viernes, 21 de noviembre de 2008

Lo que los turistas no ven

Palabras clave: Segovia personal, Bar Domingo
Por Ignacio López-Calvo
Publicado en El Adelantado de Segovia

En los dieciséis años que llevo fuera de España han sido tantas las ocasiones en que extranjeros de varios países me han dicho que conocían Segovia o que habían comido cochinillo en Cándido o Duque, que ya ni me sorprende. La presencia del acueducto, la belleza de la ciudad, la riqueza gastronómica y, hay que reconocerlo, la proximidad a Madrid hacen que Segovia sea una ciudad bastante conocida en el mundo occidental para ser tan pequeña.

Eso sí, cuando me dicen que conocen Segovia, yo tiendo a susurrar entre dientes que más quisieran ellos: lo que conocen es la Segovia de los turistas. Hay otra, la de los rincones escondidos, los bares de viejos… y además está la Segovia que pasó y no ha sido (para plagiar a Antonio Machado, a quien se dedican unas jornadas estos días en Segovia y a quien yo, dicho sea de paso, guardo un cierto rencor por haber vivido tanto tiempo en mi ciudad y no haberle dedicado más que un par de raquíticos versos, cuando a Soria le dedicó tantos…). Esa Segovia que pasó y no ha sido, decía (y perdonen la digresión) es, para mí, la que nunca conocí: la de los soportales que, al parecer, recorrían parte de José Zorrilla; la que lucía muchas más iglesias románicas que ahora (como la de Santa Columba, que estaba en el Azoguejo); la de las antiguas sinagogas que había además de la actual iglesia del Corpus Christi, algunas de ellas en la judería que se destruyó para trasladar allí la catedral gótica recién quemada, y que se comunicaban por puentes con el Pinarillo… Y hay otra Segovia en ruinas, pero que me gusta más así: perdida. Allí incluyo, entre otros monasterios derruidos, el de las Hoces del Duratón, cuyas ruinas atravesadas por un enorme peñasco evocan mucho más que lo que seguramente nunca lo hizo el monasterio intacto antes de la Desmortización de Mendizábal.

Por último, hay aún más Segovias que seguramente se escapan a los turistas. Sin ir más lejos, la de los afiladores que tocaban las flautas andinas o rondadoras cuando era niño y la de las palmeras del salón, extranjeras como las secuoyas de los jardines reales de La Granja, pero con mucho más mérito todavía por haber podido sobrevivir lejos del clima idóneo... Y se podrían citar muchos otros rincones de mi infancia y de mi adolescencia: entre ellos, el agua de Las Calderas de La Granja (que espero que nunca acabe embotellada), el fascinante interior de la torre principal del Alcázar desde donde Alfonso X el Sabio estudiaba las estrellas, las mazmorras cerradas al público y la vista del propio Alcázar desde el foso… y por qué no incluirlo, citaría también el recién clausurado Bar Domingo, en C/ Santo Domingo 21 del barrio de San Millán, de obligada visita cada vez que volvía a Segovia. Jesús (hasta este año el hostelero más antiguo de Segovia) y Juli, su esposa, me recibían todos los años con los brazos abiertos cada vez que entraba y Jesús me gritaba: ¡Yankie! “A su hijo lo he criado yo”, le dijo un día Jesús a mi padre, y casi tenía razón. La clausura de ese bar ha cerrado para siempre un capítulo de la vida de muchos segovianos de mi generación y de la siguiente. ¿Dónde celebraremos ahora el cumpleaños de Jesús el 4 de enero? Se echará de menos. Por cierto, si uno se mete en YouTube.com se pueden ver varios vídeos de la fiesta de despedida.

Bueno, pues lo dicho: ésa era/es mi Segovia, pasada, presente e imaginada, que no conocen ni conocerán nunca ni los turistas ni los madrileños que acabarán por mudarse a nuestra ciudad cuando se acabe de construir el tren de alta velocidad.


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