—me trastornó. Era verdad. (“De la legitimación” 6)

Sin embargo, más tarde reconsidera esta afirmación y propone alternativas a la interpretación del otro psicoanalista:

Pero faltaba algo. Quien se metió en su piel no era sino un judío que carga una memoria milenaria de opresión e injusticia, pertenece a un país singular como Argentina y asume profundamente la lógica de la hermandad entre los marginados. No hace con el palestino sino lo que haría con cualquier judío, con él mismo: interrogarse, cuestionarse. No sólo lo destruye, sino que lo reconstruye. Deshace para hacer. Y esta nueva forma deberá ser mejor, es decir más justa y fraternal. (“De la legitimación” 63)

Obviamente, la crítica del psicoanalista no llegó a convencer del todo a Aguinis, puesto que volverá a hacer uso de la misma fórmula retórica en Asalto al paraíso. Para regresar al argumento de su primera novela, cabe notar la importancia del pasaje en que se cuestiona el significado del mismo término “refugiado.” Así, con la intención de defender la existencia del Estado de Israel y de hacer reflexionar al estudiante palestino, el médico alemán Rolf Freytag insiste en que fueron precisamente los países árabes los que le dieron la espalda al pueblo palestino. Para ello, el relato sugiere que los refugiados palestinos y el resto del mundo árabe deben aceptar la responsabilidad por sus propias acciones, en lugar de acusar a otros, sentirse víctimas y expresar su autocompasión. Igualmente, en respuesta a lo que el protagonista anónimo de Refugiados denomina la “usurpación territorial sionista” (38), el doctor Freytag intenta convencerlo de que sus problemas son principalmente una condición mental. Y para ello, se pone a sí mismo como ejemplo: “—Usted es un refugiado, como lo he sido yo y...” (67). Ante la sorpresa del protagonista por el uso del pretérito perfecto, Freytag le augura que con el paso del tiempo, él también dejará de sentirse refugiado y no precisamente por haber vuelto a su hogar. Acto seguido, averiguamos que Freytag fue uno de los nueve millones de alemanes que tuvieron que abandonar sus hogares tras el acuerdo de Postdam que cedía ese territorio a Polonia. En su opinión, por medio de la compasión por el prójimo y su consuelo, uno puede llegar a sentirse en su patria y encontrar su identidad en la diáspora. De otro modo, el sentimiento de desarraigo aumenta y el refugiado puede convertirse en un hipocondríaco, que padece males imaginarios para los que no existe cura. Tras estas afirmaciones cercanas a la etnopsiquiatría, Freytag confiesa que ni siquiera anhela la vuelta al hogar, ya que eso llevaría consigo la expulsión de las nuevas familias establecidas allí, con lo que continuaría la espiral a perpetuidad.

En el quinto capítulo el mismo personaje cuestiona también el uso del término “refugiado de Palestina” por parte del protagonista ya que, a su modo de ver, la mayoría de ellos sigue viviendo en Palestina, si bien en un área diferente. En su opinión, los países árabes han usado a los refugiados internos palestinos como instrumento político contra un país que supo asimilar a sus propios refugiados: “Israel demostró al mundo que los refugiados, lejos de constituir una carga, son un factor de progreso. De ese modo, cerca de medio millón de desplazados han sido absorbidos e Israel perdió un valioso instrumento político que podría utilizar ahora para neutralizar la propaganda deshonesta de los gobiernos árabes” (148).[7] Como hemos visto, detrás de la aparente estructura polifónica de ambas novelas, en pasajes como éste, en el que se cuestiona si de veras se puede considerar refugiados a los palestinos, se observa que la motivación primordial del autor era realmente la de convencer al mundo árabe y al lector en general de las supuestas patologías mentales de palestinos y árabes para justificar las decisiones del gobierno israelí. La misma postura reaparece en varios otros pasajes de la novela en los que se afirma que existe una enfermiza obsesión anti-israelí entre los árabes: “el deseo de borrar con sangre la mancha de sangre, mantiene vivo el odio árabe contra Israel, que ya desbordó el interés económico y las posibilidades políticas para entrar en el campo de las fijaciones obsesivas, psicopáticas” (129).

Como ocurrirá también en Asalto al paraíso, otro personaje de Refugiados, Ignacio, pone en duda la misma esencia del panarabismo y del nacionalismo árabe: “Aceptar que el único factor aglutinante efectivo de los países árabes constituye su odio común contra Israel, es poner en tela de juicio la posibilidad concreta de esa unidad” (128). Según él, el liderazgo en la comunidad árabe se consigue cuando se es más agresivo con Israel que los demás. Propone, además, la anexión por parte de Jordania de seis mil kilómetros de territorio palestino como prueba de que existían intereses claramente diferentes del de la hermandad árabe. Freytag denuncia, por otra parte, el hecho de que no se hable tanto del casi medio millón de refugiados judíos que fueron expulsados de países árabes como Irak, Yemen, Libia o Egipto. En su opinión (que, de nuevo, reaparecerá en Asalto al Paraíso), cuando Inglaterra vio que Israel no se dejaría gobernar desde Londres, decidió fomentar el nacionalismo árabe para enfrentarlo al judío. Por ende, más adelante en la novela, Freytag propone la falta de un arraigo ancestral a la tierra como causa de la rápida evacuación:

A comienzos del siglo, parece que en Palestina no habitaban más que 500.000 árabes. Durante el Mandato Británico numerosas caravanas de sirios y egipcios se pusieron en marcha hacia Palestina, atraídos por los elevados salarios que pagaban los judíos. De este modo, muchos refugiados no tenían arraigo ancestral en esta tierra. ¿Explica esto la facilidad con que la evacuaron? (262)

En la misma vena, ya en Asalto al Paraíso la historiadora Marta Hilda Cullen vuelve a cuestionar, durante un debate en el programa de Cristina Tíbori, el concepto de “refugiado palestino”, pero esta vez desde una perspectiva diferente: 

El acelerado desarrollo económico de Palestina, gracias a los sionistas, empezó a superar al de los países vecinos, lo cual determinó una fuerte inmigración árabe a Palestina. No me escucha mal: dije “fuerte inmigración árabe”. Muchos palestinos no son en realidad palestinos, sino egipcios o sirios. Según el censo oficial otomano de 1882, en Palestina sólo vivían ciento cuarenta mil musulmanes, nada más. (169)

Según ella, entre las pruebas más evidentes de que los palestinos se fueron voluntariamente está el hecho de que los soldados judíos trataron de detener los camiones árabes que se marchaban del país por orden del ex Mufti de Jerusalén y el que nunca se persiguiera en Israel a los árabes que decidieron quedarse en sus casas. La verdadera razón del odio árabe contra Israel, continúa, es que “es ¡el más brillante faro de la modernidad en toda la región! La teocracia fundamentalista y las estructuras autoritarias temen que el paradigma israelí destruya sus arcaicas bases” (173). De nuevo, el que estas afirmaciones provengan de una persona que no es judía (tan sólo ha visitado Israel) ayuda a incrementar su aparente objetividad.

Del mismo modo, para Freytag, en Refugiados, la guerra no fue ideada por los árabes de Palestina, “que fueron invitados por el Alto Comando árabe a evacuar sus aldeas y ciudades, sino por los reyes de Egipto, de Jordania, de Arabia Saudita, del Yemen. ¡Por eso perdieron la guerra!” (129). Este pasaje podría asociarse con un fenómeno psicológico llamado blacktop illusion, por el que se cree que el verdadero enemigo son los líderes del otro grupo, que intimidan y manipulan a su pueblo inocente. Una vez más, el mismo argumento resurge en Asalto al Paraíso cuando Marta Hilda Cullen mantiene que los palestinos abandonaron sus casas obedeciendo órdenes de los líderes árabes: “no acepto la leyenda de la expulsión de árabes por obra de la maldad judía. Muchos fueron expulsados, es cierto, o huyeron como consecuencia del clima de guerra, pero muchos se fueron por orden de los mismos líderes árabes, que deseaban tener el campo despejado con el fin de barrer a los judíos” (172). Por contra, historiadores revisionistas como Erskine Childers y Benny Morris han cuestionado que la evacuación de palestinos se debiera a las órdenes del comando árabe. Así, en su obra The Birth of the Palestinian Refugee Problem, 1947-1949, Benny Morris explica:

A year later, on the basis of talks with Jaffa, Ramle and Lydda refugees in the Gaza Strip, representatives of the Quaker refugee relief agency, the American Friends Service Committee, told an American intelligence officer that some of the refugees at least were saying that they had “fled against their wills because their leader told them they must do so or be considered traitors, and if they fled they could return in a few months” [...] However, I have found no other evidence from Haganah, British or Arab sources corroborating their explanation of why Jaffa’s population fled. It is possible that some of the militia officers in the town did recommend or order inhabitants to leave with them; but there is no evidence of a general order to this effect, from inside the embattled city, or from the AHC[8] or Arab institutions outside the city, ever having been issued. (320)

Por el contrario, según Morris, al final de la guerra, entre los meses de mayo y julio de 1948, se ordenó a los jefes militares israelíes por medio del plan Dalet que tras la conquista de cada pueblo, expulsaran a sus habitantes: “If Jewish attacks directly and indirectly triggered most of the Arab exodus up to June 1984, a small but significant proportion of that flight was due to direct Jewish expulsion orders issued after the conquest of a site and to Jewish psychological warfare ploys (whispering propaganda) designed to intimidate inhabitants into leaving. More than a dozen villages were ordered by the Haganah to evacuate during April-June” (287-88).

            Sea como fuere, en Asalto al Paraíso el terrorismo palestino pasa a adquirir un alcance global gracias a la descripción de la destrucción de la embajada israelí en Buenos Aires el 17 de marzo de 1992 con que se abre la novela, y del edificio de cinco pisos de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) del 18 de julio de 1994, con que se cierra. Como apuntan varios personajes, el atentado de la AMIA que protagonizó un suicida libanés vino de la mano instigadora del gobierno iraní, que contó también con la colaboración de la policía bonaerense. En la novela Dawud Habbif, un refugiado palestino que reside en España, recibe órdenes desde Beirut para cometer un atentado en la capital de Argentina, país que cuenta con la mayor comunidad judía de Latinoamérica, unas 200.000 personas.[9] Según explica la protagonista argentina, Cristina Tíbori, “éste era el peor asesinato en masa realizado contra un objetivo judío desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Y era el primero de esta magnitud en toda la historia de la República Argentina. Y quizá de América” (15). El mismo personaje nos revela desde las primeras páginas lo que es uno de los mensajes centrales del relato: “—La impunidad invita a repetir el delito—aseguró Cristina—. Y la impunidad se está convirtiendo en una moneda corriente” (18).   

En efecto, en la vida real este aborrecible ataque terrorista al centro de la comunidad judía localizado en la calle Pasteur 633 del barrio porteño de Balvanera acabó con la vida de ochenta y cinco personas, la mayoría de ellas judías, e hirió a más de trescientas.[10] Se llevó a cabo con una camioneta Renault Traffic blanca cargada con 275 kilogramos de explosivos (que había pasado por las manos del argentino Carlos Telleldín) en la que se inmoló el libanés Ibrahim Berro.[11] El juez federal que llevó el caso en la vida real, Juan José Galeano (al que Aguinis incluye en los agradecimientos del libro por haberle permitido el acceso a sus archivos y haberle contado sus experiencias), fue apartado de la causa y destituido en agosto de 2005, bajo la acusación de ser culpable de serias irregularidades y del mal manejo de la investigación. Pocos días antes, un programa de la televisión argentina había mostrado un vídeo en el que el juez le ofrecía a Carlos Telledín, acusado de haberles proporcionado la camioneta a los terroristas, 400.000 dólares a cambio de evidencia. Al final, todos los sospechosos de ser parte de la conexión local de los terroristas, incluyendo varios miembros de la Policía Provincial Bonaerense que habían sido arrestados, fueron declarados inocentes en septiembre de 2004. Aunque desde un principio la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) y otras organizaciones sospecharon de la organización islamista chií Hezbolá y del apoyo del gobierno iraní, no se lograron reunir las pruebas hasta doce años después del atentado. El 25 de octubre de 2006 la fiscalía especial creada por el gobierno de Néstor Kirchner para investigar el atentado dio a conocer el dictamen con el que se formulaba oficialmente la acusación directa contra el Gobierno de Irán, como instigador, y Hezbolá, como ejecutor: “Fue una decisión tomada por las más altas autoridades de la República Islámica de Irán y encomendada al grupo libanés Hezbollah”, afirmó en su día el fiscal del caso, Alberto Nissman (AMIA: el nuevo fiscal n.p.). Según los fiscales Alberto Nissman y Marcelo Martínez Burgos, cuyo equipo reexaminó el caso y las casi 300 millones de llamadas telefónicas relacionadas con él, la decisión de atentar contra la AMIA se tomó el 14 de agosto de 1993 en una reunión del llamado Comité de Asuntos Especiales del gobierno iraní, integrado por las más altas autoridades políticas y religiosas del régimen, realizada en la ciudad iraní de Mashad. Por ello, Nissman solicitó al nuevo juez encargado del caso, Rodolfo Canicoba Corral, que ordenara la captura del ex jefe del Servicio de Seguridad de Hezbolá, Imad Fayez Moughnieh, y de ocho iraníes entre los que se encuentran el ex presidente iraní Alí Akbar Rafsanjani, dos ex ministros y el ex encargado de asuntos culturales de la embajada iraní en Buenos Aires, Moshen Rabbani.[12]

Entre las especulaciones que hacen los personajes de la novela, una de las más llamativas es la posible implicación de Carlos Memem, el ex presidente de Argentina de 1989 a 1999, que es de origen musulmán e hizo varios viajes polémicos a Oriente Próximo durante su campaña. De hecho, el juez Galeno entrevistó a un supuesto ex miembro de los servicios de inteligencia iraníes que acusó a Menem de haber aceptado diez millones de dólares de Teherán a cambio de bloquear la investigación. Este detalle no se deja pasar por alto en Asalto al Paraíso. Así, un personaje llamado Román Franco sugiere la posibilidad, quizá un tanto disparatada, de que hayan existido sueños de crear la primera república islámica de Latinoamérica con la llegada del presidente Memem quien “visitó Siria, que no es una república islámica, pero tiene estrechos lazos con Irán y protege el Hezbolá del Líbano. También envió mensajeros a Libia. Se iba a convertir en el primer presidente latinoamericano que nació musulmán, de padres musulmanes y cuya esposa e hijo son musulmanes” (239). Según él, es posible que al ver esos sueños frustrados, los fanáticos se lanzaran a la violencia judeófoba: “La traición debía ser castigada y el castigo fue la voladura de la embajada de Israel, por ejemplo” (239).

Para volver a las coincidencias entre las dos novelas, en una entrevista Aguinis reconoció que posiblemente el proceso de creación psicológica del protagonista palestino de Refugiados no sea del todo convincente en ciertos pasajes: “Quizá en algunos momentos puedo haberlo traicionado pintándolo débil o demasiado conciliador, transfiriéndole mi exaltado deseo de paz” (Francescato 122). Sin embargo, la misma actitud pacifista y dialogante resurge en el personaje del imam Zacarías Najaf en Asalto al Paraíso, uno de los fundadores de Hezbolá que ahora predica un Islam tolerante, se opone radicalmente a la violencia del llamado fundamentalismo islámico, considera a su propia organización “una fábrica de terroristas” (208), e incluso habla con el vocabulario predilecto de Henry Nixon y del Partido Republicano de Estados Unidos cuando menciona que los musulmanes que prefieren la paz forman una “mayoría silenciosa” (288).[13] Su presencia contribuye a combatir el potencial esencialismo de juzgar a todos los musulmanes por el mismo rasero: “—Vea, no todos los musulmanes pensamos lo mismo sobre ciertos temas. Le diré que algunos fanáticos le hacen poco favor al buen nombre del Islam, si es que fueron musulmanes los autores de esta atrocidad” (18), explica el imam. No obstante, la novela adolece en ciertos pasajes de un orientalismo al más puro estilo denunciado por Edward Said en su libro seminal Orientalismo (1978). Por ejemplo, y sin olvidar que la frase viene de un narrador omnisciente que trata de adentrarse en los pensamientos del personaje, Santiago Branca describe de la siguiente manera a Ibrahim Kassem (un disfraz que utiliza Esteban, el compañero de Cristina, para hacerse pasar por sirio): “Santiago se esmeraba en ganar su confianza. Los orientales no sólo negociaban como los dioses, sino que tomaban muchos recaudos antes de soltar prenda. Sus fortunas eran el producto de una picardía que no tenía éxito si mostraban sus cartas a gente que podía traicionarlos” (136).

En cualquier caso, siguiendo la línea trazada en Refugiados, en Asalto al Paraíso Aguinis utiliza el discurso del palestino para traspasar a (o compartir con) Jordania la responsabilidad por el sufrimiento de los palestinos. Más tarde, Dawud Habbif culpa también indirectamente a los refugiados palestinos de la destrucción de la bella y próspera Beirut, la “joya de Oriente”, que en las primeras páginas de la novela se había comparado con la Buenos Aires de la embajada israelí en llamas. Y de nuevo, según el propio protagonista palestino, Yasser Arafat y su OLP intentaron tomar posesión de Jordania construyendo un Estado dentro del Estado y al final fueron los verdaderos culpables de la miseria palestina al establecer sus prioridades de la siguiente manera: “No le preocupó mejorar el nivel de vida de los refugiados, ni construir viviendas, escuelas, fábricas, ni erigir instituciones. Eso vendría después. Debía concentrarse en la guerra, que habría de ser inminente” (53). Más adelante, Dawud señala como responsable directo de nuevas masacres de palestinos durante el “Septiembre Negro” de 1971 al rey Hussein de Jordania, quien quiso prevenir con ellas el peligro que significaba Arafat para su permanencia en el poder: “Ni la guerra de 1948 ni la de los Seis Días habían provocado tan alto número de víctimas” (53). Cuando, seguidamente, Siria cerró sus fronteras y empezó a disparar a los palestinos que huían del fuego jordano, nos revela Dawud, el único país que permitió el paso de los refugiados hacia el Líbano fue, paradójicamente, Israel. En este momento, el protagonista debe reconocer la humillación que supuso para los palestinos no sólo aceptar el gesto benevolente del país enemigo sino también cruzar varias pacíficas aldeas de árabes que habían adoptado la nacionalidad israelí.

La reapropiación del discurso palestino continúa cuando el propio Dawud nos explica cómo al igual que los judíos israelíes desplazaron a los palestinos, éstos emularon a sus enemigos una vez que llegaron al Líbano y volvieron a formar otro Estado dentro del Estado: “Supe, por lo tanto, que los barrios de Sabra, Chatila y Burji el Baraini habían estado habitados por musulmanes libaneses shiítas. Y que ingresamos en ellos atropelladamente, desesperados, después de lo que nos habían hecho en Jordania. Chorreábamos odio por las gigantescas matanzas que a nadie conmovieron. Invadimos casas y ocupamos calles sin pedir disculpas. Desplazamos a los viejos moradores, en muchos casos a la fuerza” (93). Desde zonas pobladas de civiles en el sur del Líbano, continúa el protagonista, los palestinos comenzaron a bombardear el norte de Israel para que las represalias del país enemigo cayeran en “blancos sucios” y así se pusiera de su lado la solidaridad internacional. Después de comentar cómo un comando palestino asesinó a sangre fría a varios atletas israelíes en la Villa Olímpica de Munich, Dawud aclara también que la invasión palestina en el Líbano se extendió a los territorios cristianos: “¿Qué era Damour? Una villa cristiano-maronita donde los palestinos entramos a degüello; liquidamos decenas de civiles, entre los que había mujeres y niños” (94).

En cambio, y de nuevo esto vuelve a afectar la verosimilitud del texto, cuando relata la incursión de Arié Sharon en Beirut, el palestino lo hace en términos inexplicablemente neutrales: “Entonces [el primer ministro israelí Menajem Beguin] autorizó al entonces jefe militar Arié Sharon para que realizara una incursión profunda y limpiase los nidos de guerrilleros que se extendían a lo largo de cien kilómetros. Las tropas judías avanzaron rápido y en poco tiempo llegaron a la zona oriental de Beirut” (96). Como es bien sabido, los críticos de Sharon han intentado en repetidas ocasiones que se le juzgara como criminal de guerra por los supuestos crímenes cometidos en las masacres de Sabra y Shatila durante la Guerra del Líbano de 1982. En concreto, la Comisión Kahan lo consideró responsable de la incursión de las milicias falangistas libanesas en campos de refugiados palestinos en ese país, que dieron lugar a una masacre en reacción al asesinato del presidente libanés electo Bashir Jemavel. Como resultado de estas investigaciones, Sharon fue cesado como ministro de defensa. Si bien esta masacre se describe brevemente en la novela (se nos dice también que el protagonista, Dawud, sobrevivió milagrosamente a la tragedia), la única conexión que se hace con Sharon es la siguiente: “Airé Sharon les prometió abstenerse, total, pensó, que arreglen sus cuentas entre ellos mismos” (98). Más adelante, y aparentemente contra toda lógica, el terrorista se avergüenza de que su padre decidiera obedecer al Mufti, sacando a su familia de Palestina, cuando hubiera podido quedarse a convivir pacíficamente con los judíos: “Mi padre, por desgracia, se unió a quienes obedecieron al Mufti. Fue un error fatal, una vergüenza de la que no se podía volver a hablar” (222).

A la vez que la voz de un palestino condena la actitud de Jordania y Siria, también acaba alabando indirectamente a la comunidad judía de Argentina, con lo que sigue peligrando la verosimilitud del personaje y del relato mismo: “No eran sólo numerosos sino muy activos. También se refirió a sus instituciones, las educativas, religiosas y de ayuda solidaria. Daban miedo. Se refirió al barrio del Once, donde se había concentrado el núcleo más importante, con sinagogas, escuelas, clubes e innumerables comercios” (49). Y más tarde, otro personaje llamado Tabanni añade:

Mientras que unos se dedican a juntar dinero, multiplicar negocios y abrir fábricas, otros se meten en los sindicatos y los partidos políticos de izquierda. Actúan en pinzas. No dejan un área sin contaminar: irrumpen en la radio, la televisión y los diarios. Se infiltran en el teatro y el cine. Ni hablar de cómo invaden las universidades y llegan a convertirse en líderes estudiantiles docentes y directivos. Si abres la guía telefónica marea la cantidad de médicos, ingenieros, psicólogos y arquitectos judíos. Hasta han influido en el tango con poetas, compositores y músicos […] No se conforman con levantar sinagogas, sino también escuelas, cementerios, hospitales, organizaciones solidarias, cooperativas y mutuales. (190-91)

Por el mismo camino, el agregado cultural de la embajada iraní, Hazme Tabbani (obviamente un trasunto del verdadero agregado, Moshen Rabbani), le explica a Dawud que el club judío Hebraica es apreciado “en algunos sectores porque albergó a los científicos, intelectuales y artistas perseguidos durante las dictaduras” (226). Y el propio Imam Zacarías reconoce en la televisión pública argentina los méritos de los israelíes:

[Los judíos] fueron soberanos de un pueblo y un país llamados Israel. No es justo, por lo tanto, cuestionar que ese pueblo vivió allí y allí recibió revelaciones de trascendencia. Soy un musulmán que considera absurdo negar los derechos judíos, no sólo por sus credenciales del pasado, sino por el contiguo apego a esta tierra, que fue reconocida por grandes hombres de nuestra historia, como el sultán Saladito, por ejemplo—hizo otra pausa—. También debemos reconocer sus virtudes en la reconstrucción del país. (235)

Acto seguido, otro de los invitados reduce el fundamentalismo, quizás de una manera un tanto simplista, a un mero “ansia de poder. Un fundamentalista goza al sentir que se impone a los demás” (237). Por último, el terrorista libanés Omar Azabegh acaba por describir las destrucciones de edificios ordenadas por el gobierno israelí como una acción generosa y como señal de debilidad: “Sus represalias a los atentados del Hezbolá se limitaban a destruir edificios. Había un mundo de distancia entre matar gente y derribar edificios. […] Hasta anunciaban los ataques, para que la población tuviera tiempo de huir. Esa presunta generosidad se les había vuelto en contra, porque el Hezbolá ahora disparaba sus armas desde barrios densamente poblados” (277-78).

En resumidas cuentas, la estrategia que utiliza no muy sutilmente Aguinis para defender su tesis es la de dejar que los propios personajes árabes e iraníes acaben por culparse indirectamente a sí mismos de sus desgracias y por alabar los logros de las comunidades judías de Israel y Argentina. En otras palabras, y citando su artículo “Tragedia de los pueblos que prefieren ser víctimas” (2002), Aguinis trata de convencer al lector, de una manera reduccionista, de que los palestinos han elegido ser víctimas:

En su alma predomina la sensación del despojo. Son víctimas. Tienen rencor. Por lo tanto, sueñan con cambiar el pasado y volver a los tiempos supuestamente idílicos en los que no había israelíes. Empeñan sus fuerzas en destruir a Israel para vengarse de las heridas que incluso les infligieron sus hermanos, y restablecer de esa forma el balance perdido. En ese empeño anida el ansia por apoderarse de las riquezas que creó Israel. Todo lo de Israel les ha sido robado, insisten, hasta las flores. En lugar de construir su Estado, anhelan destruir el que ya existe, eliminar a sus ciudadanos y quedarse con lo que tiene” (“Tragedia” n.p.).

Para finalizar, en consonancia con sus novelas anteriores, tanto la actitud de los terroristas árabes, como la del pueblo palestino en general o la de los políticos y policías argentinos se reduce a una patología social, ya sea el ansia de poder, el victimismo obsesivo o la herencia de una larga tradición de corrupción.

Obras citadas
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Notas
[1] Granjas o asentamientos colectivos de Israel.
[2] Título de respeto para una persona culta o importante en el Oriente Medio.
[3] Parte del análisis de la novela Refugiados incluido en este ensayo apareció publicado anteriormente en el segundo capítulo de mi libro Religión y militarismo en la obra de Marcos Aguinis 1963-2000 (2002).
[4] Uso el término “judeofobia” en lugar del más comúnmente utilizado “antisemitismo” porque, como es bien sabido, el árabe es también un pueblo semita.
[5] Arafat fue el líder de la guerrilla árabe Al Fatah y de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Recibió el Premio Nobel de la Paz junto con Itzhak Rabin en 1994.
               Según Bastenier, hay 3.727.394 refugiados palestinos: 1.570.192 en Jordania, 383.199 en Siria, 376.472 en Líbano y 1.407.631 en Cisjordania y Gaza (2).
[6] En esto coincide con el nazi alemán que protagoniza su novela La matriz del infierno (1997).
[7] La novela también problematiza, desde un punto de vista etimológico, lo acertado del topónimo Palestina. Así, en uno de los debates televisivos la historiadora Marta Hilda Cullen explica: “—Porque deriva de Philistin, que quiere decir filisteo. Filisteos, a su vez, significa ‘hombres del mar’. Posiblemente llegaron de Creta, donde habían sido protagonistas de la segunda civilización minoica. Se instalaron en el sur del territorio, sobre la costa, en lo que es actualmente la Franja de Gaza. Durante siglos lucharon contra los israelitas, hasta que fueron derrotados por el rey David y se integraron al resto de la población. Nunca más se volvió a hablar de ellos, desaparecieron. El país nunca se llamó Palestina porque los filisteos jamás lo dominaron en su totalidad. Se llamó Tierra de Israel y luego del cisma que siguió al reinado de Salomón, se llamó Israel en el norte y Judea en el sur […] Cuando los romanos terminaron de sofocar las rebeliones judías, no sólo destruyeron Jerusalén, sino que cambiaron su nombre por el de Aelia Capitolina. Tampoco quisieron que perdurase la palabra Judea, por temor a que siguieran las reivindicaciones. Entonces recurrieron a Philistina, una denominación tirada de los pelos” (233). Esta misma explicación aparece en su artículo “El embrollo palestino (I)”, del 10 de febrero de 2006.
[8] Arab Higher Committee.
[9] Según Azadegh, uno de los personajes de Asalto al Paraíso, hay 250.000 judíos en Argentina. De acuerdo al sitio web oficial de la CIA, los judíos son el 2% de la población de Argentina.
[10] El nuevo centro de la AMIA se reconstruyó en 1999 en el mismo lugar donde estaba el edificio anterior.
[11] Al musulmán libanés de veintinueve años, Berro, se le dedicó una placa en el sur del Líbano por su “martirio” el 18 de julio de 1994, la misma fecha del atentado de la AMIA, lo que ha hecho sospechar al gobierno israelí que se trataba del autor del atentado en Buenos Aires.
[12] El ex juez Juan José Galeano ya había ordenado la detención de doce iraníes en 2002, pero cuando el ex embajador iraní en Argentina, Hadi Soleimanpour, fue arrestado en Londres, el gobierno británico se negó a extraditarlo por falta de pruebas. Más tarde, la Interpol puso en duda la investigación argentina y abandonó la búsqueda. Este dictamen también habla de un móvil: la suspensión en 1991 de asistencia en tecnología nuclear que la Argentina brindaba a Irán a través de convenios firmados durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Esta teoría, sin embargo, se ha puesto en entredicho puesto que el contrato nunca llegó a ser suspendido del todo y, en el momento en que tuvo lugar el atentado, se estaba negociando la restauración de la cooperación en ese plano.
               Como se sugiere en Asalto al Paraíso, los fiscales del caso sospechan que los terroristas entraron y salieron por el aeropuerto de Ezeiza y que existían células terroristas de Hezbolá relacionadas con una mezquita de la triple frontera de Argentina, Paraguay y Brasil. Señalaron, además, que como en otros atentados en los que se acusa a Irán en otros países, se utilizaron correos diplomáticos.
[13] Si utilizo aquí la palabra “llamado” antes de fundamentalismo islámico es porque también hay fundamentalistas en el mundo occidental y no se les suele llamar “fundamentalistas cristianos”. No obstante, en un artículo publicado el 23 de julio de 2005 y titulado “La hora del islam moderado”, Aguinis explica coherentemente el uso de este término: “Aunque nos cueste decirlo, es indiscutible que el terrorismo que desgarra el mundo tiene el sello del Islam, ya que quienes planean y ejecutan los ataques son musulmanes y lo hacen en nombre de su religión. Para que se imponga en el mundo por sobre las de los "infieles" y sus valores degenerados. Comparto el dolor de los buenos musulmanes que repudian ese propósito, pero lamento pedirles que tengan en cuenta un detalle: ese rótulo no es una formulación arbitraria de la civilización. Los ataques se perpetran en nombre del islam y gozan de enorme simpatía entre millones de musulmanes. Hasta el día de hoy, con décadas de asaltos a los aviones, aeropuertos, estadios olímpicos, supermercados, disquerías, hoteles, ómnibus escolares, subterráneos y otros sitios concurridos por civiles inocentes, no hubo una fatwa emitida por una gran personalidad islámica, ni por una entidad religiosa islámica, ni por un grupo de instituciones islámicas que denunciara su carácter inmoral” (n.p).
               Cabe notar, asimismo, que Aguinis continúa la tradición de utilizar la palabra “Alá” en árabe, que significa simplemente “Dios”, y que puede sugerir la idea equivocada de que los musulmanes tienen un dios distinto del judío o del cristiano. 
               Aunque no inventó el término “silent majority”, Richard Nixon lo popularizó al utilizarlo en un discurso en 1969 para referirse a los muchos norteamericanos que no participaban en las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam. El término ha vuelto a utilizarse en repetidas ocasiones, incluyendo la llamada Revolución Republicana en las elecciones presidenciales de 1994.
 
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