Alguna que otra vez
mis amigos segovianos me han acusado de haberme vuelto demasiado políticamente
correcto. Como responde mi hija a casi todo lo que le pregunto: puede que sí y
puede que no. En fin, últimamente se me despiertan sentimientos ambivalentes
cuando veo en los medios sociales bromas sobre "Españistán". Este a
priori gracioso neologismo me desagrada un poco y voy a explicar por qué.
Aparte de que denota un (justificado o no) fatalismo y una resignación que me
parece un poco deprimente, también me recuerda a un comentario xenófobo y
racista que escuché en Rusia el año pasado. A mediados de abril hice un viaje
nocturno en tren litera de San Petersburgo a Moscú. Como se tardaba unas nueve
horas en llegar, pensé que lo más cómodo sería viajar por la noche durmiendo.
El tren salía a la una de la mañana, así que caí desplomado en una de las
cuatro literas del vagón y no tardé en quedarme dormido.
Para mi desgracia (o mi suerte), al
poco tiempo entraron tres hombres rusos y se pusieron a beber vodka
alegremente, echando unas carcajadas escandalosas. Por mucho que la encargada
de nuestro vagón les rogaba que bajaran la voz, no había manera: los tres amigos
y su vodka se habían vuelto indomables. Dos horas después de intentar
desesperadamente meterme los tapones aún más dentro del oído, decidí bajarme de
la litera y decirles que ya estaba bien. Me bajé decidido y dispuesto a imponer
la ley, pero inmediatamente uno de ellos, sonriente, me echó un brazo al hombro
y con la otra mano me puso un vaso llenito de vodka ruso a los labios. Yo,
claro, le dije que no gracias, que no eran horas. Sólo uno de los tres sabía un
poquito de inglés rudimentario, las suficientes palabras para informarme de que
se trataba de un brindis "¡Por Rusia!" En aquel momento no me pareció
oportuno ofender el fervor nacionalista de tres señores borrachos, así que
acabé haciendo el brindis de un trago, como ellos. No había puesto el vaso en
la mesita todavía, cuando ya tenía el segundo vaso en los labios. Horrorizado
les dije que yo lo que quería era dormir, que me esperaba un día agotador en
Moscú al día siguiente. Supongo que no me entendieron, pero mis gestos no
podían ser más claros. Entonces, el traductor improvisado me dio a entender que
en Rusia siempre se hacen dos brindis; no uno. Sí, claro, le dije, pero no hubo
quien se resistiera a la insistencia de esos tres curiosos borrachines. En fin,
luego insistieron en que era la penúltima, la última… y al final, el vodka
empezó a saberme mucho más rico y llegué a Moscú cantando las glorias de la
imperial Rusia.
A pesar del sueño que pasé al día
siguiente, todavía tengo un grato recuerdo de aquella noche: de mi sorpresa al
darme cuenta de que se acababan de conocer también ellos y al ver todo lo que
se puede conocer de la vida de una persona que no habla tu idioma solo con las
fotos en un ordenador portátil. La verdad es que no pudieron ser más amables:
no me dejaron pagar el té del desayuno y uno de ellos, que iba a Moscú a una
entrevista de trabajo, se ofreció amablemente a darme un tour de la Plaza Roja
y el Kremlin. Desgraciadamente no era el traductor, sino un veterano de la
guerra de Afganistán y cinturón negro de karate que apenas sabía dos o tres
palabras de inglés. Entre las pocas que pude entender fueron las de
"americanos imperialistas", al poco tiempo de decirle que vivía en
California. Como sólo sé tres palabras en ruso, no me dio para informarle de
que me parecía irónico que un ruso de mi generación acusara a nadie de
imperialista. En cualquier caso, una vez en la Plaza Roja se ofreció a hacerme
mil y una fotos, me dio su teléfono para que le llamara al día siguiente, me
compró un icono carísimo de regalo y me enseñó cómo oran los cristianos
ortodoxo. Yo no paraba de darle mis más sinceras gracias por su amabilidad y
por la excelente imagen que me estaba dejando de los rusos, hasta que un
momento dado, le vi quedarse mirando a un grupo de jóvenes más oscuritos que él
y luego mover la cabeza de derecha a izquierda con resignación antes de afirmar
en perfecto inglés: "These are our Mexicans". Luego me explicó que
eran inmigrantes de los países "-stán", como se dice allí
despectivamente, y que causaban los mismos problemas que los mexicanos en donde
yo vivía.
Sobra decir que se me cayó el alma a
los pies: toda mi excelente imagen de mi nuevo amigo ruso se me desmoronó en ese
momento. El desprecio racista y xenófobo de su frase me borró la sonrisa de la
cara. Acostumbrado a escuchar y leer de vez en cuando comentarios despectivos contra
los inmigrantes mexicanos (casi dos millones de los cuales han sido deportados
por la administración de Obama y una de sus ministras, que es, desde ayer, la
nueva rectora de la universidad donde trabajo), me imaginé las penurias que
debían de pasar algunos de estos inmigrantes de los países "-stán" en
Rusia, un país bastante menos "políticamente correcto" que Estados
Unidos, a juzgar por las leyes homófobas del gobierno de Putin.
Desde ese día, por tanto, el
neologismo "Españistán" me dejó de hacer gracia alguna. Sé que el
español medio no sabe prácticamente nada de los países "-stán", aparte de
que en su día formaron parte de la Unión Soviética y que tienen algún que otro equipo
de fútbol y ciclismo famoso porque hay un millonario suelto por allí que suelta
la pasta, pero no por ello se justifica el rancio hedor a superioridad cultural
(e indirectamente económica) que, en mi opinión, evoca el término. Vale. Ya
podéis todos mandarme un correo electrónico cuando queráis para recordarme lo
políticamente correcto que me he vuelto.
*U.S. copyright law prohibits reproduction of the articles on this site "for any purpose other than private study, scholarship, or research" (see Title 17, US Code for details). If you would like to copy or reprint these articles for other purposes, please contact the publisher to secure permission.
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