Palabras clave: Andrés Laguna, Segovia, judío, converso
Por Ignacio López-Calvo
Publicado en Andrés Laguna: Humanismo, ciencia y política en la Europa renacentista. Congreso Internacional Andrés Laguna. Segovia. 22-26 Nov. 1999
Por Ignacio López-Calvo
Publicado en Andrés Laguna: Humanismo, ciencia y política en la Europa renacentista. Congreso Internacional Andrés Laguna. Segovia. 22-26 Nov. 1999
En el seno de la novelística latinoamericana de los últimos años ha tenido lugar un renovado interés por los enfoques que reconstruyen, de alguna manera, la biografía o identidad de judíos, conversos y criptojudíos. Gracias el éxito editorial y crítico de obras como Las genealogías (1981), de la mexicana Margo Glantz, La extraña nación de Rafael Mendes[1] (1983), del brasileño Moacyr Scliar, Mestizo (1988), del argentino Ricardo Feierstein, o La gesta del marrano (1991), del argentino Marcos Aguinis, muchos otros textos han visto la luz siguiendo las mismas premisas. Al mismo tiempo, en Europa renace el interés por la vida de los otros judíos, conversos, cripto-judíos y sus descendientes, es decir, aquellos que, en contraste, optaron por buscar su supervivencia quedándose en la tierra que los vio nacer, en lugar de lanzarse a la aventura lejos de las fronteras nacionales. Uno de ellos fue aquel misterioso segoviano o segoviense (como el mismo se apodaba) nacido en la calle del Sol, en la judería, y que prestó su nombre a uno de los institutos de enseñanza media de la ciudad.
En 1887 Joaquín Olmedilla escribió una biografía titulada Estudio histórico de la vida y escritos del sabio español Andrés Laguna[2], que sería posteriormente complementada por las investigaciones de Colmenares y de Teófilo Hernando. Entre todos ellos sacaron a la luz lo novelesco de la vida del doctor Andrés Laguna, tanto o más que cualquiera de los otros protagonistas de las obras antes mencionadas. Sin embargo, no son las patrióticas, quizás bienintencionadas exageraciones de los biógrafos españoles, sino los desvelamientos, probablemente mucho más objetivos, que ofrece el estudio de Marcel Bataillon Le docteur Laguna, auteur du voyage en Turquie[3], los que nos permiten ver que que aquel segoviano del siglo XVI era un personaje mucho más novelesco aun, precisamente por la cantidad de deseos frustrados y penurias que se pueden adivinar entre las líneas autobiográficas. Lo fascinante de su vida, sin embargo, no es ni el imaginado origen noble que le otorgaban algunos, ni los supuestos años junto al pie de tronos de reyes, emperadores o papas, como aseguraban otros, sino más bien los probables sueños no cumplidos, envidias escondidas y su eterno esfuerzo por ser integrarse y ser aceptado por los suyos. Tanto más que sus nada despreciables publicaciones y logros médicos, fueron los conflictos mentales y una (fácilmente imaginable) lucha encomiada por salir de los márgenes, los que lo convirtien en un personaje, como se mencionó, encarecidamente novelesco. ¿Por qué todas esas exageraciones y falsedades? Para responder esa pregunta, habría que elucubrar cómo se escribe la historia, por qué se falsea y cuáles son los lazos indisolubles entre el discurso y el poder. Pero no es ese el propósito de este estudio, sino el de tratar de reconstruir con los datos que tenemos quién fue este entrañable segoviano europeísta.
Primeramente, para comprender su actitud, sus comentarios y su vida, hay que situar en primer plano el instinto de supervivencia que dominó la vida de muchos conversos y descendientes de conversos de la época. No se puede entender si no, tanta ostentación de su devoto catolicismo, ni la razón por la que tantos hijos de conversos fueron ascetas y místicos: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, fray Luis de León (si bien éste no lo sabía), San Juan de Dios, etc. La obsesión por demostrar al mundo la sinceridad de su cristianismo, y aun más, la profundidad de este les llevó a esos extremos que, de tanto querer seguir el camino demarcado, los hizo heterodoxos.
Para acercarse a la imagen que se tenía de los judíos en Europa, sirve contemplar la representación que hace de ellos El Bosco en su cuadro Cristo con la cruz. En este sentido, Caro Baroja explica cómo a uno se le podía considerar de “mala raza” o “casta” por el simple hecho de haber mamado la leche de una nodriza de origen judío o morisco[4]. Se llegó incluso a estar orgulloso de tener el sambenito de un familiar colgado en la iglesia, por ser ello prueba de cristianismo, aunque fuera del nuevo. Desde el mismo prisma, la obsesión por la pureza de sangre, hizo que se despreciara a los hijos de los conquistadores por ser fruto del mestizaje. A pesar de que, al contrario que los conversos portugueses, andaluces y levantinos, los de Castilla se fueron adaptando al cristianismo, la sospecha de sangre impura, de herejía luterana o calvinista, de apostasía judaizante o morisca, era una sombra que nunca abandonó a estas grandes figuras históricas.
Si bien dicha coyuntura no llevó a Laguna hacia la vía mística, es cierto que defendió la postura contrarreformista de la corona española por toda Europa, y más concretamente en Metz, como él mismo explica orgulloso. En esa ciudad, que en aquel entonces era territorio alemán, contribuyó a mantener a las gentes “en devoción, obediencia y oficio al Emperador y a la Religión”. En un momento en que en la Europa cismática todo eran burlas a la obsesión española por presentarse como descedientes de los visigodos, cuando la mezcla con sangre mora y judía era obvia, Laguna supo defenderse de los constantes ataques con el único arma que le proporcionaban sus estudios de oratoria y dialéctica. Tuvo que enfrentarse en solitario a las consecuencias del fracaso de las guerras religiosas de su rey, a los efectos devastadores de la peste, del peligro turco y del continuo enfrentamiento entre Carlos V, Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. El niño que, como sus amigos y vecinos los hermanos Antonio y Luis Coronel, seguramente creció entre insultos referentes a su nariz o a su olor, bajo la mirada inquisidora de sus conciudadanos que lo acusarían de judío o de marrano, acabó convirtiéndose paradójicamente en otro de tantos defensores a ultranza de los valores católicos que, sin embargo, tenían sangre hebrea. Sin ir más lejos, tenemos el ejemplo del autoritario Diego de Espinosa, nacido en 1502 en Martín Muñoz de las Posadas, que a pesar de ser de linaje de cristianos nuevos, llegó a ser un temido gran inquisidor, y tuvo la mitra de Sigüenza y el capelo cardenalicio.
La posición social del padre de Laguna, producto de sus labores como médico, y la protección de don Diego de Rivera, obispo de Segovia al que dedicó su libro Anathomica Methodus, le permitieron salir adelante y cursar estudios en centros en los que no se permitía licenciarse a hijos de converso. Sólo si tenemos presente el miedo, las denuncias, las bromas pesadas y la angustia que hubieron de padecer estas gentes, podremos comprender el origen de algunos de los hirientes comentarios que el mismo Laguna hizo sobre la judaica nación de su bienamado padre. El ambiente de la época no era el más propicio para el disentimiento: Laguna debió de presenciar o al menos oír de los procesos de otros segovianos, como Gabriel Sotomayor y Alonso de Castillo, vecinos de Aillón, penintenciados por incredulidad sobre la confesión y protestantismo, respectivamente. Tenemos prueba del cuidado por parecer cristiano que debió de tener el padre de Laguna, en el hecho de que bautizara a sus hijos con los indudablemente cristianos nombres de Melchor y Gaspar. Igualmente, dan prueba las profesiones elegidas por estos hermanos de Laguna, quienes, gracias a su intercesión en el Vaticano, obtuvieron beneficios eclesiásticos.
De este temor seguramente, nacen los comentarios antisemitas que aparecen en sus escritos. En su Dioscórides, por ejemplo, dice irónicamente que Dios, como prueba de su amor por el pueblo hebreo, hizo que el bálsamo, la planta más medicinal, creciera solamente en Judea y la parte vecina de Egipto, “el cual tan singular beneficio en gente tan ingrata y perversa, fue sin duda mal empleado por donde convertido el amor en odio y los regalos en duros palos y azotes, con cien mil persecuciones y afanes, les dio después Dios a los judíos el pago, que por su ingratitud merecieron”. En otro pasaje del mismo libro, se burla de los judíos de Venecia que compraban a precio de oro la tierra que, según los marineros que volvían de Jerusalén, había sido cogida en el Templo de Salomón. Ansiaban enterrarse en ella, “porque como tengan ya perdida la esperanza de colocar bien el ánima, por haber conspirado contra el que les ofrecía el cielo, solamente son de cuerpo solícitos, y así procuran los que tienen facultad para ello, dejarle envuelto en la tierra de promisión, de la cual por sus iniquidades fueron expulsos y desterrados”. Cuesta creer la sinceridad de tales burlas, cuando consta en dedicatorias y en la lápida de bronce que dedicó en 1557 a su padre, el licenciado converso Diego Fernández de Laguna, en la iglesia de San Miguel, que lo amaba encarecidamente. Es significativo, además, que en el sepulcro mandara inscribir el nombre judío Iacobo, en lugar de Diego, por el que se le conocía públicamente, lo cual podría tomarse como un gesto de autoafirmación de su herencia hebrea hacia el final de su vida. En el escudo familiar que muy probablemente diseñó con el objeto de empezar un nuevo linaje de cuyo oscuro origen el paso del tiempo se encargaría de borrar, dejó inmortalizada su peregrinación a Santiago de Compostela, como prueba de la sinceridad de su fe. Más triste aun, parece la ingratitud con que trata a Amato Lusitano (Juan Rodríguez Castello Blanco), su compañero de promoción que, por ser abiertamente judío. Se ha señalado que a pesar de que Lusitano elogió generosamente a Laguna en sus escritos, este no le correspondió por miedo a ser identificado con su condición de judío, que había llenado su vida de desprecios y persecuciones. Lusitano estudió con él en Salamanca y ambos fueron alumnos del afamado maestro de dialéctica Enrique Henríquez. Laguna, además, lo sucedió como médico del embajador del Rey de Portugal, y no es difícil sospechar que fuera gracias a la recomendación del portugués. Su instinto de supervivencia lo llevó a obrar así. Sus amigos, los hermanos Coronel, evitaron igualmente toda comparación de sus comentarios a las “responsa” rabínicas o al Talmud: “vivieron siempre al parecer, preocupados por que sus opiniones como teólogos y hombres de letras no fueran interpretadas en función del origen”[5].
Es posible que una de las grandes frustraciones del docto segoviano fuera el tener que presenciar cómo la vida le concedía a sus condiscípulos lo que a él siempre le negó. En 1550 el Papa Julio III, (al que los historiadores judíos consideran uno de sus mayores perseguidores) siguiendo los consejos de Carlos V y Cosme de Médicis, requirió los servicios de Amato Lusitano. Asimismo, otros de sus condiscípulos de Salamanca, como Juan de Aguilara, y maestros como Ruellio, fueron médicos del Papa Pablo III. Laguna, en cambio, tuvo que conformarse títulos honoríficos, sin llegar nunca a pertenecer de hecho a la cámara de los papas. La frase de Laguna “hace quince años que purgo y sangro,”[6] da idea de una cierta frustración y de su lamentable estado de ánimo.
Como se indicó antes, los biógrafos españoles no sólo adelantaron nada menos que una década su fecha de nacimiento, sino que también exageraron notablemente la lista de sus éxitos. No obstante, el de 1545 fue, por fin, un año de logros para de este segoviano que apenas vivió en Segovia. El 10 de noviembre se le concedió el doctorado honoris causa en la Universidad de Bolonia. Este reconocimiento público debió de significar una pequeña venganza para él, puesto que su condición de hijo de converso le impedía doctorarse en Toledo, Salamanca o Valladolid. El 28 de diciembre del mismo año el Papa Pablo III lo nombró caballero de San Pedro, aunque cabe tener en cuenta que la orden pontificia vendía este tipo de títulos al mejor postor. Sin abandonar a su cardenal Mendoza, puesto que se trataba solamente de un reconocimiento honorífico, en 1551 recibió de manos del Papa Julio III el título de médico pontificio, dato que con orgullo inscribiría en bronce en el sepulcro de su padre en la iglesia de San Miguel: “ANDREAS LACVNA FILVUS MILES SANCTI PETRI”.
Andrés Laguna pasó gran parte de su vida viajando por Europa al servicio de numerosos cardenales. Es probable, como se ha indicado, que su mismo padre le aconsejara salir de España, para librarse de la persecución que sufrían los conversos. Su amor por la patria chica nace, así pues, de la nostalgia que suele acompañar al expatriado. Otros segovianos influyentes como Domingo de Soto o los mismos hermanos Coronel, lo acompañaron en sus correrías europeas, lo que no es de extrañar si consideramos que los 33.000 habitantes que tenía Segovia en el siglo XVI, la convertían en una de las ciudades más pobladas de la Península. En París, por cierto, estaban también en la época Íñigo de Loyola y Erasmo.
Es innegable que Andrés Laguna gastó muchas de sus energías en medrar y estar a bien con los poderosos, de cuya amistad tanta ostentación hacía en ocasiones. Dedicó, por ejemplo, De re rustica a Carlos V cuando se hallaba de paso en la ciudad de Metz, a pesar de que, es de suponer, para un segoviano de pro no sería fácil mostrar aprecio por este rey extranjero que ni vivía en España ni había conseguido aprender la lengua castellana hasta bien entrado su reinado y que, por encima de todo, era responsable de la ejecución del heroico Juan Bravo, que puso fin a las guerras de las Comunidades en Castilla. En la misma línea, parece ser que en 1539 viajó a Toledo con la intención de atender a la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, cuyo embarazo se había complicado a causa de un catarro. Para decepción suya, nunca se requirieron sus servicios. En 1548 se esforzó, asimismo, por entablar contacto con el príncipe Felipe en Roma, al que más tarde enviaría desde Amberes una lujosa copia de su Dioscórides dedicada a su persona.
En cambio, existe otra dimensión mucho más subversiva e interesante del contradictorio “segoviense”. Para empezar, la Inquisición tuvo que censurar varios pasajes de su Dioscórides referentes al aborto, la lujuria y la esterilidad. Hernando menciona, igualmente, las críticas que hizo al sistema médico y docente en España: “Debe ser desventura fatal y siniestra constelación de los reinos de España, que no sepamos enseñar virtud, ni letras a un niño, sino a poder de azotes y mojicones, ni darle salud sino abriéndole las entrañas y enteramente matándole, lo cual en Italia y en otras partes se hace con mil blanduras y amorosas delicadezas”. Se atrevió, incluso, a criticar las guerras fratricidas de los gobernantes europeos en su célebre discurso “Europa que a sí misma se atormenta” dictado en Colonia. Dicho sea de paso, el europeísmo de que hace gala en sus declaraciones públicas contrasta con ciertos efluvios xenófobos que despiden algunas de sus opiniones médicas, como es el caso en que recomienda que los médicos adquieran conocimientos experimentando y haciendo pruebas con pacientes de tierras extranjeras y de enemigos; en cambio, sí acudió valientemente a socorrer a las poblaciones europeas atacadas por la peste.
Más tarde, su incorfomismo queda explícitamente expresado en diversas misivas en las que critica las turbulencias sociopolíticas en Europa, mientras que, como protesta, Carlos V “se está designando cuadros y concertando relojes y su hijo visitando Aranjuez”. Parece ser que a Laguna “le dolía España”, como le ocurría siglos más tarde a don Miguel de Unamuno. De su desaprobación de las supersticiones y vulgares creencias da fe su versión del delicado asunto de la brujería, en que da a entender que lo que experimentaban las brujas no era sino el producto del consumo de drogas alucinacitorias como el beleño. Se atrevió incluso a hacer públicos varios comentarios anticlericales: el intento frustrado de envenenamiento de cardenales realizado por el duque Valentino, hijo del papa Alejandro; la visita de unos cardenales a un prostíbulo de Roma; o bien las referencias a la glotonería, alcoholismo y despilfarro de los clérigos. Siguiendo a Galeno, Laguna da una cierta idea de la circulación de la sangre cuando insiste en que la peste podía invadir otros humores “por el comercio que las arterias y las venas tienen entre sí”. De nuevo, un ejemplo de heterodoxia en la línea del médico español Miguel Servet.
A fin de cuentas, para entender a Andrés Laguna hay que situar su vida y obra en el marco de la medicina y el mundo del S. XVI. La historia de la medicina europea desde el siglo XVI hasta el XIX no se trata, como quizá podría esperarse, de una recopilación de descubrimientos terapéuticos o preventivos, de concepciones revolucionarias y científicas. Más bien, sigue, como señala Michel Foucault[7], el principio del gran autor (o de autoridad que, en cierto sentido, no es tan diferente), ya fuera Hipócrates, Galeno, Platón, Aristóteles, Plinio u otros. En aquellos tiempos la verosimilitud y el valor científico del texto dependían exclusivamente del nombre del autor. Y, como se puede ver en la versión del Dioscórides realizada por Laguna, era perfectamente válido en la botánica contemporánea usar referencias metafóricas o simbólicas al hablar de las plantas, o bien adoptar con fe ciega las propiedades atribuidas a la planta desde la antigüedad. A modo de ejemplo, Laguna compara, haciendo gala de su humor y quizá también de su misoginia, el madroño a las cortesanas de Roma. De haber sido escrita unos siglos después, la tendencia a la digresión innecesaria y el continuo uso de tropos habrían concedido a su obra más valor literario que científico. El comentario de textos de los grandes maestros mantuvo su importancia hasta bien entrado el siglo XIX, en que se dejó paso al estudio empírico de casos reales. Tampoco se ha de pensar que lo que leemos en sus libros es necesariamente todo lo que pensaba Laguna. La censura inquisitorial estaba en su apogeo y, seguramente, vigilaría con especial atención los textos de un hombre de “sangre impura” como don Andrés. Aun así Laguna se atreve a disentir de Aristóteles al sustituir el corazón por el cerebro como “verdadero templo y domicilio del alma”.
En conclusión, la vida y obra de Andrés Laguna se puede ver como una especie de microcosmos del clima de intolerancia e inseguridad ontológica que, en muchos aspectos, reinaba en la época. No se deben juzgar sus opiniones y actos fuera del marco ideológico de la Contrarreforma española y de la mentalidad de aquel período. Su refinado humor en medio de la adversidad, su estilo de escritura ameno y elegante, la generosidad de su lucha contra la pestilencia que diezmaba la población europea, así como su espíritu pacifista y su capacidad de juzgar los hechos históricos por encima de la limitación que suponían las fronteras nacionales, lo convierten, sin duda, en uno de los personajes más apasionantes de su siglo.
Primeramente, para comprender su actitud, sus comentarios y su vida, hay que situar en primer plano el instinto de supervivencia que dominó la vida de muchos conversos y descendientes de conversos de la época. No se puede entender si no, tanta ostentación de su devoto catolicismo, ni la razón por la que tantos hijos de conversos fueron ascetas y místicos: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, fray Luis de León (si bien éste no lo sabía), San Juan de Dios, etc. La obsesión por demostrar al mundo la sinceridad de su cristianismo, y aun más, la profundidad de este les llevó a esos extremos que, de tanto querer seguir el camino demarcado, los hizo heterodoxos.
Para acercarse a la imagen que se tenía de los judíos en Europa, sirve contemplar la representación que hace de ellos El Bosco en su cuadro Cristo con la cruz. En este sentido, Caro Baroja explica cómo a uno se le podía considerar de “mala raza” o “casta” por el simple hecho de haber mamado la leche de una nodriza de origen judío o morisco[4]. Se llegó incluso a estar orgulloso de tener el sambenito de un familiar colgado en la iglesia, por ser ello prueba de cristianismo, aunque fuera del nuevo. Desde el mismo prisma, la obsesión por la pureza de sangre, hizo que se despreciara a los hijos de los conquistadores por ser fruto del mestizaje. A pesar de que, al contrario que los conversos portugueses, andaluces y levantinos, los de Castilla se fueron adaptando al cristianismo, la sospecha de sangre impura, de herejía luterana o calvinista, de apostasía judaizante o morisca, era una sombra que nunca abandonó a estas grandes figuras históricas.
Si bien dicha coyuntura no llevó a Laguna hacia la vía mística, es cierto que defendió la postura contrarreformista de la corona española por toda Europa, y más concretamente en Metz, como él mismo explica orgulloso. En esa ciudad, que en aquel entonces era territorio alemán, contribuyó a mantener a las gentes “en devoción, obediencia y oficio al Emperador y a la Religión”. En un momento en que en la Europa cismática todo eran burlas a la obsesión española por presentarse como descedientes de los visigodos, cuando la mezcla con sangre mora y judía era obvia, Laguna supo defenderse de los constantes ataques con el único arma que le proporcionaban sus estudios de oratoria y dialéctica. Tuvo que enfrentarse en solitario a las consecuencias del fracaso de las guerras religiosas de su rey, a los efectos devastadores de la peste, del peligro turco y del continuo enfrentamiento entre Carlos V, Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. El niño que, como sus amigos y vecinos los hermanos Antonio y Luis Coronel, seguramente creció entre insultos referentes a su nariz o a su olor, bajo la mirada inquisidora de sus conciudadanos que lo acusarían de judío o de marrano, acabó convirtiéndose paradójicamente en otro de tantos defensores a ultranza de los valores católicos que, sin embargo, tenían sangre hebrea. Sin ir más lejos, tenemos el ejemplo del autoritario Diego de Espinosa, nacido en 1502 en Martín Muñoz de las Posadas, que a pesar de ser de linaje de cristianos nuevos, llegó a ser un temido gran inquisidor, y tuvo la mitra de Sigüenza y el capelo cardenalicio.
La posición social del padre de Laguna, producto de sus labores como médico, y la protección de don Diego de Rivera, obispo de Segovia al que dedicó su libro Anathomica Methodus, le permitieron salir adelante y cursar estudios en centros en los que no se permitía licenciarse a hijos de converso. Sólo si tenemos presente el miedo, las denuncias, las bromas pesadas y la angustia que hubieron de padecer estas gentes, podremos comprender el origen de algunos de los hirientes comentarios que el mismo Laguna hizo sobre la judaica nación de su bienamado padre. El ambiente de la época no era el más propicio para el disentimiento: Laguna debió de presenciar o al menos oír de los procesos de otros segovianos, como Gabriel Sotomayor y Alonso de Castillo, vecinos de Aillón, penintenciados por incredulidad sobre la confesión y protestantismo, respectivamente. Tenemos prueba del cuidado por parecer cristiano que debió de tener el padre de Laguna, en el hecho de que bautizara a sus hijos con los indudablemente cristianos nombres de Melchor y Gaspar. Igualmente, dan prueba las profesiones elegidas por estos hermanos de Laguna, quienes, gracias a su intercesión en el Vaticano, obtuvieron beneficios eclesiásticos.
De este temor seguramente, nacen los comentarios antisemitas que aparecen en sus escritos. En su Dioscórides, por ejemplo, dice irónicamente que Dios, como prueba de su amor por el pueblo hebreo, hizo que el bálsamo, la planta más medicinal, creciera solamente en Judea y la parte vecina de Egipto, “el cual tan singular beneficio en gente tan ingrata y perversa, fue sin duda mal empleado por donde convertido el amor en odio y los regalos en duros palos y azotes, con cien mil persecuciones y afanes, les dio después Dios a los judíos el pago, que por su ingratitud merecieron”. En otro pasaje del mismo libro, se burla de los judíos de Venecia que compraban a precio de oro la tierra que, según los marineros que volvían de Jerusalén, había sido cogida en el Templo de Salomón. Ansiaban enterrarse en ella, “porque como tengan ya perdida la esperanza de colocar bien el ánima, por haber conspirado contra el que les ofrecía el cielo, solamente son de cuerpo solícitos, y así procuran los que tienen facultad para ello, dejarle envuelto en la tierra de promisión, de la cual por sus iniquidades fueron expulsos y desterrados”. Cuesta creer la sinceridad de tales burlas, cuando consta en dedicatorias y en la lápida de bronce que dedicó en 1557 a su padre, el licenciado converso Diego Fernández de Laguna, en la iglesia de San Miguel, que lo amaba encarecidamente. Es significativo, además, que en el sepulcro mandara inscribir el nombre judío Iacobo, en lugar de Diego, por el que se le conocía públicamente, lo cual podría tomarse como un gesto de autoafirmación de su herencia hebrea hacia el final de su vida. En el escudo familiar que muy probablemente diseñó con el objeto de empezar un nuevo linaje de cuyo oscuro origen el paso del tiempo se encargaría de borrar, dejó inmortalizada su peregrinación a Santiago de Compostela, como prueba de la sinceridad de su fe. Más triste aun, parece la ingratitud con que trata a Amato Lusitano (Juan Rodríguez Castello Blanco), su compañero de promoción que, por ser abiertamente judío. Se ha señalado que a pesar de que Lusitano elogió generosamente a Laguna en sus escritos, este no le correspondió por miedo a ser identificado con su condición de judío, que había llenado su vida de desprecios y persecuciones. Lusitano estudió con él en Salamanca y ambos fueron alumnos del afamado maestro de dialéctica Enrique Henríquez. Laguna, además, lo sucedió como médico del embajador del Rey de Portugal, y no es difícil sospechar que fuera gracias a la recomendación del portugués. Su instinto de supervivencia lo llevó a obrar así. Sus amigos, los hermanos Coronel, evitaron igualmente toda comparación de sus comentarios a las “responsa” rabínicas o al Talmud: “vivieron siempre al parecer, preocupados por que sus opiniones como teólogos y hombres de letras no fueran interpretadas en función del origen”[5].
Es posible que una de las grandes frustraciones del docto segoviano fuera el tener que presenciar cómo la vida le concedía a sus condiscípulos lo que a él siempre le negó. En 1550 el Papa Julio III, (al que los historiadores judíos consideran uno de sus mayores perseguidores) siguiendo los consejos de Carlos V y Cosme de Médicis, requirió los servicios de Amato Lusitano. Asimismo, otros de sus condiscípulos de Salamanca, como Juan de Aguilara, y maestros como Ruellio, fueron médicos del Papa Pablo III. Laguna, en cambio, tuvo que conformarse títulos honoríficos, sin llegar nunca a pertenecer de hecho a la cámara de los papas. La frase de Laguna “hace quince años que purgo y sangro,”[6] da idea de una cierta frustración y de su lamentable estado de ánimo.
Como se indicó antes, los biógrafos españoles no sólo adelantaron nada menos que una década su fecha de nacimiento, sino que también exageraron notablemente la lista de sus éxitos. No obstante, el de 1545 fue, por fin, un año de logros para de este segoviano que apenas vivió en Segovia. El 10 de noviembre se le concedió el doctorado honoris causa en la Universidad de Bolonia. Este reconocimiento público debió de significar una pequeña venganza para él, puesto que su condición de hijo de converso le impedía doctorarse en Toledo, Salamanca o Valladolid. El 28 de diciembre del mismo año el Papa Pablo III lo nombró caballero de San Pedro, aunque cabe tener en cuenta que la orden pontificia vendía este tipo de títulos al mejor postor. Sin abandonar a su cardenal Mendoza, puesto que se trataba solamente de un reconocimiento honorífico, en 1551 recibió de manos del Papa Julio III el título de médico pontificio, dato que con orgullo inscribiría en bronce en el sepulcro de su padre en la iglesia de San Miguel: “ANDREAS LACVNA FILVUS MILES SANCTI PETRI”.
Andrés Laguna pasó gran parte de su vida viajando por Europa al servicio de numerosos cardenales. Es probable, como se ha indicado, que su mismo padre le aconsejara salir de España, para librarse de la persecución que sufrían los conversos. Su amor por la patria chica nace, así pues, de la nostalgia que suele acompañar al expatriado. Otros segovianos influyentes como Domingo de Soto o los mismos hermanos Coronel, lo acompañaron en sus correrías europeas, lo que no es de extrañar si consideramos que los 33.000 habitantes que tenía Segovia en el siglo XVI, la convertían en una de las ciudades más pobladas de la Península. En París, por cierto, estaban también en la época Íñigo de Loyola y Erasmo.
Es innegable que Andrés Laguna gastó muchas de sus energías en medrar y estar a bien con los poderosos, de cuya amistad tanta ostentación hacía en ocasiones. Dedicó, por ejemplo, De re rustica a Carlos V cuando se hallaba de paso en la ciudad de Metz, a pesar de que, es de suponer, para un segoviano de pro no sería fácil mostrar aprecio por este rey extranjero que ni vivía en España ni había conseguido aprender la lengua castellana hasta bien entrado su reinado y que, por encima de todo, era responsable de la ejecución del heroico Juan Bravo, que puso fin a las guerras de las Comunidades en Castilla. En la misma línea, parece ser que en 1539 viajó a Toledo con la intención de atender a la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, cuyo embarazo se había complicado a causa de un catarro. Para decepción suya, nunca se requirieron sus servicios. En 1548 se esforzó, asimismo, por entablar contacto con el príncipe Felipe en Roma, al que más tarde enviaría desde Amberes una lujosa copia de su Dioscórides dedicada a su persona.
En cambio, existe otra dimensión mucho más subversiva e interesante del contradictorio “segoviense”. Para empezar, la Inquisición tuvo que censurar varios pasajes de su Dioscórides referentes al aborto, la lujuria y la esterilidad. Hernando menciona, igualmente, las críticas que hizo al sistema médico y docente en España: “Debe ser desventura fatal y siniestra constelación de los reinos de España, que no sepamos enseñar virtud, ni letras a un niño, sino a poder de azotes y mojicones, ni darle salud sino abriéndole las entrañas y enteramente matándole, lo cual en Italia y en otras partes se hace con mil blanduras y amorosas delicadezas”. Se atrevió, incluso, a criticar las guerras fratricidas de los gobernantes europeos en su célebre discurso “Europa que a sí misma se atormenta” dictado en Colonia. Dicho sea de paso, el europeísmo de que hace gala en sus declaraciones públicas contrasta con ciertos efluvios xenófobos que despiden algunas de sus opiniones médicas, como es el caso en que recomienda que los médicos adquieran conocimientos experimentando y haciendo pruebas con pacientes de tierras extranjeras y de enemigos; en cambio, sí acudió valientemente a socorrer a las poblaciones europeas atacadas por la peste.
Más tarde, su incorfomismo queda explícitamente expresado en diversas misivas en las que critica las turbulencias sociopolíticas en Europa, mientras que, como protesta, Carlos V “se está designando cuadros y concertando relojes y su hijo visitando Aranjuez”. Parece ser que a Laguna “le dolía España”, como le ocurría siglos más tarde a don Miguel de Unamuno. De su desaprobación de las supersticiones y vulgares creencias da fe su versión del delicado asunto de la brujería, en que da a entender que lo que experimentaban las brujas no era sino el producto del consumo de drogas alucinacitorias como el beleño. Se atrevió incluso a hacer públicos varios comentarios anticlericales: el intento frustrado de envenenamiento de cardenales realizado por el duque Valentino, hijo del papa Alejandro; la visita de unos cardenales a un prostíbulo de Roma; o bien las referencias a la glotonería, alcoholismo y despilfarro de los clérigos. Siguiendo a Galeno, Laguna da una cierta idea de la circulación de la sangre cuando insiste en que la peste podía invadir otros humores “por el comercio que las arterias y las venas tienen entre sí”. De nuevo, un ejemplo de heterodoxia en la línea del médico español Miguel Servet.
A fin de cuentas, para entender a Andrés Laguna hay que situar su vida y obra en el marco de la medicina y el mundo del S. XVI. La historia de la medicina europea desde el siglo XVI hasta el XIX no se trata, como quizá podría esperarse, de una recopilación de descubrimientos terapéuticos o preventivos, de concepciones revolucionarias y científicas. Más bien, sigue, como señala Michel Foucault[7], el principio del gran autor (o de autoridad que, en cierto sentido, no es tan diferente), ya fuera Hipócrates, Galeno, Platón, Aristóteles, Plinio u otros. En aquellos tiempos la verosimilitud y el valor científico del texto dependían exclusivamente del nombre del autor. Y, como se puede ver en la versión del Dioscórides realizada por Laguna, era perfectamente válido en la botánica contemporánea usar referencias metafóricas o simbólicas al hablar de las plantas, o bien adoptar con fe ciega las propiedades atribuidas a la planta desde la antigüedad. A modo de ejemplo, Laguna compara, haciendo gala de su humor y quizá también de su misoginia, el madroño a las cortesanas de Roma. De haber sido escrita unos siglos después, la tendencia a la digresión innecesaria y el continuo uso de tropos habrían concedido a su obra más valor literario que científico. El comentario de textos de los grandes maestros mantuvo su importancia hasta bien entrado el siglo XIX, en que se dejó paso al estudio empírico de casos reales. Tampoco se ha de pensar que lo que leemos en sus libros es necesariamente todo lo que pensaba Laguna. La censura inquisitorial estaba en su apogeo y, seguramente, vigilaría con especial atención los textos de un hombre de “sangre impura” como don Andrés. Aun así Laguna se atreve a disentir de Aristóteles al sustituir el corazón por el cerebro como “verdadero templo y domicilio del alma”.
En conclusión, la vida y obra de Andrés Laguna se puede ver como una especie de microcosmos del clima de intolerancia e inseguridad ontológica que, en muchos aspectos, reinaba en la época. No se deben juzgar sus opiniones y actos fuera del marco ideológico de la Contrarreforma española y de la mentalidad de aquel período. Su refinado humor en medio de la adversidad, su estilo de escritura ameno y elegante, la generosidad de su lucha contra la pestilencia que diezmaba la población europea, así como su espíritu pacifista y su capacidad de juzgar los hechos históricos por encima de la limitación que suponían las fronteras nacionales, lo convierten, sin duda, en uno de los personajes más apasionantes de su siglo.
Notas
[1] A estranha nacão de Rafael Mendes.
[2] OLMEDILLA, Joaquín. Estudio histórico de la vida y escritos del sabio español Andrés Laguna. Madrid, El Correo, 1887.
[3] BATAILLON, Marcel. Le docteur Laguna, auteur du voyage en Turquie. Paris, Librairie des éditions espagnoles, 1958.
[4] CARO BAROJA, Julio. Las formas complejas de la vida religiosa (Siglos XVI y XVII). Madrid, Sarpe, 1985, p. 507.
[5] Ibid., p. 404.
[6] HERNANDO, Teófilo. Dos estudios históricos (vieja y nueva medicina). Madrid, Colección Austral Espasa-Calpe, 1982.
[7] “How the principles of author commentary and discipline worked in practice”. FOUCAULT, Michel. “The Discourse on Language”, en: ADAMS, Hazard; SEARL, Leroy (eds). Critical Theory since 1965. Tallahasee, Florida, Florida State University Press, 1986, p. 160.
[1] A estranha nacão de Rafael Mendes.
[2] OLMEDILLA, Joaquín. Estudio histórico de la vida y escritos del sabio español Andrés Laguna. Madrid, El Correo, 1887.
[3] BATAILLON, Marcel. Le docteur Laguna, auteur du voyage en Turquie. Paris, Librairie des éditions espagnoles, 1958.
[4] CARO BAROJA, Julio. Las formas complejas de la vida religiosa (Siglos XVI y XVII). Madrid, Sarpe, 1985, p. 507.
[5] Ibid., p. 404.
[6] HERNANDO, Teófilo. Dos estudios históricos (vieja y nueva medicina). Madrid, Colección Austral Espasa-Calpe, 1982.
[7] “How the principles of author commentary and discipline worked in practice”. FOUCAULT, Michel. “The Discourse on Language”, en: ADAMS, Hazard; SEARL, Leroy (eds). Critical Theory since 1965. Tallahasee, Florida, Florida State University Press, 1986, p. 160.
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