Ignacio
López-Calvo
University
of California, Merced
Publicado primero en inglés con el título "El sexto and the grotesque body:
The Japanese character at the boundaries of national belonging." Chasqui 41.1 (Nov. 2012): 137-46
Versión en castellano: "El cuerpo grotesco en El sexto de José María
Arguedas y el personaje japonés
en las fronteras del proyecto nacional" Desde el sur (2013)
KEY WORDS: Arguedas, El sexto, Japanese, grotesque, national
project
RESUMEN: Al igual
que en el resto de la obra de Arguedas, en El Sexto todo lo malvado y
vil se asocia con la vida urbana y criolla de la costa, mientras que la
población y los motivos andinos y quechuas de la provincia reciben una
caracterización mucho más posible. Pero en esta novela, junto con el mundo
afroperuano, aparece una cuarta cultura que se ve representada en la novela,
añadiendo leña a una heterogeneidad ya de por sí "incómoda": existe
un personaje japonés que al parecer fue arrestado por vagabundeo a quien los
otros presos llaman Hirohito. Arguedas elige el cronotopo de la cárcel para
explorar las paradojas y dilemas de la nación peruana. Por medio de una
alegoría nacional, este espacio se une con el tiempo de la acción para
convertirse en el centro organizador del argumento, un laboratorio en el que
los personajes tratan sin éxito de resolver los problemas de las relaciones
sociales y las contradicciones sociopolíticas en Perú. El comportamiento
grotesco de Hirohito, junto con los comentarios que los otros presos hacen
sobre él, lo retratan como un indeseado extranjero infiltrado en el seno de la
nación. Por tanto, si bien El Sexto tiene el mérito de ser una de las
primeras novelas peruanas en incluir un personaje de origen japonés, se lo
incorpora por medio del prisma de lo grotesco, lo que produce una extraña
distorsión del elemento japonés en la cultura peruana. El personaje sitúa a su
grupo étnico en las afueras de la peruanidad, como si fuera una frontera
humana, el Otro contra el que se construyen y actúan las contradicciones de la
nación peruana.
ABSTRACT: As is common in José María Arguedas’s opus, in his
third novel, El Sexto (1961), everything that is evil and vile is
associated with the urban, coastal, and Criollo life, while the
provincial, Andean, and Quechua population and motifs enjoy a much more
positive image. But in this novel, together with the Afro-Peruvian world, there
is fourth culture that is prominently represented in the novel, adding fuel to
an already “uncomfortable” heterogeneity: we have an added element in a
character of Japanese origin who was apparently imprisoned for vagrancy and
whom other inmates call Hirohito. Arguedas chooses a specific chronotope to explore
the paradoxes and dilemmas of Peruvian nationhood: the penitentiary. Through a
national allegory, this overcrowded space merges with the time of the action to
become the organizing center of the plot, a laboratory in which characters
unsuccessfully try to resolve Peru’s cultural relations and sociopolitical
contradictions. Hirohito’s grotesque behavior, as well as the comments that
other inmates make about him portray him as a foreign alien who has eerily
infiltrated the boundaries of the Peruvian nation. Therefore, even though El
Sexto has the merit of being one of the first Peruvian novels to include a
character of Japanese origin, this element of Peruvian nationality and culture
is incorporated through the prism of the grotesque, which produces a bizarre distortion of the Japanese element in Peruvian
culture. Arguedas’s character situates the ethnic group he represents at the
outskirts of Peruvianness, as if he were a a sort of human border, the Other
against which all the contradictions of Peruvian nationhood are performed and
constructed.
en variedad terrena y humana; todos los grados
de calor y color, de amor y odio, de urdimbres
y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores
(Arguedas “No soy un aculturado…” 258)[1]
Como es común en la obra de José María Arguedas
(1911-1969), en su tercera novela, El Sexto (1961), todo lo que es malo
y vil se asocia con la realidad urbana, costeña y criolla (o misti, para
usar el término quechua para los criollos), mientras que las imágenes de la
población y motivos provincianos, andinos y quechuas tienen connotaciones
indudablemente más positivas.[2] Aun cuando la trama no tiene lugar
en el altiplano, la novela se ha interpretado con frecuencia como un ejemplo
más del choque entre estas dos cosmovisiones y culturas aparentemente
incompatibles. De hecho, varios diálogos parecen apoyar este enfoque. Así,
cuando un preso llamado Pedro argumenta que no existen diferencias entre él y
el minero Alejandro Cámac (un comunista en estado terminal que es el compañero
de celda del protagonista), un indígena aprista de Arequipa llamado Mok’ontullo
reacciona diciéndole que eso es imposible porque Cámac es un indio.
Mario Vargas Llosa es uno de los críticos que
apoyan esta perspectiva: “En realidad, la prisión es el decorado que usa
Arguedas para representar, igual que en Los ríos profundos, un drama que
lo hostigó toda su vida, el de la marginalidad, y para soñar desde allí con una
sociedad alternativa, mítica, de filiación andina y antiquísima historia,
incontaminada de los vicios y crueldades que afean la realidad en que vive” (La
utopía 212). Vargas Llosa considera la novela de Arguedas la mejor
articulación de lo que él considera “la utopía arcaica,” es decir, una
expresión del andinismo y el inmovilismo social; en otras palabras, un rechazo
a la modernidad y a la sociedad industrial. Ciro A. Sandoval y Sandra M.
Boschetto-Sandoval también han analizado el esquema anticolonización y el
“paradigma de reivindicación cultural” presentes en El Sexto.
Sin embargo, se ha prestado poca atención a otros
agentes importantes en estas estrategias de poder. En lo que supone una
inversión de lo que ocurre fuera de la cárcel, varios presos afroperuanos
(negros y zambos) están entre los más poderosos del presidio. Por el mismo
camino, hay una cuarta cultura que queda representada de manera prominente en
la novela, con lo que se añade combustible a una ya “incómoda” heterogeneidad:
tenemos un elemento añadido en un personaje anónimo de origen japonés que
parece haber sido encarcelado por vagancia (al igual que otro vagabundo en la
prisión, el Pianista) y al que un preso afroperuano conocido como Puñalada
llama despectivamente Hirohito.[3] De este modo, aun si se trata, como
han señalado varios críticos, una de las obras menores de Arguedas, El sexto
tiene el mérito de ser una de las primeras novelas peruanas en incorporar un
personaje japonés (o quizás nipoperuano).[4]
Si bien Cámac condena la degeneración moral que
permea a la sociedad capitalina (“—La corrupción hierve en Lima—dijo
[Cámac]—porque es caliente; es pueblo grande” [33]), el nivel de depravación en
la prisión de El Sexto es aun mayor. De hecho, Arguedas elige un cronotopo
específico para explorar las paradojas y dilemas de la nación peruana: el
penitenciario. La mayoría de los eventos narrativos de la novela quedan
subordinados a su sofocante atmósfera y a sus reducidas relaciones espaciales. Del
mismo modo, la conexión intrínseca entre las categorías espaciales y temporales
recontextualiza los puntos de vista y las ideologías de cada uno de los grupos
en El Sexto. Por medio de una alegoría nacional, este espacio abarrotado
confluye con el tiempo de la acción para convertirse en el centro organizador
del argumento, un laboratorio en el que los personajes tratan sin éxito alguno
de resolver las contradicciones sociopolíticas y las relaciones interculturales
en Perú. El entorno carcelario de El Sexto fuerza toda una serie de
interacciones sociales, intercambios culturales y luchas de poder que se hacen
eco de los que tienen lugar, a mayor escala, en el resto del país. Allí se
negocian asuntos relacionados con la afiliación política, la clase, el nivel
educativo, la etnia, la nacionalidad y la preferencia sexual, que a veces aparecen
mezclados en un discurso teleológico de pertenencia o no a la nación peruana. Las
cosmovisiones andina y criolla no son las únicas que colisionan y se ven
obligadas a redefinir sus respectivas reivindicaciones con respecto a la
peruanidad; varios hombres de descendencia africana se ven también forzados a
coexistir con otros presos de origen indígena (indios y “cholos”) y criollo, al
igual que les ocurre a los presos comunistas y apristas, a idealistas
instruidos y miembros de las masas iletradas, a militares y civiles u a homosexuales
y heterosexuales. Mientras que en condiciones normales los comunistas y
apristas, por ejemplo, se habrían evitado mutuamente fuera del presidio, e
Hirohito quizás se habría visto separado de los peruanos que no son de origen
japonés por el mostrador de una bodega o de una peluquería, en la cárcel (otra
heterotopía de desviación), este último no tiene dónde esconderse; no existe
otro miembro de su comunidad étnica que pueda ofrecerle protección. Le guste o
no, el personaje japonés, como el resto de los presos, tiene que compartir un
espacio común, interpretar su papel teatral y sufrir sus consecuencias
mortales.
Esta confusión de elementos dispares de la
sociedad provoca situaciones grotescas. En este contexto, en su estudio
de las bases de lo grotesco, Galt Harpham afirma: “In all the examples I have
been considering, the sense of grotesque arises with the perception that
something is illegitimately in something else. The most mundane of figures,
this metaphor of co-presence, also harbors the essence of the grotesque in the
sense that things that should be kept apart are fused together” (13). Desde esta perspectiva, el comportamiento
grotesco de Hirohito, así como los comentarios que otros presos hacen sobre él
lo retratan como un elemento extranjero que ha infiltrado tenebrosamente las
fronteras de la nación peruana. Aun cuando se podría argumentar que Gabriel, el
protagonista de El Sexto, tampoco puede integrarse en una realidad
violenta que no consigue comprender, al menos la considera su realidad y, por
esta razón, se esfuerza para encontrar soluciones sociopolíticas. En contraste,
en el caso de Hirohito su irredimible desarraigo impide que se le dé cabida en
las narrativas de la nación peruana sinecdóquicamente actuadas en la prisión.
Este japonés no debería estar allí; su incapacidad para pasar desapercibido en
la prisión lo hace aún más grotesco que el resto de sus compañeros. Además, la
absoluta dislocación que ha alienado a Hirohito también parece antagonizar a
otros personajes, quienes desconfían de todo lo que rodea al intruso: el
atuendo militar que llevaba cuando llegó a la prisión, su sonrisa misteriosa y
aparentemente falsa, su supuestamente simulada manera de andar e incluso las
razones por las que no encuentra un lugar secreto para defecar. En otras
palabras, en un submundo infernal de injusticia y barbarie, este sombrío
personaje que camina torpemente junto a los muros de la prisión y apenas
comprende el castellano representa el más obvio “otro”, un punto de ambigüedad
que algunos de sus compañeros de cárcel encuentran casi ofensivo. Su nivel de
abyección es notable incluso entre los miembros más miserables y degradados de
la sociedad precisamente porque no tiene cabida en la prisión ni, por lo tanto,
en el imaginario nacional de Perú. Sin embargo, nunca queda claro si ésta es en
parte la razón por la que Puñalada, uno de los líderes de las pandillas en la
prisión junto con Rosita y Maraví, siente la necesidad de torturarlo y
martirizarlo hasta que pierde la razón.
Castro-Klarén y
Madrid afirman que la obra de Arguedas “is anchored on the need and the search
for self-definition” (141). Por esta
razón, incorpora episodios de su propia vida, incluyendo su infancia. En
efecto, entre noviembre de 1937 y octubre de 1938, durante la dictadura de Óscar
Raymundo Benavides, Arguedas fue encarcelado en una prisión federal llamada El
Sexto y situada en la Avenida Alfonso Ugarte de Lima, por participar, junto con
otros estudiantes universitarios, en una agresión física al general fascista
italiano Camarotta, quien estaba por aquel entonces de visita en la Universidad
de San Marcos. Esta experiencia acabaría por marcar la vida del autor. Según
explica Vargas Llosa en La utopía arcaica, los indignantes actos de
violencia que presenció en El Sexto contribuyeron “a agravar, con una pesada
carga, la maltratada vida emocional de Arguedas, aguzando sus sentimientos de
inseguridad y su patética
identificación con los humildes y los indefensos” (110). Más tarde, Arguedas utilizó esta penosa experiencia como inspiración para su novela El Sexto, un testimonio ficcionalizado (o una “narrativa metatestimonial urgente” (699), como la llama Ciro Sandoval) en donde encontramos en Hirohito a uno de los personajes secundarios de origen asiático más memorables de la literatura latinoamericana. La historia la cuenta, con una prosa directa y vacía de experimentación formal, el alter-ego de Arguedas, un serrano de veintiún años llamado Gabriel Osborno, quien asegura no estar afiliado a ningún partido político. Este protagonista autobiográfico describe a los peores tipos sociales, quienes son responsables de las numerosas atrocidades que se cometen con total impunidad en la prisión. Después de tanto sufrimiento, tortura y hambre, varios presos, incluyendo a Hirohito, van progresivamente perdiendo la razón.
Notas
identificación con los humildes y los indefensos” (110). Más tarde, Arguedas utilizó esta penosa experiencia como inspiración para su novela El Sexto, un testimonio ficcionalizado (o una “narrativa metatestimonial urgente” (699), como la llama Ciro Sandoval) en donde encontramos en Hirohito a uno de los personajes secundarios de origen asiático más memorables de la literatura latinoamericana. La historia la cuenta, con una prosa directa y vacía de experimentación formal, el alter-ego de Arguedas, un serrano de veintiún años llamado Gabriel Osborno, quien asegura no estar afiliado a ningún partido político. Este protagonista autobiográfico describe a los peores tipos sociales, quienes son responsables de las numerosas atrocidades que se cometen con total impunidad en la prisión. Después de tanto sufrimiento, tortura y hambre, varios presos, incluyendo a Hirohito, van progresivamente perdiendo la razón.
El mismo Arguedas explica, en una carta que
escribió al doctor Murray en 1960, los principales temas de su novela: “¿Puede
Ud. Imaginarse lo que significaría para mí ver cómo los asesinos violaban a los
hombres hasta volverlos locos? Esa es la parte medular de mi novela. Pero
también el Sexto era un prisión política y juzgo con la libertad que he sabido
conservar a los líderes de los partidos aprista y comunista que conocí en el
Sexto” (Las cartas 50). Igualmente, en una carta escrita en 1961 a su amigo John, denuncia el novelista:
Odio desde la infancia el poder fundado en la
riqueza material. Y casi todos los que me rodean no persigue otro fin más alto
para sus vidas que ese miserable objetivo. Te parecerán ingenuas mis palabras,
pero a ti se te puede hablar con ingenuidad. El Sexto y todos mis
pocos relatos están plenos de odio a esta parte oscura del ser humano y de una
fe absoluta en que podrá vencer el mal. (Las cartas 65)
En efecto, si bien el narrador autobiográfico en primera persona y otros
personajes idealistas nunca pierden su fe en la posibilidad de construir un
Perú mejor para los más oprimidos y marginados de la sociedad, el desenlace de
la historia, como la muerte de Hirohito y del compañero de celda del protagonista,
es ciertamente pesimista. Incluso la valiosa libertad para hablar abiertamente de
política de la que disfrutan los presos de El Sexto queda contrarrestada por su
incapacidad para difundir sus ideas fuera de los muros de la prisión o a otros
presos, ya que la mayoría ha perdido la razón o están demasiado deshumanizados
como para que les importen esos asuntos.
Hirohito, un delgado preso japonés con una barba
rala y una sonrisa humilde y permanente, es una de las víctimas de la
brutalidad que reina incontrolada en El Sexto. Viste trapos sucios que se van
deteriorando aún más a medida que avanza el relato, y vive en el patio del
primer piso, que equivale al último círculo del infierno de Dante. Comparte
este siniestro espacio con asesinos y vagos, a los que se considera la escoria
de la sociedad. Dos de los presos más poderosos, Puñalada y Maraví, humillan
constantemente a los vagos usándolos como “paqueteros” que deben llevar sus heces
a las letrinas. Estos dos jefes de pandilla y sus secuaces, Colao y Pate’Cabra,
también violan a algunos de los presos, los golpean a placer y les privan de
todo tipo de dignidad humana. De hecho, estos abusos parecen funcionar como
válvula de escape y como una herramienta para demostrar su poder al resto de
los presos. En particular, el sádico Puñalada alivia su frustración por no ser
correspondido por Rosita, un preso homosexual y transvertido, humillando
constantemente a Hirohito. Además de patear al japonés en el estómago y el
pecho hasta dejarlo inconsciente por reírse de Maraví, en algunas de las
numerosas escenas escatológicas de la novela Puñalada hace que su víctima
defeque mientras baila o camina, o le da patadas para que caiga en sus propias
heces. Este último tiene tanto miedo que ni siquiera se atreve a doblar las
rodillas cuando usa la letrina. Estas circunstancias inevitablemente aceleran
el deterioro físico y mental del japonés, quien pasa el resto del tiempo
sacándose pulgas de los sobacos para comérselas o arrojarlas al suelo.
Cámac expresa su compasión por los presos más
humillados: “Aquí, en mi pecho, está brillando el amor a los obreros y a los
pobrecitos oprimidos” (27). De manera similar, Gabriel lamenta la patética
situación de tres presos: el sumiso Hirohito, el indefenso preso conocido como
El Pianista, quien perdió la razón tras repetidas violaciones, y un niño
indígena al que llaman Clavel, quien también se volvió demente luego de haber
sido utilizado como esclavo sexual. Para describir su propia pena, Gabriel se
fija en la cara de Hirohito, quien, a su juicio “trascendía una tristeza que
parecía venir de los confines del mundo, cuando ‘Puñalada’, a puntapiés, no le
permitía defecar” (23). Con un enfoque neo-naturalista, el narrador provee una
descripción detallada, en la primera escena en que aparece el japonés, de cómo
se quita los trapos para defecar lo más rápidamente posible, antes de que lo
vean Puñalada o Maraví. Estas grotescas situaciones, junto con su miedo,
también despiertan la curiosidad de otros presos, quienes se ríen y aplauden
cuando Hirohito termina de hacer sus necesidades. La única reacción defensiva
de éste consiste en mostrar su aliviada sonrisa y, según el narrador, su
felicidad. Nunca queda claro, no obstante, si su pasividad es una actuación
calculadamente defensiva o bien una prueba más de su demencia. A partir de esta
escena podemos concluir que, mientras que otros presos simplemente excluyen a
Hirohito de la narrativa de la nación, Puñalada, al prohibirle aliviar sus
necesidades primarias, parece ir más allá: prácticamente niega su derecho a
existir. En este contexto, Mikhail Bakhtin, en Rabelais and His World, asocia
esta función corporal tanto con la vida como con la muerte:
All these
convexities and orifices have a common characteristic; it is within them that
the confines between bodies and between the body and the world are overcome:
there is an interchange and an interiorization. This is why the main events in
the life of the grotesque body, the acts of the bodily drama, take place in
this sphere. Eating, drinking, defecation and other elimination (sweating,
blowing the nose, sneezing), as well as copulation, pregnancy, dismemberment,
swallowing up by another body—all these acts are performed on the confines of
the body and the outer world, or on the confines of the old and new body. In
all these events the beginning and end of life are closely linked and
interwoven. (93)
Al final, la agonía del japonés lo convierte en una especie de mártir, como
sugieren las palabras del narrador unas páginas más tarde: “En el japonés y el
‘Pianista’ había algo de la santidad del cielo y de la madre tierra” (106).
Como el protagonista de la novela de Augusto Higa La iluminación de Katzuo Nakamatsu, el personaje japonés de Arguedas se pasa
el día caminando. Pegado a los muros de la prisión, se desplaza desde las
letrinas a las esquinas, como si estuviera tratando de volver a su Japón natal.
Pero más aún que su constante caminar y sacarse pulgas, uno de sus rasgos más destacados
es su persistencia, como señala Gabriel: “No los machucaron, sin
embargo, hasta formar una masa sin nombre, como a los otros. En el cuerpo del
japonés se arrastraba el mundo, allí abajo; conservaba su forma, aun su
energía. De los wáteres a los rincones, caminando, o apoyado en la estaca,
llevaba un semblante que no muere” (106). Al contrario que el Pianista o los otros
vagos, quienes se resignan a chupar las sobras del suelo o la sangre de las
peleas, o que simplemente acaban por morir de hambre, Hirohito no duda en
luchar tenazmente por tener acceso al hombre que reparte la comida cada día. En
contraste con su dócil conformismo cuando Puñalada y otros lo humillan en las
letrinas, cuando Hirohito se empeña en conseguir comida, aguanta los empujones,
patadas y codazos de presos más fuertes que él y, cuando se le empuja hacia
atrás, vuelve aunque tenga que meterse por debajo de las piernas de los otros.
Estas escenas de resistencia lo separan claramente de las imágenes
estereotípicas de docilidad asiática en las Américas. El hombre afroperuano que
reparte la comida admira tanto la bravura de Hirohito que lo defiende de los
otros e incluso deja caer comida adicional en las manos de éste. No obstante,
una vez que el japonés ha devorado su ración, los presos que no han logrado
recibir comida alivian su envidia golpeándolo hasta que le hacen vomitar. De
nuevo, su única reacción es protegerse el estómago y sonreír. Los prisioneros
políticos sienten compasión por él y tratan de darle latas de comida, pero los
otros presos se las roban en el mismo día. Al final, el día en que Hirohito no
aparece a luchar por su ración de comida, todos se dan cuenta de que ha llegado
a su fin.
Aunque nunca se nos explica si Hirohito nació en
Perú o no, en algunas escenas no parece comprender bien el castellano. Además,
un preso llamado Prieto señala que “para maldita su suerte atravesó el Pacífico
en busca del Perú ¡que era de oro hace 500 años!” (25). Junto a su condición de
extranjero, el mero acto de cruzar el Pacífico quinientos años más tarde de
cuando tenía sentido, es decir, cuando Perú ya no estaba “hecho de oro”, parece
constituir el primer paso hacia su locura final. En cualquier caso, si de veras
se trata de un nikei peruano, otros personajes parecen concebirlo como si
representara una verdadera frontera humana de la nación peruana. Por ejemplo,
el narrador afirma: “Los vagos se fueron acercando a esa celda, aun el
japonés vino corriendo, encorvado, rascándose los sobacos” (89, énfasis mío). Igualmente,
cuando los presos se ponen a bailar, Hirohito se queda indiferente y, al
parecer, alienado, en su propio mundo: “El japonés se quedaba solo, rascándose,
apoyado en la estaca, sin comprender ni interesarse por el tumulto ni el baile”
(180). Y para añadir una prueba más de su extrañeza y torpeza, quizás debido a
su demencia, mientras que otros personajes temen al peligroso Maraví, Hirohito
es el primero en reírse cuando lo ve caminando embriagado en uno de los
pasillos. Seguidamente, Puñalada lo golpea tanto que morirá poco tiempo
después.
Como se mencionó anteriormente, Hirohito come
pulgas y defeca mientras baila. Es, sin duda alguna, un personaje grotesco y,
como tal, es no sólo una fuente tanto de afinidad como de antagonismo, sino
también de ambivalencia y ambigüedad. Como explica Geoffrey Galt
Harpham, “the grotesque is always a civil war of attraction/repulsion” (11). Es revelador el hecho de que si bien
Gabriel siente pena por este japonés al que describe como un “desperdicio
humano” (24), también desconfía de él. En sus graves diálogos y discursos sobre
Hirohito y los japoneses, negocia sus propios sentimientos de atracción y
repulsa por lo desconocido. Así, compara la permanente sonrisa de Hirohito y su
sucia cara con el anochecer rojo, inmenso y triste que ve desde su celda, que,
según él, “despertaba sospechas irracionales” (23) cuando uno lo miraba
directamente. Gabriel también especula sobre las motivaciones que tiene
Hirohito para sonreír tanto y sospecha que pueda incluso estar fingiendo su
torpe manera de caminar: “empezó a caminar con la torpeza, como fingida, con
que solía andar. Avanzó sonriendo hacia quienes aplaudieron. Con esa sonrisa
fija, humildísima, aplacaba a sus camaradas de prisión; aún, a veces, a
‘Puñalada’” (23). En ocasiones, el preso japonés consigue, en efecto, recibir
la conmiseración de sus compañeros. Por ejemplo, en otra escena, Puñalada “sonrió
tristemente” (64) como si de repente hubiera sentido compasión por el japonés,
después de darle un terrón de azúcar para que las pulgas le supieran mejor. En
cualquier caso, el gesto simbólico de darle un terrón de azúcar, algo que suele
asociarse más bien con un premio a un animal, indirectamente degrada y
animaliza al personaje japonés aún más que el hecho de comer pulgas. Otros
presos parecen quedar igualmente perplejos ante el comportamiento de Hirohito.
Debaten, por ejemplo, sobre las razones que tiene para no buscar un lugar
diferente para defecar. Si bien Gabriel argumenta que va a letrina como
mecanismo de autodefensa, es decir, como una manera de complacer a Puñalada y a
su pandilla, un preso llamado Prieto lo estereotipa argumentando que la
“disciplina japonesa” de Hirohito le impide actuar de manera diferente. Finalmente,
el aprista indígena Juan ‘Mok’ontullo’ provee una tercera teoría al culpar al
mismo Perú por esta estrambótica situación.
La prisión de El Sexto es también un lugar de
actuaciones cuasiteatrales tanto voluntarias como forzadas, en el sentido
metafórico así como en el literal. Mientras que se obliga a Hirohito a bailar o
a moverse mientras defeca, Clavel tiene que llevar ropa de mujer y los labios pintados
y, tras la muerte de Puñalada, algunos presos imitan su peculiar manera de
gritar los nombres de los presos. Los prisioneros políticos también recuerdan
la humillante y grotesca escena que tuvo lugar cuando Puñalada obligó al
Pianista a “tocar el piano” en las costillas del japonés mientras que se había
obligado a éste a tumbarse en el suelo y defecar. Además de forzar a algunos
presos a representar estas humillantes actuaciones, existen también actuaciones
voluntarias de “hombría”, como las demostraciones de poder de los jefes de las
pandillas; o de “femineidad”, como la manera que tiene Rosita de andar,
vestirse y cocinar para su “marido”, el Sargento; o de afiliación, como los
himnos políticos que cantan los comunistas y los apristas.
Hirohito es también un actor inconsciente. En este
experimento de construcción de la nación que tiene lugar entre los muros de la
prisión, él representa el “otro” absoluto contra el que se debe concebir la
nación. En medio de todos los sitios inestables de la nación construidos por
las diferentes luchas de poder que tienen lugar, el japonés acabar
personificando lo que con toda seguridad no es peruano. Los apristas, por
ejemplo, tratan de expulsar a los comunistas del cuerpo de la nación
acusándolos de vendepatrias, de vendidos a los soviéticos, o de haber
traicionado a Perú. Del mismo modo, los presos de origen indígena aseguran a
los comunistas que nunca serán capaces de sentir el mundo con la misma
intensidad que (e, implícitamente, de ser tan peruanos como) un hombre que ha
crecido entre los espectaculares paisajes de los Andes y que ha experimentado
el antiguo Perú. En contraste, Hirohito, con sus limitaciones lingüísticas y la
infranqueable barrera de su fenotipo extranjero (casi “antiperuano”), nunca
tiene el lujo de ser visto, en ningún momento del relato, como parte del cuerpo
nacional. Nadie puede excluir a un individuo que, en primer lugar, nunca ha
sido incluido en el discurso nacional o en las agendas políticas. Es
simplemente un obstáculo incómodo que ha de ser eliminado o al menos ignorado,
un forastero que no tiene cabida en ningún lugar y que no debería estar allí,
en medio del complicado proyecto de construcción de la nación. Por si su
extraño comportamiento y su aura misteriosa fueran poco, según Cámac llegó a la
cárcel vestido con indumentaria militar. Curiosamente, este detalle es
reminiscente de la moda japonesa que, como explica Seiichi Higashide en su
testimonio Adiós to Tears, se convirtió en el “people’s uniform
incident” para el FBI. Debido a este “uniforme”,
Cámac ve en su muerte el fin del militarismo japonés, aun cuando fue una
víctima inofensiva. Gabriel, sin embargo, rechaza estas acusaciones hostiles: “—Hermano
Cámac—le dije—. El militarismo japonés tiene su agregado en la Embajada. Este
‘Hirohito’ llevaba una representación más alta. Se levantará sin duda; no es
mortal” (107). Cuando Cámac muere también poco después y llevan los dos
cadáveres juntos a un camión, un militar especula sarcásticamente: “—El japonés va’fregar al cholo en el camino. Esto’
japonese’ ni muerto son tranquilo’” (138). En este ejemplo, por tanto, ya no se
presenta a Hirohito como un peligro para la seguridad nacional, sino como una
inoportuna molestia, como un estereotipo. En contraste, Gabriel se toma a
Hirohito en serio y les dedica palabras solemnes tanto a él como a su pueblo, cuando
se dirige al espíritu de su compañero de celda recién fallecido:
El japonés, ahora que no es ya sino espíritu,
recordará los cantos amados de su pueblo, que es tan martirizado como el nuestro.
Cantaréis juntos siempre porque a ti y a él, los echarán a la fosa común;
lanzarán tierra y piedra sobre ustedes, con desprecio. El Japón es un pueblo
más grande que el nuestro; pero no lo dejes ir allá, lo volverían miserable
otra vez. (138-39)
Arguedas, por medio de su narrador, expresa su profunda
compasión por el japonés, una de las víctimas inocentes de la barbarie de la
prisión y, por ende, de Perú. En el discurso de Gabriel se percibe un
sentimiento de fraternidad internacionalista hacia los japoneses, otra nación
que ha padecido injusticias a manos de sus gobernantes. En vez de ver a
Hirohito como un accidente en el camino de la construcción de la nación, elige
establecer paralelismos entre la opresión de las masas desamparadas de ambos
países. En cualquier caso, cabe señalar que, aunque la locura de Hirohito es
probablemente el resultado de los constantes abusos sufridos en la prisión, no
queda claro si su raza o etnia fueron un factor determinante en la manera que
lo trataron, particularmente si se tiene en cuenta que se trata todavía peor al
Pianista (un criollo) o a Clavel (un indígena), ambos violados en numerosas
ocasiones.[5]
Ciertos pasajes de El Sexto dan muestra de
la autoexploración de Arguedas, en particular cuando trata de comprender su
país por medio de paralelismos entre la prisión y la sociedad peruana. Así,
Cámac pregunta: “¿Dónde está la diferencia entre el negocio de ésos, de afuera,
y de éstos, aquí dentro?” (26). En la misma línea, cuando Alfonso Calderón le hace una pregunta sobre las
experiencias que inspiraron El sexto, Arguedas no sólo describe la
prisión como un microcosmo del país, sino que también expresa su convicción de
que la vida urbana pervierte a los ciudadanos:
Encontré allí lo que los sociólogos llaman una
‘muestra completa’ del Perú. Entre los quinientos presos que estaban, desde los
sujetos más pervertidos por la ciudad hasta los dirigentes y militantes
políticos más puros, los más esclarecidos y serenos y los fanáticos,
distribuidos en pisos libremente comunicados por escaleras. Vi allí también lo
que aún seguiría llamando infernales escenas y conflictos sexuales. (El
Zorro 405)
En medio de los esfuerzos literarios de Aruedas para comprender la
peruanidad y para reconciliar los mundos andino y criollo, encuentra un signo
de interrogación en el personaje japonés, quien acaba por complicar aún más un
situación ya de por sí enrevesada. ¿Cuál es el papel de Hirohito en el
conflicto entre los dos Perús, el indígena y el criollo? Si es cierto que se
puede concebir la prisión de El Sexto como un microcosmos de la injusticia y el
ultraje que reina en el país en el momento en que Arguedas escribió la novela,
se podría argüir también que este japonés anónimo y desventurado puede verse
también como una sinécdoque del dilema de su comunidad. Más aún, los personajes
andinos o serranos, quienes, como Arguedas y su alter-ego protagonista,
conciben la ciudad como la fuente de todas las impurezas y perversiones,
encuentran en el japonés la más extrema extrañeza; como se señaló anteriormente,
consideran su cara, su sonrisa, su atuendo, e incluso su manera de andar
sospechosos. En este contexto, Anne-Marie Lee-Loy, refiriéndose a los chinos en
la literatura de las Antillas de habla inglesa y a las narrativas que se usan
en la articulación de la identidad nacional como “pertenencia”, explica: “There
is more than one way to imagine the boundaries of national belonging, and the
fictional images of the Chinese capture this inherent instability” (4). A mi
juicio, lo mismo puede afirmarse de la imagen del japonés en El sexto. En
esta “muestra” de la nación que encuentra Arguedas en la cárcel, Hirohito
representa la liminalidad entre lo peruano y lo no peruano, la frontera humana
de la nación. Es más, su aspecto y comportamiento misteriosos tipifican la
naturaleza engañosa de todo lo urbano. Al igual que las aberraciones sexuales
que tienen lugar en la prisión, el lastimoso comportamiento de Hirohito
contribuye a justificar el ethos antiurbano de los serranos.
En esta novela, Arguedas muestra tener una
fascinación neonaturalista con todo lo repugnante y opresivo que encuentra en
la sociedad. Describe numerosas escenas grotescas que enfatizan las necesidades
corporales primarias que tienen que ver con la comida, el sexo y la evacuación.
Con respecto a la excreción, al principio del relato, por ejemplo, se nos
cuenta que el alcaide ha ordenado a los soplones que cubran las bocas de los
prisioneros políticos con las heces de los vagos. Además, los jefes de las
pandillas ordenan a sus “paqueteros” que lleven sus excrementos, envueltos en
periódicos, a las letrinas. Por lo que respecta a la alimentación, la comida de
la prisión está podrida, Hirohito come pulgas y los vagos lamen el suelo en
busca de sobras o de sangre, o comen basura y escupiduras de los que han tenido
la suerte de comer algo. A su vez, las escenas sexuales reflejan exhibicionismo
y violación individual o en grupo. Dentro de esta amplia muestra de escenas
grotescas en la novela, Arguedas ha encontrado en Hirohito la personificación
de lo estrafalario. Si bien los aspectos más grotescos relacionados con lo
sexual quedan representados por otros personajes (el transvertido Rosita, los
violados Clavel y el Pianista o el vago afroperuano que muestra su inmenso pene
por unos centavos), Hirohito es la pieza central en las escenas que tienen que
ver con la evacuación o la alimentación grotescas. Es, de hecho, su resolución
con llegar a la primera línea en las escenas de reparto de comida y con comer
tan rápido como pueda, así como su obsesión con defecar sin ser descubierto por
su némesis, Puñalada, lo que hace que este personaje secundario sea memorable.
En último término, todas estas escenas degradantes unen inextricablemente la
fisiología humana a los conflictos sociopolíticos y culturales. Los
intercambios sociales y corporales se hacen inseparables: el deterioro
progresivo y la muerte final del cuerpo grotesco auguran una degeneración
similar en el campo de lo social.
En El Sexto, Arguedas exhibe una actitud
aparentemente progresista en defensa del pueblo indígena y de un inocente
miembro de un grupo minoritario, la comunidad nikei. Sin embargo, estos pasajes
quedan contrarrestados por la homofobia subconsciente y el tono un tanto
racista que caracteriza el resto de la novela. Como indica Vargas Llosa en La
utopía arcaica, Cámac parece haber convencido a Gabriel de que la
homosexualidad jamás podría tener cabida en el mundo andino, pues se trata
simplemente del resultado del vicio urbano: “Lo hubiéramos matado en su tiempo
debido, si hubiera sido. Allá no nacen” (34), argumenta Cámac en El
sexto. Asimismo, Vargas Llosa
continúa, Arguedas describe a los personajes negros y mulatos de manera muy
negativa y ve también el mestizaje con sospecha:
El andinismo y el afán de conservar la tradición
quechua en su mayor pureza generan el inconsciente racismo que informa la
novela: la distribución de cualidades morales y espirituales según la condición
étnica de las personas. Ya hemos visto que los serranos en la novela tienden a
ser buenos, generosos y virtuosos, en tanto que los costeños, sobre todo si son
negros o mulatos, se los diría condenados a la crueldad, codicia y corrupción.
Lo que dicta esos sentimientos, más todavía que el prejuicio contra el hombre
de color, es el sueño de la pureza étnica—otra pieza clave de la doctrina
indigenista—, el oscuro temor de que la hibridación racial, el mestizaje, la
confusión de razas, puedan destruir la integridad del pueblo quechua. (La
utopía 220)
Los comentarios de Vargas Llosa son reminiscentes de la notoria polémica
entre Arguedas y otro escritor del Boom, el cosmopolita Julio Cortázar. En su
famosa “Carta a Roberto Fernández Retamar”, que envió desde París en 1968, este
último había condenado el excesivo nacionalismo y el telurismo provinciano de
algunos escritores latinoamericanos. A su juicio, toda literatura concebida
como exaltación de lo local o influenciada por una perspectiva etnológica o
folclórica era un tipo de nacionalismo o incluso de racismo. Arguedas se sintió
insultado por estos comentarios y respondió, también en una carta pública
publicada en la revista Amaru, defendiendo su literatura comprometida en
defensa del indígena y burlándose del argumento del argentino con respecto a
que un escritor podía descubrir las auténticas raíces de Latinoamérica mejor
desde Europa que desde la posición provinciana del que nunca sale de su país.
La polémica continuó más tarde en cartas enviadas a la revista Life, al
periódico El Comercio e incluso en novela póstuma e inclusa de Arguedas El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1969).
En conclusión, aun cuando El Sexto tiene el
mérito de ser una de las primeras novelas peruanas en incluir un personaje de origen
japonés, este elemento de la nacionalidad y cultura peruanas se incorpora por
medio del prisma de lo grotesco. Inspirado en hechos reales, el personaje de
Arguedas sitúa al grupo étnico que representa en las afueras de la peruanidad.
Es una suerte de frontera humana, el “otro” contra el que se construyen y
actúan todas las contradicciones de la nación peruana. La demencia y alienación
de Hirohito, así como los repugnantes actos a los que se ve obligado a llevar a
cabo lo convierten en una fuete de risa y de pena para los otros presos. Su
apariencia anamórfica, que provoca tanto simpatía como asco en los demás, se
convierten en última instancia en una extraña distorsión del elemento japonés
en la cultura peruana.
Obras citadas
Arguedas, José María. Las cartas de Arguedas. Ed. John V. Murra and
Mercedes López-Baralt. Lima: Pontificia Universidad Católica del
Perú,
1998.
---. El sexto. Lima: Horizonte, 1969.
---. “No soy un aculturado…” El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Ed.
Eve-Marie Fell. Madrid: ALLCA XX/Fondo de Cultura Económica,
1996.
256-58.
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Higashide, Seiichi. Adiós to Tears: The Memoirs of a
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prefacio, Elsa H. Kudo; epílogo, Julie Small. Seattle:
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Washington Press, 2000.
Lee-Loy, Anne-Marie. Searching
for Mr. Chin. Constructions of Nation and
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Sandoval, Ciro A. “‘El Sexto’ de José María Arguedas: espacio entrópico de hervores
metatestimoniales”.
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and Sandra M. Boschetto-Sandoval. “José María Arguedas’s El Sexto:
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Sandoval and Sandra M. Boschetto-Sandoval. Athens, Ohio: Ohio University Center for
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Vargas Llosa, Mario. La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del
indigenismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica de México, 1996.
[1] Este artículo se publicó
previamente en inglés en la revista académica Chasqui.
[2] José
María Arguedas Altamirano nació en la provincia de Andahuaylas en el sur de los
Andes peruanos. Aunque era mestizo, creció en una comunidad quechua. Se dice
que aprendió a hablar quechua antes que el castellano, pero sólo parte de su
poesía se publicó en quechua. Se sabe, igualmente, que escribía su poesía en
quechua antes de traducirla al castellano. Arguedas escribió el resto de su
poesía, sus novelas y sus textos autobiográficos en castellano. Junto con Ciro
Alegría y Manuel Scorza, se considera a Arguedas uno de los tres grandes escritores
indigenistas de Perú. Escribió numerosos estudios antropológicos, las colecciones
de cuentos Agua. Los escoleros. Warma Suyay (1935), Amor
mundo y todos los cuentos (1967) y Cuentos olvidados (1973);
las novelas Yawar fiesta (1941), Diamantes y pedernales (1954), Los
ríos profundos (1958), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba
y el zorro de abajo (1971); y los poemarios Túpac Amaru Kamaq
taytanchisman. Haylli-taki. A nuestro padre creador Túpac Amaru (1962), Oda
al jet (1966), Qollana Vietnam Llaqtaman / Al pueblo excelso de Vietnam
(1969) y Katatay y otros poemas. Huc jayllikunapas (1972). Con El
sexto, Arguedas ganó en 1962, por segunda vez, el Premio Nacional de Fomento
a la Cultura Ricardo Palma.
[3] Además del japonés, parece haber un preso
chino, uno de los matones de Maraví, en la cárcel. Aunque en Latinoamérica, el
apodo El Chino no garantiza necesariamente un origen chino (después de todo, se
conoce al ex-presidente nikei Alberto Fujimori como El Chino), el hecho de que
las palabras “el chino” no se escriban con mayúscula en la novela sugiere que
se trata de veras de un hombre chino o sinoperuano. No obstante, en otras
escenas se describe a este mismo personaje como “un hombre achinado” (31). Este
personaje está a cargo de vigilar a Clavel, el niño indígena del que se abusa
sexualmente, y de seguirlo las pocas veces que se le permite salir de la
cárcel. El Chino también golpea al Pianista en otra escena.
[4] Junto con Sara Castro-Klarén y Alberto
Moreiras, Phyllis Rodríguez-Peralta también ha señalado las limitaciones
estéticas de la novela: “In El Sexto Arguedas tried to paint a humanity
capable of triumphing over sur-rounding brutality. Unfortunately,
faceless prisoners, the constant cacophony of political dissension, and the
obvious division of art and politics lessen his success” (227).
[5] En la novela póstuma de Arguedas El
zorro de arriba y el zorro de abajo, existe un breve ejemplo de xenofobia
contra los japoneses: “La procesión se detuvo un instante frente al mausoleo de
un antiguo comerciante japonés que había sido principal en el puerto cuando fue
puerto algodonero. El mausoleo era tan nuevo como el arco y estaba frente a él,
reluciendo. Moncada alcanzó allí a la multitud, pero cara el médano; dio media
vuelta, militarmente, bajó su cruz, como si fuera una escopeta, la apuntó hacia
el mausoleo:
—Japonés
solito—dijo—. Forastero. ¡Te mato a ti, mato a todos!” (64).
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