Por Ignacio López-Calvo
Publicado en Alba de América 25.47-48 (2006): 657-61
El juicio debía comenzar a las nueve y media, pero James Caldwell, el abogado defensor de Jerónimo Gaona, no acababa de llegar. Un policía se sacudía las migajas del penúltimo dónut que llevaba en los pantalones medio caídos mientras bromeaba con Roberto Salazar sobre su inminente deportación:
Publicado en Alba de América 25.47-48 (2006): 657-61
El juicio debía comenzar a las nueve y media, pero James Caldwell, el abogado defensor de Jerónimo Gaona, no acababa de llegar. Un policía se sacudía las migajas del penúltimo dónut que llevaba en los pantalones medio caídos mientras bromeaba con Roberto Salazar sobre su inminente deportación:
—Ya dio la Migra contigo, amigo—se ufanaba de su denuncia—, pero no te preocupes: ya estarás de vuelta en un par de meses. No dejarás de visitarme, ¿no? Roberto asentía mirando a esa doble papada sudorosa, con cara de no comprender una palabra de lo que el otro mascullaba.
—Tuve que balacear a Memo para que dejara de pegarme con el palo, pero ya no hay rencor. Hemos vuelto a ser cuates—me comentó. Semanas antes, Salazar se había olvidado imprudentemente de su condición de indocumentado y, de un salto, se había interpuesto entre dos hombres que andaban disputándose a una mujer.
—Me robaste a mi vieja, cabrón—lloraba rabioso Bernardino.
—No seas menso, güey. Es demasiada hembra para ti—le espetaba Jerónimo impertérrito. Salazar había tomado partido por el marido celoso y acabó recibiendo tantos palos que tuvieron que darle diez puntos en la cabeza y atender toda la noche sus heridas en brazos y pecho. Ahora (mientras contemplaba en el juicio anterior al suyo los resultados del martillazo que una señora con cara de pocos amigos había propinado a la sufrida frente de su marido) temía lo peor, Roberto y Jerónimo, Beto y Memo, se miraban de reojo: tímido el primero; altivo el segundo. Jerónimo se movía incómodo en el juzgado, helándose de frío con el exageradísimo aire acondicionado con el que los sureños tratan de olvidarse del aplastante calor del verano. Puta madre, sus pies se veían bien ridículos a la sombra de los de ese negro que a su lado parecía un gigante de otros mundos. Este último, que lucía el mismo mono naranja, pero desabrochado hasta el ombligo, se intentaba comunicar por gestos con alguien que debía de andar sentado entre la audiencia. Acabado el mensaje, se restregó los ojos secos y, mirando el grillete de la cintura y las esposas, se sumió, ayudado por el ruidoso ventilador del techo, en una profunda meditación que pareció aliviarlo. Los pies inmóviles de esos dos reclusos contrastaban con la inquietud de ardilla de los de otro mexicano, quizás salvadoreño, que parecía querer escapar de no se sabe dónde. Mientras tanto, Salazar soportaba estoicamente las palmaditas de aquel policía aficionado a sus propios chistes, que le llamaba “my compadre” y que ahora se reclinaba con fruición en su silla. Su último comentario, por cierto, no había sido del gusto de Melissa Wendel, la abogada defensora de Salazar, que se alegraba de que su cliente no supiera inglés, mientras examinaba el cuello más rojo de ese sur del que con tanta insistencia quería fugarse su marido.
Memo y Beto volvieron a mirarse: ya todo me vale madre, pensó el uno; pues ni modo, le leyó los pensamientos el otro. Ahora me correrá la pinche Migra y Ana María se enterará de que me andaba picando a la vieja de Benedictino, se dijo Memo. Y sus hermanos me correrán a balazos, como tú, Beto, pero con más puntería. ¡Qué mala onda, compadre!
Ahogando un bostezo producto del cansancio de haberse pasado la noche retozando con la última cliente, el abogado James Caldwell echó un vistazo a la audiencia y comprobó, malherido, que allí estaba la rubia, una antigua cliente que con la que no había podido acostarse y mira que lo intentó: llamadas a deshoras, sutiles indirectas y todo para nada, para devolverle en pago a sus esfuerzos una mirada de desprecio por su incapacidad para ganarle un caso que a priori parecía simple. Además ni se había dignado a pagarle por su trabajo. Sintió deseos de detener el juicio e irle a exigir a la rubia lo que le pertenecía, pero se le cruzó otro pensamiento: ¿le habría impresionado su forma de intimidar a la otra abogada hablando en el español heredado de su abuela? Lamentablemente para él, el intento duró apenas tres preguntas debido a las obvias muestras de incomprensión por parte del testigo Israel Casas. No importaba; a la mierda con la rubia. De cualquier forma, su ego seguía intacto después de la nochecita histórica que acababa de pasar. Que me quiten lo bailao—debió de musitar en alguna expresión en inglés. Salazar, por su parte, no salía de su asombro al ver a ese juez flaco, desparramado en el sillón con los brazos alzados por detrás del respaldo y dando evidentes muestras de apatía (¿se habrá quedado dormido?). Además, era negro, lo que no dejaba de sorprenderlo, aunque pensó que quizá eso hasta podría venirle bien. A todo esto, el policía barrigón seguía robándole el agua al juez... se atragantaba una y otra vez en su declaración. La seguridad en sí mismo que había exhibido ante Jerónimo Gaona hasta entonces se fue al traste cuando el abogado le pidió que leyera su propia declaración. Se ha parado; a pesar de estar impreso, no comprende una de las palabras: ahí dice “presentando” le aclara Caldwell, que está perdiendo la paciencia. El juez Lindsey se muestra obviamente molesto cada vez que el policía lo castiga con su tos de fumador (yo a los siete años leía mejor—susurraba Caldwell) y le pregunta impaciente:
Memo y Beto volvieron a mirarse: ya todo me vale madre, pensó el uno; pues ni modo, le leyó los pensamientos el otro. Ahora me correrá la pinche Migra y Ana María se enterará de que me andaba picando a la vieja de Benedictino, se dijo Memo. Y sus hermanos me correrán a balazos, como tú, Beto, pero con más puntería. ¡Qué mala onda, compadre!
Ahogando un bostezo producto del cansancio de haberse pasado la noche retozando con la última cliente, el abogado James Caldwell echó un vistazo a la audiencia y comprobó, malherido, que allí estaba la rubia, una antigua cliente que con la que no había podido acostarse y mira que lo intentó: llamadas a deshoras, sutiles indirectas y todo para nada, para devolverle en pago a sus esfuerzos una mirada de desprecio por su incapacidad para ganarle un caso que a priori parecía simple. Además ni se había dignado a pagarle por su trabajo. Sintió deseos de detener el juicio e irle a exigir a la rubia lo que le pertenecía, pero se le cruzó otro pensamiento: ¿le habría impresionado su forma de intimidar a la otra abogada hablando en el español heredado de su abuela? Lamentablemente para él, el intento duró apenas tres preguntas debido a las obvias muestras de incomprensión por parte del testigo Israel Casas. No importaba; a la mierda con la rubia. De cualquier forma, su ego seguía intacto después de la nochecita histórica que acababa de pasar. Que me quiten lo bailao—debió de musitar en alguna expresión en inglés. Salazar, por su parte, no salía de su asombro al ver a ese juez flaco, desparramado en el sillón con los brazos alzados por detrás del respaldo y dando evidentes muestras de apatía (¿se habrá quedado dormido?). Además, era negro, lo que no dejaba de sorprenderlo, aunque pensó que quizá eso hasta podría venirle bien. A todo esto, el policía barrigón seguía robándole el agua al juez... se atragantaba una y otra vez en su declaración. La seguridad en sí mismo que había exhibido ante Jerónimo Gaona hasta entonces se fue al traste cuando el abogado le pidió que leyera su propia declaración. Se ha parado; a pesar de estar impreso, no comprende una de las palabras: ahí dice “presentando” le aclara Caldwell, que está perdiendo la paciencia. El juez Lindsey se muestra obviamente molesto cada vez que el policía lo castiga con su tos de fumador (yo a los siete años leía mejor—susurraba Caldwell) y le pregunta impaciente:
—Pero, vamos a ver, ¿quién golpeó a quién?
—Jerónimo a Roberto—contesta el gordo, aliviado por no tener que leer más.
—Y... ¿podría aclarar quién es Jerónimo?
—Sí señor, el caballero de la derecha.
—¿Tendría la bondad de referirse a ellos como señor Geiona y señor Salazar?
—OK, OK... Bueno, pues sí, fue Jerónimo el que golpeó a Roberto. Después de unas cuantas preguntas más, la abogada defensora, Melissa Wendel, protesta: no está de acuerdo con el tipo de preguntas “sí o no”, que formula Caldwell. Además, el testigo Casas Israel es cuñado del señor Geiona y, por tanto, cabe la posibilidad de que sus declaraciones sean arbitrarias.
—No se llama Casas Israel—corrige Caldwell (otra vez que la ha pillado) sino Israel Casas.
Valiente cretino—piensa Wendel. A lo mejor se cree que no me he dado cuenta de que se gasta un español aprendido a deshoras de las cintas que anuncian en televisión.
—Señor policía, ¿cómo consiguió Ud. transcribir esta declaración? ¿Habla Ud. español?—pregunta el juez.
—No señor, una vecina (puta vida, suspira Salazar) me ayudó a comunicarme con él.
—Y esa monja ¿hablaba bien el español?
—A mí me sonaba muy bien—se ríe... (Le ha hecho mucha gracia su propio comentario). Al traductor parece haberle entrado somnolencia y Salazar no se entera de nada, por lo que se ve obligado a refugiarse en el recuerdo de su primer beso junto a la cascada, cuando Pilar tan sólo era una niña macilenta y tímida, y su voz se esfumaba en el estruendo del agua. Se lo robó disimuladamente y aquella misma noche le hizo un hijo que quizá en este momento le pide tortillas a su mamá y mamá no las tiene.
Si es verdad lo que dice el policía y tenían al Servicio de Inmigración pisándoles los talones, este juicio es una mera farsa—piensas como traductor escandalizado (e improvisado). Decidiste no traducir lo de “ya volverás en un par de meses” ni lo de “no me importaría que los dos trabajaran para mí; ni se quejan ni exigen muchos dólares, por eso tenemos que hacer la vista gorda.” Habrías querido tranquilizar a Roberto aunque tan sólo hubiera sido por ver si el policía dejaba de una maldita vez de darle palmaditas en la cabeza como a un niño tonto, y de tocarle la cicatriz de los diez puntos para explicarle con más realismo los hechos a la abogada. Además (¿por qué no reconocerlo?) te habías sentido estúpido cuando al presentarte intentaste estrecharle la mano olvidándote—como de costumbre—de las esposas; y más culpable aún, por haberle dado un teléfono falso cuando te lo pidió desesperado.
Si es verdad lo que dice el policía y tenían al Servicio de Inmigración pisándoles los talones, este juicio es una mera farsa—piensas como traductor escandalizado (e improvisado). Decidiste no traducir lo de “ya volverás en un par de meses” ni lo de “no me importaría que los dos trabajaran para mí; ni se quejan ni exigen muchos dólares, por eso tenemos que hacer la vista gorda.” Habrías querido tranquilizar a Roberto aunque tan sólo hubiera sido por ver si el policía dejaba de una maldita vez de darle palmaditas en la cabeza como a un niño tonto, y de tocarle la cicatriz de los diez puntos para explicarle con más realismo los hechos a la abogada. Además (¿por qué no reconocerlo?) te habías sentido estúpido cuando al presentarte intentaste estrecharle la mano olvidándote—como de costumbre—de las esposas; y más culpable aún, por haberle dado un teléfono falso cuando te lo pidió desesperado.
—La palma abierta en alto. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
—Yo quiero dejar claro que ni quiero ayudar a mi cuñado Memo ni a Beto—certificó Israel.
—¿Lo jura o no? Debe responder ‘yes’ o ‘no.’
—Yeah.
—Is it true that Mr. Salazar threw a bottle at Mr. Gaona’s truck?
—¿Mande?
—¿Es verdad que Beto arrojó una botella a la troca de Memo? Traduzco.
—Yeah.
—Did it break?
—Yeah.
—Did you see it?
—¿Mande?
—¿Lo viste?
—No. Ni lo vio ni lo oyó, pero él sabe que se rompió—explica sonriente Maureen, la traductora del centro católico de asistencia social que, a diferencia de ti, hace sus labores de traducción por pura filantropía, sin cobrar un sólo centavo.
...Meses más tarde, quizás Salazar, cansado de marcar el supuesto número de teléfono de aquel traductor, habría abierto ansioso la primera carta de Pilar. Quizás, gracias al vecino de enfrente, habría encontrado un trabajo de gata en una casa donde ya no tuviera que aguantar los manoseos del señor, del señorito, ni de ningún otro. Y a ti no te volvieron a llamar de intérprete, por lo que se deduce que no debiste de hacerlo muy bien. Bueno, al menos te queda el recuerdo.
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